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LLEGAR TARDE

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 23 de marzo de 1965

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Lo peor es cuando la prisa se junta con la pereza. Hay que hacer muchas cosas, pero no se tienen ganas de hace ninguna. Desde afuera se nos acucia. Desde dentro, la calma de la desgana asciende sin oleaje como una marea lenta. Deseo de cerrar los ojos, llamadas de todas partes. Suena el teléfono... «¿Dígame?... ¡Ah, sí!... En seguida voy». Uno quisiera tumbarse y no es posible. Uno tiene que ir a muchos sitios. Dentro del alma un espíritu burlón quisiera embaucarnos con el halago: «Mira, la actividad está bien para los imbéciles, pero tú...».

¿Un cigarrillo? A ver si en su fuego se prende una velocidad. Hay que ser veloz, audaz, capaz, tenaz. ¡Qué aerodinámicas las palabras con zeta al final! Estimulan. Sugestionan. Tienen vitola. (Un mentiroso es un ser despreciable; pero un mendaz ya parece algo.) Me digo, pues, a mí mismo que es necesario ser veloz y tenaz, y es como si sacudiera mi pereza.

¿Ha vencido la prisa a la pereza? Bueno, pues ahora le aguarda otro enemigo. Ahora que la prisa se inviste de sí misma; ahora que al fin se han sacudido las alfombras y se han izado las banderas; ahora que uno está en la pista dispuesto a todo, resulta que hay que esperar.

Esperar. Paradójicamente, quien lleva la prisa, se constreñido de pronto a pararse. Si somos peatones se ilumina el rojo; si vamos en coche, se ilumina el verde. Si dirigimos los pasos al despacho del director se nos atraviesa como un lancero bengalí el «no pase». Si vamos al encuentro de Pepita, alguien se encarga de decirnos que «Pepita dejó avisado que espere usted unos momentos».

No queríamos tener prisa, pero ya que la tenemos no nos agrada ni una pizca esperar. Ya que íbamos embalados el freno nos fastidia.

Claro; como hay prisa y hay espera, viene, cuando termina la espera, el «No hay tiempo que perder».

―¡Vamos, pronto!

―Hace unos instantes la consigna es «Espere, por favor».

―El director no puede recibirle sino medio minuto.

―Yo no puedo tener prisa y calma regulada por la máquina de afuera..., etc., etc.

La tragedia es que todos somos perezosos y todos caminamos de prisa. Todos marchamos veloces y a todos se nos obliga a esperar. Perdemos en la espera lo que hemos ganado en la velocidad. Y, por supuesto, llegamos tarde.

El hombre moderno debiera consignar cada día el número de esperas que ha tenido que soportar. De seguro este número daría el empate con el que contara los lugares a que hemos llegado tarde. Pero nadie llega tarde a ningún sitio por pereza. ¡Ojalá! Sería un placer pensar:

―Me he retrasado, porque me he levantado a las doce.

Pero no. Si uno se ha retrasado es porque todos los habitantes de la ciudad –y uno entre ellos– se han levantado a las siete. Y todos llegamos tarde porque todos tenemos prisa. Dos millones y medio de prisas corriendo a la misma velocidad, componen una lentitud desesperante.