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El palacio de los Orozco: suite nostálgica

Manuel Madrid Delgado

en Diario Ideal. Ed. Jaén. 4 de diciembre de 2007

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A Ramón Beltrán

El palacio de los Orozco es una de las más bellas construcciones de Úbeda. Levantado en el siglo XIX, regala a la plaza de San Pedro una apostura romántica, que es capacidad para confortar recuerdos de tiempos idos.



Están allí las acacias supervivientes, la fuente agonizante, los muros fuertes de San Pedro y el tapial del huerto de Santa Clara e, inopinadamente, se levanta un palacio decimonónico que expresa un anhelo de civismo, de cortesía, de refinamiento, una casa gentil que orquesta en la plaza una delicada “suite” de evocaciones cosmopolitas. Es el palacio el que determina el espíritu de la plaza y mantiene su personalidad, pese a los retales con que las últimas obras la parchearon. Porque el palacio marca el punto de originalidad de ese recinto: al pasear por Úbeda es difícil pensar en una plaza como la San Pedro, presidida por un palacete de reminiscencias francesas. Y sin embargo ahí están las molduras de yeso –modernistas– en la fachada, la puerta para los coches de caballos, su balaustrada, los balcones, el ventanal en el ático… Ahí está el palacio de los Orozco como manifiesto de una elegancia impropia de la ciudad y de la época, como señal de un gusto por lo exquisito que más nos hace sentirnos en cualquier civilizada plaza del centro de Europa que en la de un poblachón “entre andaluz y manchego” que ve derrumbarse, desde la barra de los bares, algunos de sus más bellos edificios.

Porque el palacio de los Orozco se cae. Se está cayendo.



Se van desprendiendo de su fachada el revestimiento de yeso, las figuras talladas con delicadeza y primor de orífice gótico. Están desapareciendo las guirnaldas vegetales que coronan los arcos carpaneles de sus balcones y ventanas; y aquí toda pérdida es irreparable: cuando el yeso sea sólo polvo sobre las piedras mojadas, nadie será capaz de reconstruir el gesto delicado, ese bucle sublime que construyeran unas manos en el siglo XIX, porque no existen hoy artesanías capaces de refinar tanto la expresión de un material humilde como el yeso para convertirlo en frágil “delicatessen” de la expresión decorativa. Puede, sí, que algún día –cuando se haya perdido todo el revestimiento original de la fachada– acuda cualquiera a hacer un arreglo, lo que –la experiencia no engaña– será hacer una chapuza, apañar otra fachada. Puede que algún arquitecto iluminado invente soluciones originales para dar un toque que recuerde lo que el palacio fue. Pero entonces el palacio se habrá ido ya, para siempre, y con él esa insinuación de serenidad francesa, esa elevación europea que levanta su fachada clara en la plaza de San Pedro, tras la sombra de las acacias.

Tal vez Úbeda no es capaz de apreciar el contrapunto de modernidad europea que la casa de los Orozco sugiere en su estampa urbana. Tal vez sea demasiado distinguido este palacio, demasiado exquisito, demasiado poco “renacentista” como para ser valorado. No sé, tal vez sea necesario adelgazar mucho el espíritu para que pueda recogerse en la sombra de esta casa, en su visión, en la evocación de su interior. Porque… ¿qué guarda dentro este palacio modernista y romántico a la par?…

Muchas veces nos hemos imaginado un patio de mármol con columnas de hierro y cúpula de cristales de colores. Y pasillos largos y silencios y habitaciones altas, soleadas, con suelo de madera. Y puertas grandes –blancas– y techos con escayolas y lámparas de araña. Y hemos creído vislumbrar en nuestros sueños una biblioteca de tomos viejos: novelas del XIX –¿estarán allí las primeras ediciones de los “Episodios Nacionales”, de “Guerra y paz” o de “La Cartuja de Parma”?–, libros de ciencia, breviarios religiosos. Y un despacho con una mesa que guarda papeles –¿las letras olvidadas de un poeta?, ¿las notas de un jurista?– bajo la sombra mortecina de una lámpara verde. Queremos pensar que de las paredes colgarán acuarelas y óleos con paisajes al modo inglés y carteles de Toulouse-Lautrec. Y estamos seguros de que en algún aparador habrá un bronce taurino. O un juego de café de porcelana con motivos orientales. Y sabemos que todavía reverbera entre corredores y escaleras el gemido de un violín o la canción triste de un piano que sonó la tarde de Nochebuena.

Tal vez los habitantes primeros de este palacio pudieron vivir en La Habana. O en Manila. O pudieron viajar por Europa, trayéndose cosidas al alma las plenitudes que el siglo dejaba en la Praga de Alfons Mucha o el París de Renoir. Y alguna hora se asomaron a esos balcones que hoy se derrumban mientras sonaban las campanas en la tarde lluviosa, añorando otros tiempos y otras plazas y otros palacios y otros países, que la vida es siempre añorar los tiempos que se van o esos que nunca viviremos. Puede que sea esta nostalgia que respira el palacio lo que nos lo hace cercano. Como se lo hizo a Muñoz Molina, que en él residió su primera gran novela, “Beatus Ille”. De ser Úbeda una ciudad verdaderamente culta tendría ya una ruta de lugares dedicados al escritor y a su obra. Y eso podría haber salvado a la casa de los Orozco del olvido en que hoy se desintegra, lentamente.

El otro día un amigo me contaba que un día soñó con establecer un “Club Inglés” en ese palacio. Pero yo estoy convencido de que, en Úbeda, es mucho soñar el hacerlo con una mañana de domingo adornada de periódicos, café recién hecho y cruasanes en un salón apartado, amplio, luminoso, como la vida a la que aspiramos. Como es mucho soñar ver convertido este palacio en un Ateneo cívico y republicano o en biblioteca pública. Demasiada civilización para tan poco pueblo: antes lo veremos arruinado o reinventado en hotel, que será otra manera de robarnos sus nostalgias francesas.

Manuel Madrid Delgado

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