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EL “ DESCIELO”

Juan Pasquau Guerrero

en Revista «Así». 20 de julio de 1969. Primero conocer...

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Nadie, me parece, puede aspirar a un mundo moral —y menos aun, exigirlo— si no se aceptan de antemano ciertos valores absolutos. Pero hoy la opinión dominante no va por ahí. Se aboga contra la guerra, contra la violencia, contra la crueldad, contra el cohecho y luego —po­siblemente en los mismos autores que abominan laudablemente contra estas lacras— se leen cosas como estas: "La moral es cuestión de quí­mica cerebral". "La voluntad exclusivamente depende de la disposición hormonal". "Los cromosomas determinan la suerte intelectiva y ética del individuo"...

Es interesante aclamar con la Ciencia la "parte" de verdad que haya en todo esto. Pero hay que evitar cualquier frivolidad en este sentido. Puede aceptarse que el instrumental biológico de que todos venimos dotados a este mundo influye más o menos poderosamente en nuestra vida e inclusive en nuestras decisiones. De otra parte, la relación psicosomática está descubierta hace tiempo, no es hallazgo de ahora. Pero resulta simplista, enteramente simplista, afirmar que todo en nuestra conducta está determinado por la química, por la biología, por los genes o por la evolución. Y una de dos: o se es consecuente con este extre­mismo, y entonces hablar de libertad resulta anticientífico, o dejamos la cosa en su punto —influencia, pero no determinismo de lo somático o biológico— y entonces hay que volver a la fe en el espíritu entendiéndolo como dádiva gratuita del Creador a la criatura, es decir, como atributo humano no condicionado.

Es curioso que el cientifismo determinista —repito— coincida con la apología de la Libertad y del Humanismo. Pero ¿qué es el hombre, si es sólo un producto más de la evolución? Y ¿qué es la evolución misma si no existe fuera de ella una mente reguladora que la conciba? Pero, ¿cómo hablar, luego de libertad, si resulta que todas las ideas se cuecen fatalmente irreversiblemente, sin respiradero alguno para albedrío en la retorta cerebral más o menos enlazada con la dirección ineluctable de los genes? ¿Cómo exigir responsabilidad a nadie, ni justicia a nadie, ni sentido moral a nadie si la ética es un producto contingente que a veces se da en el hombre a causa de factores enteramente mecánicos, químicos o electrónicos?

Si todo fuere así, no habría razón alguna para una política de "res­peto a la dignidad humana". Si no creemos en el espíritu —y duro es decirlo— no es mayor nuestro derecho a la vida que el derecho a la vida de una liebre. Si no tuviésemos un alma inmortal, capaz de sal­varse o de condenarse, no cabe una apelación seria contra la violencia o la guerra contra la injusticia social o el delito, sea cual fuere. En la Naturaleza hay variedad, hay pluralidad e incluso belleza. Pero no hay amor. Si nada más somos seres naturales, no tenemos ni el derecho ni el deber fundado del amor. Porque entonces el amor sería —claro está— nada mas química o física, o mecánica social, pero no amor.

Es apelando a valores absolutos —divinos—, como el hombre justifica su aspiración al bien y a la justicia. Es la creencia en Dios lo que nos da derecho a la creencia en la libertad. Indudablemente la especie humana es excepcional, única, en la Naturaleza. Su raíz diferencial es la libertad. Por eso es, en gran parte, extraña en este mundo. Muy bien nos llama el autor de la Salve desterrados a los hombres. Nuestro Unamuno recalcaba más: llamaba a la Tierra descielo. En este descielo, nuestra conciencia del Bien y de la Justicia, muy por encima de los determinismos biológicos o genéticos, nos garantiza que existe el Cielo. Ahora bien, si el hombre es sólo tierra, toda su nobleza es utopía, es ilusión.