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Úbeda

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El año en que murió Janis (pregón sin trompetilla)¹

Alberto Sanfrutos Fernández

en Pregones de feria. Pregón de la Feria de 2008

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Buenas noches y muchas gracias a todas las personas que habéis tenido la gentileza de acercaros al Hospital de Santiago, esta maravilla de Vandelvira, para acompañarme y escuchar este discurso que, si bien afirma el diccionario ha de ser “elogioso”, esto yo no lo seguiré al pie de la letra como ya comprobaréis, discurso mediante el cual he de anunciaros algo que ya sabéis de sobra, que no es sino la celebración de nuestra festividad mayor, con el permiso de la Semana Santa. Además, este acto ha de servir para incitar a los presentes y a los que no lo están a participar en estos días de diversión y esparcimiento. Gracias mil también a este amigo que tengo aquí delante por la semblanza que de mí acaba de revelar.

Me encargaron el pregón de esta feria y fiestas en honor de un santo, San Miguel, cuando ni este ni ninguno lo son de mi devoción, ubicadas en este día para conmemorar un hecho como la toma de Úbeda por Fernando III de Castilla y León, acaecida en una fecha que no es tal, pues no fue el 29 de septiembre, y lo cierto es que lo segundo que pensé (lo primero por supuesto agradecerlo a la persona que me lo propuso) fue que me había caído un embolado porque, ¿de qué va uno a hablar en un pregón que no haya sido citado ya por otros, por mi admirada Soledad Gallego-Díaz, por ejemplo? Y, puesto que hay exégetas e historiadores y personas más versadas en feriología que este pregonero, lo único que le queda, lo único que puede hacer es contar “su” feria. Pero, y esa es otra, ¿qué feria cuenta (cada uno la cuenta según le va) si no le gusta la feria?

Porque las fiestas, que no la feria ahora restringida a una exposición de maquinaria agrícola, estaban pensadas principalmente para la diversión infantil y juvenil, pero con el paso de los años nuestra sociedad de consumo las ha ido reinventando para adaptarlas a todas las edades, de modo que ahora ya las disfrutan hasta los mayores, versión caseta popular, pasando calor y respirando polvo para escuchar a un conjunto rociero que desafina o a un cantante de canción española que no se calla ni debajo del agua. ¡Con lo a gusto que estas personas estarían en la puerta de su casa conversando tranquilamente con los vecinos!... Entre paréntesis, tengo no obstante que reconocer que nuestros mayores, los que aún pueden, se lo pasan en grande bailando pasodobles con más afán que cuando peinaban menos canas, algo que se tienen bien merecido después de haber pasado lo que pasaron en su infancia y juventud. Cierro paréntesis. Ahora, y casi por decreto, todo el mundo tiene que ir quiera o no a la feria, como si se tratara de precepto, lo mismo que parece existir la obligación de arremolinarse y hacer cola en la de la tapa o en las del ¿Renacimiento?, o desplazarse a Madrid para ver la exposición definitiva de Velázquez en El Prado o a José Tomás antes de que, fatalmente, lo amuerque el toro. Hay una creciente tendencia a estar allí, como hacía “El Papus”, a no perderse nada (sea el bodrio que fuere) porque así lo hace todo el mundo, de modo que los que nos quedamos fuera de esa corriente multitudinaria somos eso, excéntricos y aburridos.

Aunque esto pueda convertirme en un aguafiestas, tengo que decir que en el momento en que el menor de mis hijos tuvo la edad suficiente para ir con sus amigos y sin nuestra tutela a montarse en los cacharritos, como los llaman en Sevilla, nos desprendimos mi mujer y yo de la carga de tener que ir al real a pasar penalidades, porque para mi medio siglo la feria hoy significa agobio, ruido, aglomeración, atascos, cerveza en vaso de plástico, garrafón en los garitos nocturnos y polvo o barro en las calles del ferial según se descuelgue el año meteorológico, aunque hay que reconocer que esto último parece haberse corregido en las últimas ediciones con una dosis de asfalto. Pero es indiscutible que continúa significando una ilusión para mucha gente, siempre para los niños y jóvenes, y una actividad económica mediante la cual muchas familias se ganan la vida. No me gusta bailar, no soporto las esperas, el fastidio de aguantar, como es lógico con tanta gente, la música a todo trapo y a dos metros de tu oreja… Además, ha venido a reforzar mis convicciones el hecho de que hoy la mayoría de las ferias son un clon de la de Sevilla, incluidas casetas, pilicrim, rebujito, sevillanas, faralaes y paseo de caballos con sus correspondientes boñigas, del mismo modo que el carnaval ha dejado de ser autóctono, si es que algún día lo fue, y en este momento es un remedo desafortunado del gaditano.

