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La Úbeda perdida

Ramón Molina Navarrete

en Ibiut. Año XVII, nº 98. Octubre de 1998, pp. 14-15

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¿Qué dejaremos de nuestro presente a las futuras generaciones? ¿Qué monumentos estamos construyendo para que sean luego orgullo de la ciudad y puedan solicitar a algún organismo especial su declaración como patrimonio de la galaxia? ¿Qué edificios estamos levantando para que después, cuando vengan a visitarnos los extranjeros, se lleven la impresión de lo sublime en sus conciencias? Por más que me esfuerzo apenas encuentro algunas pinceladas que, de seguro, acabarán también sucumbiendo a la máquina excavadora.

Y no me quiero adentrar ahora en temas tan delicados y tremendos como es el referido al expolio de mucho de nuestro patrimonio arquitectónico y cultural, ese que ha hecho que muchos escudos, rejas, artesonados, cuadros.., se hayan ido a manos privadas para engrosar propiedades particulares y egocéntricas y adecentar recintos interiores con la perspectiva miope de la temporalidad, robando, al tiempo, la belleza y la historia a todos cuantos somoss y nos visitan... No me refiero a esto. Voy al presente.

Nuestra arquitectura actual de pueblo nos está dejando poco más que bloques inmensos de pisos, muchos horteras, sin equilibrio con respecto al resto del entorno, o casas en serie sin más diferencia que el color del toldo o el buzón de correos colgando de la entrada. Hasta las iglesias, que tienen siempre una perspectiva más histórica, son apenas un montón de ladrillos levantados con escaso buen gusto. Véase Santa Teresa y Santo Tomás.

Nuestros predecesores, hay que reconocerlo, nos ganan en perspectiva histórica. Hacían sus obras pensando en ellos, es cierto, pero también en el futuro. Se sentían eslabones de una cadena hacia el más allá en el reloj de las horas. Gozaban con el arte que creaban o patrocinaban y se sentían orgullosos de dejarlo en herencia a los suyos porque se veían, en cierta manera, perpetuados en ello.

¿Hoy qué? Hoy la dejadez, el negocio, los intereses comerciales, la especulación..., son el pan nuestro. Vale todo aquello que deja dinero, y para cuantos más, mejor. De ahí que rincones únicos vayan desaparecienóo, de ahí que entornos llenos do hermosísima tradición se hayan convertido, con la negligencia constructiva por añadidura, en estercoleros y nidos de ruindad, de ahí que espacios inolvidables, como ese del Colegio Santo Domingo Savio, amplísimo, en donde se han formado, estudiado y desarrollado, sobre todo, infinidad de chicos, y en donde se han reunido padres y se han alzado plataformas de cultura y religiosidad, sea ahora un inmenso erial de bloques de hormigón y compraventa, rodeado de lo mismo.

Y es que ahora somos inteligentemente más prácticos, más funcionales. Y también tenemos perspectivas de futuro, por supuesto que sí, sólo que nuestras perspectivas son más interesadas y comerciales que las de nuestros antepasados. Ahora construimos por construir, sin intención de perpetuidad, así dentro de unos años volveremos a aprovechar el mismo espacio. Donde se levanta un bloque de cien pisos, habrá dentro de poco otro gran bloque de cien pisos, sólo que con mejores acondicionamientos, claro.

En Úbeda, en lo que se refiere a la arquitectura, no hemos querido, ni podido ampliar nuestro patrimonio, más bien lo hemos reducido, perdiendo cada año un poco más de su ambiente especial y único, de su impronta, de su sabor y hasta de su olor. Ya nos queda poco, en todo caso una plaza de Santa María, sin que se nos ocurra, eso sí, bajar un poco más allá del Salvador para no mancharnos los ojos de suciedad de muladares, y también algún que otro edificio e iglesia, como almas en pena, perdidos en alguna calle y envueltos en casas de colorines y modernísima construcción.

Ya sé que muchos de los responsables no pueden hacer más. Incluso la máquina del poder –aves de paso encima–, se ve, en la inmensa mayoría de los casos, impotente para contravenir la intimidación de particulares agresivos, e impotente para doblegar el pulso de la fuerza del billete, amenazante y terrible, que acaban imponiéndose... Y como estamos cansados, y todos los pensamientos y opiniones tienen su parte de razón, también la de ellos, y exigen irritadamente respeto, y los quijotes además no están bien vistos y se mueren de soledad y de asco, pues no vamos a complicarnos la vida, que además son cuatro momentos, y triunfa, como casi todo en nuestros días, lo mediocre, lo simplón, lo rápido, y lo chabacano..., y, cómo no, el dinero, siempre el dinero. Nuestro gran mandamás. Nuestra verdugo. Nuestro verdadero dictador.

En todo caso algo quedará en nuestra histórica ciudad para cuando vengan en los próximos siglos a visitarnos los niños excursionistas de los colegios confinantes: del pasado más remoto probablemente alguna piedra todavía con reminiscencias renacentistas, y poco más. ¿De nuestro arte público actual? Posiblemente algún trozo de alguna estatua de nuestros héroes más famosos...

No sé, de lo que sí estoy seguro es de que, cuando menos, vendrán buscando referencias en el tiempo de un escritor excepcional, de Antonio Muñoz Molina, para ver el pueblo en donde nació, y creció, y desear encontrarse con los lugares en las que se inspiró para escribir sobre la momia emparedada, o el comisario, o el general Orduña, o el palacio de la Plaza de San Pedro, o el Martos, o el Monterrey, o el jardinillo en las afueras donde se cometió el asesinato de la niña de Plenilunio por un despreciable impotente... y poder así, de paso, identificarse con los ubetenses de finales del siglo XX... ¿Pero qué verán?... Seguramente nada.

Entonces alguien comentará, en voz baja, con sarcástico cabreo: "Pá matarlos".

Ramón Molina Navarrete