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[La pavimentación de Úbeda]

Juan Pasquau Guerrero

en Gavellar. Nº 11. Octubre de 1974. Carta de Úbeda

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La pavimentación de Úbeda llega ya a los suburbios. Ya están poniendo aceras en Cotrina, en Gradeta de Santo Tomás. Ya están allanando y calzando el Arroyo de Santa María. Suponemos que muy pronto también, las calles y callejas y callejones de San Millán. (¿En qué se diferencia un «callejón» de una «calleja»? Vamos a ver; una «calleja» puede promocionarse con más facilidad: es como si fuera más joven. Mientras que un «callejón», con salida o sin ella, sigue para siempre y definitivamente «callejón». Ahí está el «callejón de los Frailes», en Úbeda, desembocando en la misma calle Trinidad. Es el mismo que hace un siglo, dos, tres siglos. En cambio, ahí tenemos la calle (calleja) de Luna y Sol. Desde que la urbanizaron, ¿no está hasta... coqueta?) A lo que íbamos: Están ya pavimentando los suburbios (hace treinta años no estaba pavimentada ni la plaza de Toledo) y esto es confortante. Yo paso muchas veces por callejones y callejas de Úbeda. Cuando lo hago de mañana veo a nuestras honradas mujeres del buen pueblo (en la calle de Valencia, en la calle de las Tostadas, en la Cuesta de Santa Lucía) barriendo y regando la puerta de su humilde vivienda. En estas puertas hay polvo, barro y hasta pequeños «obsequios» de las cabras o de las ovejas. Pues bien —yo lo observo—, estas buenísimas mujeres del pueblo dejan cada mañana el trozo de calle que hay junto a sus viviendas limpio de polvo, paja y... «obsequios». ¿Ha servido hasta ahora de algo un barrido en la «Redonda de Miradores», pongo por caso? Al minuto, al medio minuto, en estos medios inhóspitos, transitados de ganado, flagelados por las tolvaneras de viento (de las afueras y suburbios, que aún los hay, de Úbeda hablo), todo vuelve a estar igual. Pero nuestras buenísimas mujeres de barrio no se desalientan. A la media hora tornan a sacar el «badil» y la «escoba» y vuelta a la limpieza. Pero, ¿para qué? ¿Quién se da cuenta de la limpieza o de que limpien o no limpien No sé. Pero el caso es que ellas no cejan. Esto me recuerda el gesto de Livingstone. Aún en plena selva africana no dejaba ni un sólo día de afeitarse. Nada más iba a encararse con leones, panteras o serpientes. Es igual. Él era un caballero. No podía dejar su afeitado. Igual estas limpísimas mujeres de Úbeda. No pueden dejar su barrido, aunque nadie lo va quizá a apreciar, aunque nadie va a pasar por delante de su modestísima vivienda...

Por ellas principalmente me alegro de este pavimentado que ya se ha acometido en nuestras callejas y callejones más apartados, más pobres. Las losas en las puertas de sus viviendas van a ser como un premio al pertinaz, infatigable barrido de todos los días del verano, de la primavera, del otoño, del invierno. Ahora se va a notar, se va a advertir mejor la operación de limpieza de estas humildísimas gentes. Ya no se agolpará el barro de los temporales en la calle Cotrina y lucirá un asfalto —aunque sea asfalto de tercera división— en los lugares donde ahora el suelo —piedras de pico, asimétricas, desencajadas— es pura arqueología, o mejor, pura geología... Y ya estas vecinas del Alcázar, de San Millán, de San Lorenzo, de la Puerta de Granada, estrenado el enlosado, se considerarán de verdad un poco rehabilitadas y habrán dado el primer paso hacia una vivienda más a tono con la dignidad humana. Esa vivienda de que ellas son de verdad merecedoras, esa vivienda de la que carecen y que quieren suplir con el diario barrido que de verdad a mí, cuando paseo por estos lugares, me conmueve...

Pues sí, señores, se fue la feria. Cada uno terminó de encajarse en su sitio. El otoño nos devuelve a nosotros mismos. La primavera tiene muy buena prensa. El otoño suele tenerla mala. ¿Por qué? La gente trivializa pensando que el otoño predica nada más que acabamientos. Pero es en el otoño cuando, con la buena lluvia, la tierra se pone joven de verdad. Pero sucede que en este octubre llovió poquísimo. (¡Es lo que faltaba, la sequía!, piensa cualquiera. Suponiendo que cualquiera piense.)

A todo el que viene a Úbeda por vez primera yo le digo que vuelva en otoño. A todo el que viene a Úbeda por vez primera en otoño no hay que recomendarle nada. Vuelve irremisiblemente. Puede que el otoño, sin embargo, siente mal a las ciudades decadentes: a las Babilonias asfixiadas de ruidos, atronadas de urgencias, enfebrecidas de colores sin luz, hartas de placer sin alegría; puede que el otoño caiga mal a las Babilonias donde el orden —o la ordenación— empieza a parecerse un poco a la anarquía, lejos de nuestras pequeñas ciudades, donde el desorden se acomoda un tanto con el bienestar y donde, además, es posible la labor del barrido mañanero de la puerta de la calle.

Paso por la calle Fuente Risas. «Mañanea» un gato montado en su escalón. Hace algo de frío. Se olisquean los perros. Doblan a muerto en San Isidoro. Campanas, campanas. También en Úbeda quedan aún algunas campanas. Muy pocas para las que se necesitan. Alguna vez me he alarmado pensando que Úbeda va a perder su pulso. Hay cosas —al parecer insignificantes— que me devuelven la esperanza. A lo mejor, un carro de paja —de esos flanqueados con palos de madera y con rejilla de esparto— en la calle Sacramento. A lo mejor, un niño que juega a las bolas en el patio de un colegio. O un chiquillo que echa la trompa (¡Pero si ya no quedan bolas ni trompas! «¡Dichosa pelotica!», le he oído decir a un vejete de la calle Lagarto.) Sí; a veces pienso en que esta Úbeda estupenda, que mejora a ojos vista, pierde, no obstante, parte de su encanto. Pura aprensión. Pero, ¡por Dios!, que no nos quiten las campanas. (Y a propósito: que surja un grupo de gentes con sensibilidad que promuevan la idea de dotar de órgano a algunas de nuestras iglesias. Se lo merecen.)