Incluso para los niños, esos que en mayor grado la disfrutan, el hecho único y exclusivo de la feria también les ha sido vedado en la actualidad, porque esa ilusión que nos cautivaba en aquellos años de nuestra infancia y juventud, esa espera por que el final de septiembre llegara y nos trajera la anhelada feria, muy similar a una epifanía, era tan maravillosa porque ocurría una sola vez al año y era la única ocasión en 365 días de pasar miedo en el tren de la bruja, admirar unos multicolores fuegos artificiales o comerte un pinchito moruno en una caseta. Para desgracia de los niños de 2008, hay en Úbeda treinta mil feriecillas y fiestecillas, con sus correspondientes pregones, pinchitos, churros, carruseles y tracas finales, y además existe una gran facilidad para desplazarse a las de los pueblos y ciudades cercanos, con lo cual el factor de exclusividad se ha perdido. Vacunamos a nuestros hijos con esta pura alegría en pequeñas dosis a lo largo del año y su ilusión y su fantasía se van difuminando sin que se den cuenta, de modo que cuando llega septiembre su entusiasmo por San Miguel está muy lejos de ser o parecerse al que sentíamos nosotros cuando teníamos su edad.

Por eso, como no soy feriante ni amante de la feria, para bien o para mal, y como a estas alturas de la vida uno puede enmendarse pero no cambiar, no me referiré a la versión actual y solo hablaré de la que viví con toda la ilusión y la alegría que es capaz de aportar la infancia, y para muestra bien puede valer el botón de la de 1970, el año en que murió Janis, alguien que yo entonces ni sabía que existía. Intentaré para ello ayudarme de esa memoria que se niega a dejar nada al alcance del saludable olvido.

Paradójicamente, el mismo año en que se separaron los Beatles o que también nos dejaron Jimi y Jim (“aquellos mariconazos de melenas largas y camisas de flores”, que señala Muñoz Molina en El viento de la luna), en la Caseta Municipal, ubicada en el edificio de la estación abandonada de un flamante tranvía de La Loma que nunca llegaríamos a ver funcionar, con un río artificial interminable y cíclico que no paraba de arrojar siempre la misma agua, los ubetenses que podían acceder a este recinto se tenían que conformar con escuchar a cantantes del estilo de Karina y sus flechas del amor, o canciones para la historia como Un rayo de sol de Los Diablos.

El año en que terminó la guerra de Biafra, que tanto nos impactó a causa del hambre que asoló a la población y especialmente a niños de mi edad, y como consecuencia de la cual se creó Médicos Sin Fronteras; o en que se fueron Bertrand Russell y el presidente De Gaulle, ese año para mí la feria no se inauguró con el pregón, que solía redactar Juan Pasquau, el mismo día en que soltaban a los cabezudos bailando cansinamente a la sombra de los gigantes que agitaban las aspas de sus brazos, y que invariablemente cobraban vida por los mismos anjalicos y zangalitrones a cambio de una paga prometida luego siempre inferior a la pactada. No, la feria había empezado para nosotros bastantes días antes, cuando veíamos llegar esos grandes camiones cargados de vigas metálicas, chapas de acero, tacos de madera y guirnaldas de hierro cuajadas de bombillas de colores. En ese tiempo muchos niños no iban a la escuela o faltaban cuando les venía en gana, y eran tantos porque no había obligatoriedad y si la había tampoco era mucho el interés por parte del Estado en aumentar el nivel educativo de las clases trabajadoras, a consecuencia de lo cual, nueve años después, como maestro en las aulas de Extensión Educativa de mi cuartel de artillería de Valladolid pude comprobar que los soldados analfabetos a los que instruía en las primeras letras eran todos, absolutamente todos, andaluces, extremeños y canarios.

