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PARA QUÉ?

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 11 de junio de 1975

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Un difícil personaje de Malraux, en La condición humana, dice: «No es una promesa lo que espero; es una necesidad». Rara frase en un terrorista. Yo la pondría mejor en labios de un cristiano; quizá porque el cristiano en su acepción radical —quiero decir en su versión de estricta ortodoxia y orto-praxis— profesa una especie de terrorismo a lo divino. El «Niégate a ti mismo» ¿no semeja una... explosión? Dinamita para la voladura de lo oscuro cósmico —de la inerte «costumbre» diría Peguy— a fin de agilizar y hacer posible al «hombre nuevo» de la gracia.

Parece exacto: el cristiano vive de la impaciencia de la necesidad de Dios y puede que por eso no le esté permitido el descanso. Suponía mal Sartre al argüir que la fe es como una almohada en la que el creyente descarga toda inquietud. Al contrario. Ni antes ni ahora —nunca—, la religión fue recurso cómodo. No exonera, espolea. El cardenal Danietou, en el Vaticano, decía que nadie es naturalmente cristiano. Para serlo precisa un «plus» sobrenatural. Con un montaje de valores exclusivamente humanos la fe no es posible y las ruedas de lo teologal se atascan. Y si en nuestro tiempo la incomodidad cristiana es mayor, si la situación conflictiva del «homo religiosus» aumenta, ello no obedece sino a que se olvida o se pone entre paréntesis lo que tantas veces señalaba Gabriel Marcel: el Cristianismo no resuelve problemas, aporta misterios. Paradójicamente, la oscuridad del misterio es la carpa que envuelve la luz, mientras que la solución de cualquier problema es más bien externa. Así cabe deducir que la desazón secularizadora, desmitificante, todo este cristianismo de barredera que algunos quisieran imponer, tiene ahí su base: problematizamos sin freno y buscamos claves no idóneas (racionales unas veces y existenciales otras) para el «fenómeno religioso». Aunque «la razón natural —lo escribe Simone Well en pleno siglo XX— aplicada a los misterios de la fe, produce la herejía» afirma Whitehead, muy fiado de sí mismo, que «religión es lo que el individuo hace de su propia soledad». Cuidado. Puede ser —debe ser— algo más la religión. Mucho más si reflexionamos que no se atiende una fe como se riegan las flores de invernadero, sino como se cultiva el campo «necesario». Desde el instante en que nos llene tal convencimiento ya la perplejidad desaparece y no puede contentarnos a los cristianos aquel Cristo emancipado de Dios, o ese Dios sin Cristo, o esta religión sin Dios, o ese otro cristianismo sin religión, sin Cristo y sin Dios... Cualquiera, en fin, de esas «adivinanzas» para trabar la lengua o trabucar las ideas que hoy, en estiaje religioso, se proponen para el desierto, lejos la fuente y el agua. No es ni siquiera honesto el «self governement» religioso. No se puede levantar una creencia en estricta soledad, en absoluta autonomía, en frívolo robinsonismo. Es colocarse en «off-side». O es enloquecer.

Pero uno se preocupa aún más al considerar que el drama del cristiano de hoy se potencia en el sacerdote. Está en el vértice entre la espuma alborotada; vive de lleno la encrucijada. Entonces, puesto que está para ayudarnos, ¿no habrá que ayudarle a él? Porque —seamos sinceros— abundamos en la crítica y en la censura de las diversas reacciones de los eclesiásticos y muchas veces lo hacemos sin piedad. Cierto que las actitudes de los curas de ahora son diversas y en ocasiones contradictorias e incluso desconcertantes, pero ¿vamos por eso a agregar estopa al fuego? Están, sí, los que dolorosamente abdican o se van; más prudentes los que quieren «salvar lo esencial» (¿dónde empieza y dónde termina lo esencial?) y abocan, perdido el «sabor de la sal» a una teología aguada, rebajada, inoperante. Luego los impacientes —yo diría nerviosos y temerosos más que audaces—, agarrados al mástil de un temporalismo a ultranza ante la sospecha de que únicamente así puede justificarse la bandera. Y los tachados de antiguos por viejos o de viejos por antiguos, abroquelados, recelosos y a la defensiva. También, afortunadamente, los que no desalientan y conservan la frescura de espíritu; los incesantes en la imaginación y en el empeño; los que no olvidan que la nave de Pedro es también roca; los que saben que el oleaje a babor y a estribor exige la brújula que asegura rumbo y ruta.

En cualquier caso, el cristiano es un «no instalado». Lo es casi por definición y, entonces, sus dificultades exigen un tratamiento sereno. Pero serenidad de urgencia, atenta a la apelación ferviente de la Verdad y no a la exhaustiva, y a veces masoquista, exposición de problemáticas sin fin. Sirve, por supuesto, a todos, recordar que sólo una parte de verdad emerge del iceberg del misterio que somos y del que formamos parte. Pero que, sin embargo, como hacia notar Ortega y Gasset al pensar en Dios, «nos queda el borde de la herida de su Ausencia». ¿Haremos del Ausente un expulsado? ¿Exiliaremos de nuestra Cultura y de nuestro Mundo a quien, liberalmente, para no obligarnos, prefiere la velada presencia constante, que no cesa, a la inexorable manifestación explícita?

Frente a los que piden «señales», y «anticipos», y «créditos» y «seguridades» al Cristianismo, tienen que seguir aleccionándonos, defendiéndonos, pastoreándonos los sacerdotes. Misión difícil, pero indeclinable. No se esperan de ellos específicas promesas de solución para los problemas. Se espera de ellos, ante todo que nos devuelvan la conciencia de la necesidad de Dios. Son ministros de lo necesario. Lo más triste en los sacerdotes sería la falta de confianza en su expreso cometido, la duda de la propia misión y de la propia razón de ser. Siempre se oyó aquella exclamación irresponsable: «Un cura, ¿para qué?» Lo peor que puede ocurrir es que la pregunta sea algún día formulada precisamente, por un cura.