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EL BÁCULO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 4 de mayo de 1964

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Alguien, cariñosamente, a nuestro lado nos ha dicho: No fumes tan­to. (A veces la voz es airada: ¡No fumes tanto!) A nadie, creo, le falta esta guardia, esta especie de escolta, que le avisa o reprende. Todo el mundo tiene conciencia, al encender un cigarrillo, de que debiera fumar un poquito menos. Así es que cada día, aproximadamente, existe para cualquier fumador un momento ins­pirado en que a sí mismo se dice: "¿Y si este cigarrillo fuese el último?" Como uno es todo un hombre, en ocasiones surge, inclusive, de la orografía accidentada de los propósitos una decisión tremenda: una decisión que es como un picacho desco­munal. A menudo uno se propone: Voy a estar veinticuatro horas sin fumar, a ver qué pasa. Momento optimista, heroico, que va acompañado siempre de una profunda aspiración de humo de cigarro. Momento irónico.

Bien. Veinticuatro horas pasan pronto. La promesa que nos hacemos a nosotros mismos no puede ser más limpia, más ge­nerosa. Nadie nos obliga, con nadie nos hemos comprometido, nadie lo sabe. El propósito es una prueba irrebatible del libre albedrío. Ya —son las nueve de la mañana— amaneció el día de prueba: ya vamos adelante con nuestra gesta. ¿No es —no está— todo igual? ¿Necesita el mun­do de nuestro cigarrillo para proseguir su ruta? ¿Echa de menos la Historia nues­tro cigarrillo de detrás del desayuno? Las leyes físicas son invariables, la vida en torno no se tambalea en sus cimientos. Realmente dan las doce de la mañana, la una, las dos, llega el instante del co­mienzo del almuerzo y no ha pasado nada. En cuanto a uno, tampoco se ha muerto durante estas cuantas horas que lleva sin fumar.

Pero, verá usted, la sensación —¿la ex­perimentó alguna vez usted?— es rara, bas­tante difícil de explicar. Se nota uno como sin apoyo. Es justamente eso. La situación es enteramente similar a la del hombre acostumbrado al uso del bastón y al que de pronto le desposeyesen de su ayuda.

Porque, fisiológicamente, ¿no se encuen­tra uno en perfecto estado? Se encuentra uno demasiado bien. Hasta se advierte cierta ingravidez. Pero falta el báculo pa­ra caminar, ¡leñe! Ayer, al empezar a es­cribir la carta importante, buscó uno en la inspiración del cigarrillo las primeras palabras. Ayer nos prestó suelo el ciga­rrillo para los primeros pasos en la conversación con el señor a quien apenas co­nocíamos, que nos acababan de presentar. Encendimos ayer un cigarrillo cuando la noticia desagradable iba a producir una descarga de mal humor a través de nues­tros nervios. Al terminar la comida ayer invitamos —testigo de honor de nuestra di­gestión— al tabaco. ¿Y nuestra taza de café? ¿Podíamos ayer haber cometido la descortesía de prescindir del cigarro al tomarnos el café? ¿Qué es un café sin ta­baco? No es nada apenas. Es... una frus­tración, un intento. Si al café se le quita el acompañamiento del puro o del pitillo, ¿no se comete un fraude? (Café soltero —o viudo—, café triste el que carece, en­tre sorbo y sorbo, de la apoyatura del humo.) En fin, ayer, a la hora del aperi­tivo —whisky, manzanilla o... tintorro—, el cigarrillo ponía su acento circunflejo (¿por qué circunflejo?) en cada frase; incensaba el cigarrillo la charla en no sé qué liturgia lustral y amable.

Hoy es otro día. El mundo sigue andan­do y continuamos vivos, pero la máquina psicológica tiene los ejes descentrados y bailotean las ideas sin asidero fijo. Cier­tamente nos falta agudeza. El cigarrillo escarba dentro de las cosas, ahonda en los temas, horada las cuestiones; nos precede y nos allana obstáculos, como al zapador el pico y la pala, como al caminante torpe el bastón. Todo lo hacemos como ayer y, quizá, todo lo haremos bien. Sin embargo, la impresión es muy distinta. El cigarro es casi un órgano, un apéndice. ¿Extirpamos el cigarro? Bien. Puede que sin él —pasado un par de días— no se malbarate ninguna función ni ninguna secreción. Pe­ro de momento notamos su ausencia como si hubiera desaparecido un sentido. Un sentido artificial, claro. Ver, oír, oler, gus­tar, tocar... y fumar. ¿Se acostumbrará uno a no fumar? Naturalmente. Uno se acostumbra a todo. Hasta a no oír. Hasta a no ver...

—¿Ves? Hoy no he fumado nada —le cuenta uno a su mujer al finalizar el día de prueba—; para que te convenzas de que soy capaz de todo. De todo. Ahora ya sé que, cuando quiera, prescindiré del ta­baco para siempre. Mientras tanto..., mientras tanto te digo que voy a suprimir el cigarrillo de antes del desayuno.