Por eso, mientras que nuestra diversión previa a las fiestas tenía que empezar una vez que salíamos del instituto, ellos podían estar en el sitio donde “se ponía” la feria, la actual estación de autobuses, durante toda la mañana. Así que era dejar la cartera (todavía no había mochilas ni carritos porque nuestro material escolar cabía en una pequeña cartera de plástico), darle un beso a nuestra madre y salir corriendo a subirnos a la valla o a descolgarnos por sus farolas para vigilar embobados los rápidos pero precisos movimientos de los montadores de cada uno de los grandes aparatos. Este montón de chatarra se convertía mágicamente en una escuadrilla de cazas y torpedos que podían volar dentro de un radio de seguridad; ese otro se transformaba en un baby con camiones de bomberos, autobuses, helicópteros o caballitos que subían y bajaban sin intentar escaparse nunca; aquel de más allá, en el extremo oeste del real de la feria ya casi en el campo, por donde a diario veíamos pasar los rebaños de vacas, ovejas y cabras, con su acompañamiento de mugidos, balidos y excrementos, se trocaba en un enorme teatro de variedades vetado a nuestras edades, donde la Manolita Chen y vete tú a saber qué mujeres, que yo me figuraba de la mala vida porque nunca asistí a una representación y ya se sabe que la imaginación es mucho más enrevesada que la simple realidad, bailaban semidesnudas en un ambiente cabaretero y trasnochado (luego me dijeron que la Chen era un travestido).

Se sucedían las largas y azules mañanas de nuestra infancia viendo cómo los mismos que luego nos pedirían el boleto mientras los carruseles giraban vertiginosamente, entrando y saliendo de ellos con agilidad en un alarde de equilibrio y pericia, nivelaban con la misma maestría las pistas del Látigo Macareno o de los coches de choque colocando tacos y cuñas de madera bajo la superficie metálica por donde unos pocos días después volaríamos, daríamos vueltas o chocaríamos alocadamente. El milagro de este Tívoli particular emergía delante de nuestros ojos por obra y gracia de unos hombres fuertes, bronceados, sudorosos, sucios y malhablados que nos mandaban a por agua de un improvisado surtidor que el ayuntamiento habilitaba en lo bajo de las escalerillas de la Colonia del Carmen, mi barrio, en un sitio donde sin vara bíblica de pronto manaba a voluntad una fuente a la que mis amigos y yo sacábamos algún pequeño beneficio.

Ese año en que se estrenó Love Story, todo un negocio para los fabricantes de pañuelos y que pudimos ver a lágrima viva en un climatizado Ideal Cinema, que de ese modo intentaba competir con el Cinema Central o el perfumado cine de la Cava, los dueños de las grandes atracciones llegaban en suntuosas roulottes en las que no faltaba de nada: por haber, en alguna hasta había ¡una jaula con periquitos! Éramos testigos de un nivel de vida superior al que nosotros disfrutábamos por entonces en nuestras casas. Salón, cocina con todos los electrodomésticos… Pero el agua no era corriente: ese servicio corría de nuestra parte. Acarreábamos cubos y más cubos a esas mansiones rodantes a cambio de entradas o fichas para luego darnos un extra por la tarde, pues la asignación casera era más bien escasa, y eso que mi padre, como funcionario del ayuntamiento que cobraba el alquiler del sitio a los feriantes, recibía de vez en cuando algunos tiques, que nos administraba diariamente sumándolos a la exigua paga de la feria.

En esta tarea porteadora los niños de la Colonia del Carmen o de la calle San José rivalizábamos con los chiquillos y zangalitrones de los barrios cercanos, como el de la Coca o el de la recién inaugurada barriada de García Lorca (el Vietnam como todos lo conocíamos), mucho más necesitados que nosotros de cosechar pases gratis, quizás la única manera que tenían de poder montarse en la noria, en las voladoras o en el Balansee, una enorme barcaza a la que renuncié a subir porque la vomitona posterior estaba asegurada. Ellos nos miraban con malos ojos pues veían en nosotros, a su modo de ver con toda la razón del mundo, a unos competidores desleales que no tenían necesidad de esos tiques y fichas extras, cuya posesión suponía la diferencia entre vivir una feria como meros espectadores pasivos a otra en la que, al menos, menguarían efímeramente las diferencias sociales montándose en los mismos aparatos que el resto de los mortales.

