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Los caminos del verano

Manuel Madrid Delgado

en Diario Ideal. 27 de junio de 2008. Ediciones de Jaén y Almería

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Están llenos los cielos de vencejos. Y en las plazas han florecido las primeras magnolias. Y el aire fresco que recorre nuestras mejillas a primera hora de estas mañanas ya sin niños camino de la escuela, nos trae los recuerdos de nuestra propia niñez y de nuestra adolescencia, la melancolía de aquellas vacaciones largas en que tanto aprendimos a soñar, pues fue entonces cuando elegimos ser felices siendo lectores: la primera decisión civil se adopta un día del que no se guarda memoria, pero marca para siempre y hace la personalidad. Y yo soy lo que soy por mis muchas herencias: pero también porque un día decidí hacerme el carnet de la Biblioteca Municipal y comenzar a indagar entre las páginas de los libros, ese tesoro que como vale tanto tiene que prestarse gratuitamente.

Me crié en una casa grande, de corrales que se regaban al atardecer y con una alberca –cal y sol– que se llenaba con agua del pozo. En aquel paraíso transcurrieron los veranos más felices de mi vida, cuando el canto de los gallos amanecía la mañana ruidosa –la armónica del afilador, los discos flamencos de Juanito, el zapatero– y mis hermanos y yo nos levantábamos para estrenar nuevas aventuras. La mañana del verano guardaba un momento mágico: ir a la biblioteca después de desayunar. Uno podía coger hasta tres libros y disponía de quince días para leerlos: en los corrales podía leerse tranquilamente toda la mañana y la tarde casi entera, hasta que al anochecer la calle convocaba con sus juegos o con las historias que contaba Magdalena en un portalón fresco y antiguo donde las vecinas se juntaban para hablar sobre la vida. Eran días tan largos y enganchaban tantos aquellos primeros libros, que no hacía falta esperar quince días para volver a la biblioteca. Además, en esas visitas estivales la biblioteca era como de otra manera y hasta eran distintos Diego y Pepa, como si el verano nos relajase a todos o como si ahora –ejerciendo nuestro soberano derecho a elegir los libros con los que queríamos viajar por el mundo de los sueños– nos vieran como a personas que ofician la difícil labor de crearse una identidad, como a hombres que van trabajando su camino hacia el mundo adulto, y no como a los estudiantes ruidosos que fuimos en las tardes de invierno y a los que había que regañar minuto sí y minuto también.

Ahora sé que ya nunca volveré a leer como lo hacía entonces, cuando todo estaba como recién abierto, intacto, límpido. Porque será difícil ya poder sentir aquella necesidad de ser Jim Hawkins viajando en “La Hispaniola” hacia un tesoro de piratas o Dick Sand gobernando el “Pilgrim”: para controlar las zozobras de nuestros catorce años necesitábamos la seguridad que daba poderle al mar rompiente contra los acantilados del faro de San Juan de Salvamento, allá por los confines del mundo. En aquellas lecturas llegué a viajar en el Orient Express y acompañé a Poirot durante las horas en que el tren estuvo detenido, entre la nieve, en los páramos yugoslavos. Hace falta leer con ojos limpios si uno quiere comprender el misterio que supone que a Miguel Strogoff se le puedan cegar los ojos con un sable al rojo. Y aún se tiene que tener el alma germinando para poder recogerse en la niebla y no hablar –y casi no respirar ni moverse– porque Sherlock Holmes está a punto de descubrir el misterio que se esconde tras los crímenes que sacuden la historia de la familia Baskerville.

Ahora que la melancolía me riza las puntas de la piel en las mañanas del verano recién llegado, tengo la certeza de que gracias a aquellos veranos perdidos pude aprender el oficio de lector, que es un oficio cargado de aventuras y fracasos y sueños y viajes y mares y castillos y amores y crímenes. Debió haber un primer libro que dejara en mi corazón un asombro, como una huella de Viernes sobre las arenas de mi mundo, un primer libro que puso en mi conciencia la semilla de una pasión imparable: yo no lo recuerdo, pero cada verano me dedico a buscarlo en las páginas perdidas de mi memoria, en la lenta luz de agosto, porque tengo morriña del niño que fui y que se quedó en aquel libro sin nombre que tanto fruto ha dado.

Lástima que ahora no esté de moda la lectura y que nuestros niños y nuestros adolescentes se adocenen entre el jardín de las delicias pedagógicas y los libros insulsos de la literatura infantil o juvenil, o en los inventos tecnológicos que ya dan hechas la aventura y la imaginación en un verano sin pulso. Tal vez dentro de unos años –cuando se descubran adultos una mañana de junio caminando hacia sus trabajos– sientan añoranza de las melancolías que no tendrán: porque nunca fueron uno de aquellos niños a los que Tom Sayer engañó para que pintaran el vallado de la tía Polly. Hoy nuestros niños y nuestros adolescentes recorren solitarios y tristes los caminos del verano y aunque se bañen en las mejores playas no conocerán nunca los infinitos mares ni las hondas selvas ni navegarán por el Mississippi en un barco de vapor. Y no lo harán porque nadie los ha invitado a sacarse el carnet de la biblioteca de su pueblo ni nadie les ha enseñado el sabor intenso y laborioso del naufragio en la quemazón de la lectura.

Está la mañana llena de vencejos y magnolias… lo descubro mientras pienso en este buen oficio de lector que aprendí hace muchos veranos, en un corral empedrado, junto a la alberca en la que nadé por vez primera… Ojalá aquel niño que fui pudiera prestarme desde hoy los ojos fascinados con los que leía los libros que le abrieron los caminos del verano.

Manuel Madrid Delgado

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