Revista Vbeda Revista Ibiut Revista Gavellar Diario La Provincia Semanario Vida Nueva Revista Don Lope de Sosa
Nuestra web sólo almacenará en su ordenador una cookie.<br>
Cookies de terceros.Por el momento, al utilizar el servicio Analytics,  Google, puede almacenar cookies que serán 
procesadas  en los términos fijados en la Web Google.com. En breve intentaremos evitar esta situación.
Revista Códice Redonda de Miradores Artículos Peal de Becerro. Revista anual Fototeca Aviso
y más: En voz alta Club de Lectura Saudar.es Con otra voz En torno a la palabra

Úbeda

Guía histórico artística de Úbeda. En las mejores librerías. Pulse para conocer las fuentes que nos avalan


Quizás la mejor Guía de Úbeda.

 
    

LOS INOCENTES

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 28 de diciembre de 1961

Volver

        

El canto de los niños en las fiestas navideñas familiariza con el Miste­rio. El villancico mismo, que en los chiquillos es donde más fiel expresión adquiere, trata al Misterio de tú. Es el estu­pendo privilegio de la inocencia que acor­ta las distancias y suprime los tratamientos. La inocencia no se asombra de nada; acepta, con naturalidad, lo desmesurado; no tiembla ante ningún abismo.

Conocí a un viejo cura que se impacien­taba cuando, después de explicar a los ni­ños del Catecismo el misterio de la Navi­dad y de la Redención, advertía que ellos no manifestaban señal de sorpresa alguna. Decía:

—No sé sí es que soy demasiado viejo para comunicar mis emociones, o es que estos chiquillos están "contagiados del am­biente". No sé. Pero me duele que ellos —al­mas inocentes— no se pasmen ante la mag­nitud sublime de la paradoja divina: ¡Dios hecho Hombre, Dios hecho Niño!

Pero, ¿cómo se van a sorprender ellos? Creen con toda naturalidad en el milagro. Lo aceptan como aceptan, a su lado, la presencia del hermanito. Habría que ha­berle dicho a aquel sacerdote pesimista:

—La dimensión de las cosas sólo es vi­sible desde afuera. No hay abismo dentro del abismo, sino al borde. El abismal mis­terio del Dios encarnado, únicamente el hombre adulto puede percibirlo y medirlo. Porque la Caída original dio a Adán y a todos sus descendientes la triste facultad de conocer al Bien y al Mal; esto es, a ver el Bien y el Mal desde afuera, desde una posición en cierto modo desligada y autónoma. Así, el hombre dispone de pers­pectiva, puede medir las distancias y, por tanto, es capaz de asombrarse. De asom­brarse, en este caso, de cómo Dios tendió el puente sobre el abismo que separaba lo divino de lo humano. Pero sucede que los niños, envueltos aún por un aura de ino­cencia —que en realidad no han "salido" de la Inocencia—, están en cierto modo "ligados" a Dios. Por eso no son religiosos en el sentido estricto de la palabra, ya que "re-ligión" supone la ligazón, la rela­ción "nueva". La religión nos vuelve a Dios por la Sabiduría —de la que nace el Asom­bro—; pero ellos, los niños, están en la Inocencia, que es como un estado de divina ignorancia, dentro —cabalmente dentro— de la verdad.

Los niños son como Adán en el Paraíso. Seguramente Adán, antes de pecar, no se admiraba de nada. Era inocente. Todo lo sobrenatural era natural para él: hasta sus relaciones con Dios. No es que él des­conociese su dependencia con respecto al Creador; lógicamente, le adoraba. Tenía, por así decirlo, el sentido de la jerarquización, pero ¿no carecía del sentido de la perspectiva? Estaba también "dentro": dentro de la esfera de la verdad. Cuando pecó se independizó: fue libre para mirar desde el exterior; para contemplar —per­mítaseme la palabra— la fachada de Dios. Entonces el Señor podía haber castigado hasta lo último su osadía. Pero no fue total el castigo. Podía haberle quitado la libertad, ya que tan mal usó de ella… No obstante, se la dejó—fue su gran Delica­deza—, para que todavía pudiese optar entre el Bien y el Mal, para que pudiera "religarse". Luego vino la Redención, para colmar la medida del Asombro. "Felix cul­pa", llegaron a decir, gozosamente, los teólogos. Fue ganado, reconquistado por Amor, el hombre redimido. Y el Amor hizo santos: perfectos amadores. Todos los mor­tales, ciertamente, hubieran sido inmorta­les sin el pecado original; pero entonces, ¿hubieran sido posibles los santos? Por supuesto, entonces, no habría nacido Cris­to: no habría habido Navidad.

He aquí, pues, cómo la última explica­ción de la Navidad no es del todo com­prensible para los Inocentes: no es "apta para niños", dado que ellos carecen de ca­pacidad de asombro. Pero ellos son de la Navidad, están en ella. No nos la cuen­tan: la cantan. Al reflejarse en los chiqui­llos la Luz del Misterio, éste, tan enorme, tan colosal —tan gloriosamente trágico al fin y al cabo— se minimiza de cándeles y dulzuras. ¿No es de verdad tremendo que Dios venga a la Tierra para morir por el hombre? ¿Qué argumento trágico pu­dieran haber inventado las teogonías, que se asemejase al de la revelación que la Teología nos muestra? Pero ahí está —sutil designio— la paradoja otra vez. La Navi­dad se achica líricamente, infantilmente: se transfigura —pastoril y humilde— entre zamponas, figuritas de nacimiento y arro­yos de papel de estaño. San José y la Vir­gen y el Niño descienden de la Categoría a la Anécdota. San José prepara el pienso y, mientras el Niño llora, la Virgen lava los pañales. Se trata sin cumplidos a la Sagrada Familia, que es como de la fa­milia. Se vuelve, en las relaciones con Dios, al estado de inocencia. Se borran las distancias, se ignoran las perspectivas. Nos entramos dentro del Misterio. Y a Dios, seguramente, le gusta. Cantan los niños. Cantamos con los niños... Como si volviésemos a pertenecer a los inocentes.