¡Balón, balón, balón y balón!, voceaba a partir del día 28 desde la tómbola del Cubo un incansable parlanchín, situado justo enfrente de la tómbola de las Muñecas, su antagonista ancestral, bajo la atenta vigilancia del autómata que pisaba y pisaba la uva delante de nuestros atónitos ojos para proporcionarnos ese dulce mosto de Cariñena, Monroy, que los padres entonces obsequiaban a sus hijos con un barquillo de canela dentro, ya que esos días no imperaban las directrices antialcohólicas al uso en la actualidad. Los escolares de Úbeda, incluidos los de los colegios desaparecidos y entonces en pleno funcionamiento del Cristo del Gallo, hoy un parque junto a la calle Valencia, o del Alcázar, ahora viviendas sociales, podían beber alcohol sin problema alguno. Las autoridades sanitarias aún no estaban por advertir nada ni por vedar esa costumbre.

Esa falta de vigilancia sobre la niñez y la juventud y esa ausencia de reglamentación en muchos aspectos de la vida civil, todo lo contrario que el férreo control que se ejercía sobre la más mínima actividad política, se traslucían en que, con solo diez o doce años, pudiéramos con horror ser testigos en las inmediaciones del circo Arriola (instalado en las eras que pronto serían ocupadas por los edificios que Montijano levantaría en la actual calle Granada) de la matanza de un burro con el canto de un hacha y de cómo era despedazado a continuación para servir de alimento a los leones y tigres, encerrados en unas pestilentes y mugrientas jaulas que nos dejaban ver de vez en cuando los malencarados subalternos que los cuidaban; o incluso poder asistir a la deplorable exhibición de La Petite Terin, la mujer más pequeña del mundo o de La mujer serpiente, como si de una película de Tod Browning se tratara.

Siempre solos, sin la necesidad de que nuestros padres nos acompañaran, pues la vida en Úbeda era más sosegada (y porque la feria pillaba más cerca), con algún rezagado Renault Gordini o un SEAT 124 último grito dando sentido a las nuevas avenidas que ya se iban definiendo y que nos servían de improvisados campos de fútbol ante la ausente amenaza del tráfico rodado; en compañía de nuestros amigos y con San Francisco todavía a años luz, vivíamos la feria como en un Día de la Marmota: días calcados en los que la rutina era darse una vuelta con la pandilla a la feria por la mañana, solo para mirar (nos montábamos por la tarde) y olvidándonos de una televisión muchísimo menos agresiva e insaciable que la actual, que empezaba a las dos de la tarde, cortaba tras la novela de la sobremesa y se despedía antes de las doce de la noche con un espacio titulado El alma se serena. Una televisión todavía sin UHF, porque Jaén no era Madrid ni Barcelona. Su atraso provocaba que para mis primos madrileños solo fuéramos unos paletos o que muchos ubetenses se vieran obligados a emigrar al extranjero, a Bilbao, a Cataluña… porque aquí ni siquiera el Plan Activa…, no, ese no era; quiero decir: ni siquiera el Plan Jaén, decretado por Franco para intentar fijar la población en esta parte deprimida de la España profunda, esa que el dictador aseguraba que le quitaba el sueño; ni siquiera el Plan Jaén, repito, había conseguido incentivar el empleo y mucho menos que el trabajo no faltara en nuestra provincia.

Ese año de 1970 en que Simon y Garfunkel nos emocionaban con su Puente sobre aguas turbulentas, nuestra renta per cápita era muy inferior a la media europea y no había dinero en exceso como para experimentar muchas veces ese temor a salir disparado cuando el látigo aceleraba al tomar la curva, o a que se desprendiera un perno del torpedo en el que volábamos por encima de las cabezas de cientos de personas, o a marearnos en carruseles, tiovivos y “olas”, aunque fueran de Vico, donde saltábamos de nuestras ollas giratorias para golpear una gran pelota que nos esquivaba como si temiera nuestros definitivos puñetazos, o cabalgábamos sobre unos leones marinos (focas las llamábamos) a los que nunca se les caía el balón que mantenían girando en el extremo de su hocico. Ni siquiera podíamos comprar todos los días algodón dulce, turrón, patatas fritas o cocos remojados, que eran las golosinas más esperadas, pues durante esos días nos olvidábamos de los portalillos, del carrillo de Paco, del arrezuz y las majoletas del Zopo y de la ruleta y los chicles de bola de Paco el Cojo.

El año en que murió Janis, en la Autopista Barcelona, que con ese presuntuoso nombre se autodenominaba la pista de los coches locos o de choque, donde pasábamos horas y horas apalancados en unos asientos cromados que nos venían de perlas, envidiando a otros niños más afortunados, por más pudientes, que se sacaban abonos y se montaban sin parar, las canciones que se oían con el acompañamiento de las chispas eléctricas que a menudo saltaban sobre los ocupantes del bólido eran In the summertime de Mungo Jerry, cuyo patilludo vocalista aparecía en televisión con una camiseta interior de tirantes, lo cual era incomprensible para mi padre; el Yellow River de Christie o Venus de Shocking Blue, joyas del pop-rock que aún resuenan en mis oídos.

En la España del desarrollo de López Rodó, de las reivindicaciones populistas y patrioteras de López Bravo sobre Gibraltar y de la Ley General de Educación de Villar Palasí, Jaén estaba en la cola del pelotón de las provincias españolas (en eso no hemos cambiado treinta y ocho años después a pesar del Plan Estratégico) y nuestras ferias y fiestas eran, con mucho, menos fastuosas y derrochadoras que las de hoy. El tacto pegajoso del rosado algodón dulce que se iba disolviendo lentamente con nuestra saliva y menguando instantáneamente de volumen en cuanto lo aplastábamos entre nuestros dedos, no era algo que se pudiera uno permitir a diario. Muñoz Molina nos cuenta que entonces su casa “no tenía ducha ni lavabo ni cuarto de baño, y ni siquiera agua corriente”; pero, a pesar de esta penuria económica de la población en general y de que muchas de nuestras calles estaban aún sin asfaltar y desprendían olor a cuadra, había afortunados que disponían de medios y que podían asistir a alguna de las tres casetas instaladas: la Municipal con el dichoso y recurrente río, la del Club 61 y la del Diana.

Nosotros, niños afortunados que no teníamos que desplazarnos con nuestras familias a la vendimia, que nos paseábamos entre las casetas como la de La pesca, donde nunca tirábamos del sedal adecuado, o como las de tiro pichón, con unas bolas de madera o barro que mostraban en su superficie las muescas de miles de disparos y en las que a veces nos atrevíamos a apuntar al finísimo mondadientes que sostenía nuestros primeros cigarrillos Condal o Vencedor, solo pensábamos en diversión y algunos ya incluso en niñas. La radio servía para que nuestras madres y hermanas mayores se enteraran de los chismes de Elena Francis o de las andanzas de Lucecita, pero vivíamos a espaldas del Proceso de Burgos en el que se condenaba a muerte a varios miembros de ETA, un juicio contra el que protestó nuestro Joaquín y que le obligó a partir raudo para Londres, transmutado en Mariano Zugasti, huyendo de esa policía secreta franquista anunciada por sus gabardinas blancas. En nuestra inocencia nos divertíamos dando vueltas y más vueltas por la estación deteniéndonos, ora en la noria Sánchez ora en el baby Gaitán, sin saber que existía una oposición que ya avistaba el principio del fin de la Dictadura; quedábamos para salir a gastarnos los tiques de cartón que mi padre nos daba y que eran los mismos de años anteriores, sin tener ni idea de la movilización de las Universidades ni de las sanciones a los profesores que apoyaban las protestas estudiantiles, e ignorábamos que había una opinión crítica internacional en contra de un régimen que desentonaba en la democrática Europa. Bien es verdad que los telediarios, con ese David Cubedo de voz hueca y engolada, no mencionaban en 1970, y si lo hubieran hecho a nosotros no nos habría interesado lo más mínimo, que ya se iban apreciando un poco más los síntomas del desmoronamiento controlado del régimen franquista, como se comprobaría solo cinco años más tarde.

Por no tener, no teníamos ni estación de autobuses, que se inauguraría algo más de tres años después en el mismo sitio en que durante los últimos días de septiembre y los primeros de octubre se levantaba ese eventual, ruidoso y cercano parque de atracciones que tanto molestaba a mis padres y a los vecinos de la Colonia del Carmen y de la calle San José, pero que tanto regocijo nos aportaba a los niños de Úbeda. Sin tener nada que ver con la inflada profusión de actos que se organizan ahora, que parecen querer merendarse a la feria más que complementarla, por entonces y paralelas a ella se desarrollaban algunas, pocas eso sí, actividades adicionales como la exquisita programación teatral a cargo de Antero Guardia; el concurso de hípica en el campo General Nogueras Márquez, donde hacíamos nuestras pequeñas apuestas y disfrutábamos con la vista de unos caballos de primera; o la Gran Tirada de Pichón y la Tirada al Plato en la SAFA o en el antiguo campo de deportes San Miguel (aquí como se puede constatar le ponemos a todo nombres de santos); una o a lo más dos corridas de toros, seguramente menos subvencionadas que ahora, con alguno de los toreros que por entonces triunfaban: Camino, Puerta, El Viti… y con nuestro Carnicerito en la mili. Ese año en que disfrutábamos con Rodríguez de la Fuente, con Pelé en México o con Mis adorables sobrinos y Flipper en blanco y negro, mi padre nos sacaba el día de San Francisco, su santo, (ese que se conmemora en Sabiote y en la Torre incluso más que en Úbeda) para darnos las ferias, algo que se traducía en una escopeta de plástico con un corcho atado de una guita al extremo del cañón, unos grandes caramelos que solo probábamos en esas fechas, un trozo de cidra dulcísimo, unas pocas almendras garrapiñadas o una berenjena de Almagro, conservada en una orza, por supuesto sin los correspondientes controles sanitarios. Y como colofón, este esperado pero temido día, con la venia de la autoridad que en esa época exigía permiso gubernativo para todo, y si el voluble levante otoñal de Serrat lo permitía, mi padre nos invitaba a mi madre y a sus seis hijos, seis, (como no voy a hablar de toros…) en la famosa cervecería Alaska, la única que servía auténticos pinchos morunos de cordero y una cerveza helada en jarras homologadas, la cual, por nuestra minoría de edad, debíamos cambiar por Mirindas de naranja con sabor a mandarina… ¿o no? ¡Ah!, por cierto, no había ni una caseta de cofradías ni, obvia decirlo, de partidos.

En estos tiempos que vivimos, en que los carruseles sirven para que inmigrantes desesperados se escondan confundidos con los amasijos metálicos, intentando alcanzar un paraíso que hace no tanto exportaba jornaleros acosados por la miseria; en este año en que he alcanzado la cincuentena, la duración de esta feria tan distante de mí y cuyo color y resplandor pueden ver a lo lejos los residentes del Hospital San Juan de la Cruz, nonato por entonces, se me antoja una historia interminable. Sin embargo en 1970, y aunque su duración obviamente era la misma, como había tan poco dinero para gastar me parecía una fiesta de pólvora, porque la paga se me iba en un pispás. Por desgracia y en total desacuerdo con nuestras aspiraciones de eternidad, entonces era mucho más breve que ahora, seguramente porque la vivíamos más. Parecía mentira cómo casi cuando apenas habíamos empezado a sacarle gusto a la cosa, ya estábamos a 5 de octubre, y solo fueran testigos de la efímera presencia de la alegría unas señales oscuras de pringue y suciedad, marcadas sobre el asfalto, en el sitio que pocas horas antes habían ocupado una ciudad y un parque de atracciones. Por arte de birlibirloque se habían esfumado carruseles, casetas de tiro, feriantes y sus caravanas rumbo a un lugar lejano y desconocido para nosotros. Los altavoces de las tómbolas, la música del Teatro Chino, los cláxones de los autobuses de pega, las estridentes sirenas de los aparatos, el sordo ruido de miles de ubetenses en un espacio tan reducido como el de nuestra fallida estación fantasma, las detonaciones de las escopetillas de plomos; los estacazos de la cachiporra que blandía Chacolín contra la dura cabeza de madera de la bruja mala; los destellos de los caballitos, las luces multicolores y el bullicio de los pasos errabundos que iban y venían cientos de veces por el real de la feria; el olor del aceite requemado de las churrerías con su chocolate a la taza, como el que mi madre nos hacía en casa rallando las durísimas onzas de la Virgen de la Cabeza; o el tufillo acre de los pollos asados y el dulce y rojo aroma del caramelo que recubría las manzanas… todas las sensaciones que habían pugnado por llegar hasta mi casa en la Colonia del Carmen, aventadas por el todavía tibio aire de principio de octubre, habían desaparecido por ensalmo y pasarían irremediablemente a diluirse en el olvido.

Somos lo que recordamos. Por ello, si mal no me acuerdo, yo quiero traer a la memoria que en aquellos años oscuros que ocuparon mi azul y soleada infancia hubo, entre otros, un hombre también poco amigo de fiestas y saraos que atesoró saber y vivió en la integridad moral durante toda su vida, defendiendo sus ideas desde el diálogo y la palabra. Hombre íntegro, culto, humanista autodidacto y benefactor de cuantos le conocieron, modelo de ubetense y del ubetensismo que yo propugno, y que no es otro que Baltasar Berlanga. Porque Úbeda son todas aquellas mujeres y todos aquellos hombres que han trabajado en, por y para ella, por y para los ciudadanos que la poblaron y que la habitan hoy. Las instituciones, los clubes, las asociaciones, las cofradías, las peñas, los partidos... son a la postre perecederos, pero las maneras de vivir, la cultura, las ideas, la sabiduría, las costumbres, el sustrato sobre el que una sociedad democrática, solidaria, abierta y justa se construye, están en los hombres y mujeres que hacen suyos y viven los ideales de justicia, de libertad y de igualdad y los portan de generación en generación.

A los que huyen de la hipocresía y respetan a los demás y exigen ser respetados del mismo modo, son a quienes debemos tener como ejemplo y a quienes debemos reconocer y recordar. Debemos apartar de nuestras vidas y olvidar a los hipócritas que se rasgan las vestiduras en público, esas mismas que se apresuran a vestir de nuevo cuando nadie los ve; hacer pública nuestra repulsa a los que no respetan a nada ni a nadie con tal de alcanzar sus fines egoístas y particulares, a los que adulteran una calle, tergiversan un monumento, arrasan un bosque para enriquecerse y luego nos quieren hacer creer que lo hacen para aportarnos riqueza o bienestar, eso que ellos ya han conseguido para sí mismos a costa de esquilmar o destruir lo que es propiedad no solo de todos nosotros, sino, sobre todo, de los que nos sucederán.

Dicen que somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras y no estoy de acuerdo; al contrario, yo quiero ser dueño de mis palabras, porque el silencio siempre es cómplice y el que calla otorga. Deberíamos acostumbrarnos a huir de los eufemismos y a llamar a las cosas por su nombre, sobre todo por aprovecharnos de ese triunfo de nuestra democracia, esa que el año en que murió Janis estaba aún tan lejana, a pesar de que tan solo faltaba un lustro para que se produjera la muerte del dictador; esa democracia mejorable que nos permitió darnos un sistema de libertades, entre las que se encuentra, y no es de las de menor categoría, la de expresión, pero que de manera lamentable empleó, lo digo ahora que estoy refrescando la mía, más de treinta años en parir una Ley de Memoria Histórica. Concuerdo con Manuel Rivas en que la memoria activa, libre, es imprescindible para superar esa dramática escisión que marca nuestra historia.

Pero todas estas cosas no me importaban el día en que murió Janis. El día siguiente, 5 de octubre de 1970, del que sin remedio quedaba atrás la maravilla que suponía la contemplación boquiabierta del gran castillo de fuegos artificiales, a cargo de la Pirotecnia Sánchez de Martos, comenzaba mi tormentoso tercer curso de bachillerato, con la mona de Palacín de testigo, y entraba en una nueva etapa de mi vida, pensando ya en dejar plantada a mi niñez y presto a olvidarme del dolalique y del pía maisa. El otoño duró lo que tarda en llegar el invierno y tanto la feria como 1970, el año en que mi padre participó haciendo un meritorio papel en el concurso Rimas Populares de Televisión Española, la única cadena que podíamos ver en nuestro caduco televisor Refrey, nos diría adiós de manera irreversible, siguiendo las directrices del tiempo que huye de nosotros sin darnos tregua.

¡Se acabó la fiesta!

Perdón, debería haber proclamado que para eso estoy aquí: ¡Viva la Feria y Fiestas de San Miguel 2008!

Muchas gracias.








¹) El 4 de octubre de 1970 murió Janis Joplin, cantante de rock estadounidense.