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LA PROSA

Juan Pasquau Guerrero

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948

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Algunos querrían que los poetas y los literatos y los artistas en ge­neral, deshumanizaran su condición, se desustantivizaran por decirlo así, despojándose de la primigenia categoría de vivientes,—vivientes con todas sus consecuencias—, desentendiéndose de la gravedad de personas, para ser sólo poetas, literatos o artistas—fantasmas sutiles, súbditos de la Quimera, pobladores de la Niebla. Con más o menos dosis de ingenuidad se desconciertan ciertas gentes al advertir detalles vulgares en la vida corriente de los genios, de los grandes hombres. Creen a lo mejor, que por el hecho de escribir versos está obligado el poeta a vivir en verso, como si la vida, con todas sus consecuencias, como dejamos dicho, no pudiese reclamar sus fueros en quien se ha sentido huésped de la inspiración. Verdaderamente no puede haber santos sin peana: la prosa es el plano normal de la existencia, del que emerge la poesía no como una réplica sino como una superación. Porque si las montañas «no se tienen en el aire» antes al contrario presuponen la existencia de un terreno sedimentado que le sirva de base de sustentación, ¿por qué creer que la poesía, que es la altura nevada —de pureza— de la personalidad, puede bastarse a sí, sin la previa ordenación en el poeta de lo cotidiano, de lo vulgar, de lo «lla­no»? El artista, por ser tal, no deja de ser hombre, ni siquiera es un hombre distinto de los demás. Lo que sucede en el artista —llámese poeta, músico, pintor— es que además de ser hombre, además de pen­sar y sentir y desear como los demás, tiene el don maravilloso, el sexto sentido de la visión artística. Pero nótese que no es una facultad que anula a las demás, sino una perfección que permite una apre­ciación más amplia, sutil y generosa de las cosas.

Hay un prurito de idealizar realidades que de por sí no son su­sceptibles de idealización sino, cuando menos, parcialmente y bajo ciertos aspectos. Cuando medimos la persona del artista sirviéndonos de su obra, erramos al proyectar los reflectores luminosos de la poesía sobre ciertos matices de la personalidad que, en el complejo humano, caen al lado puramente prosaico, en la vertiente del barro. Es ridículo el afán de sublimar muchas cosas que son prosaicas y que no pueden ser sino prosaicas. La prosa es necesaria y, precisamente, necesaria co­mo tal.

Recuerdo ahora el caso de un enamorado; había idealizado tanto este enamorado a su ídolo que quedó desilusionado —y hasta desenga­ñado— un día al ver como la dama de sus ensueños, engullía con apetito unas magníficas chuletas de ternera. Por lo visto creía el hom­bre que las bellas, por el hecho de ser bellas, tienen concedida bula contra las exigencias de la fisiología. Él se había acostumbrado a pen­sar que aquella boca —«una granada a medio abrir» como la de la esposa del Cantar— había sido creada exclusivamente con vistas al be­so. Y no recordaba que aquellos dientes —que él llamaba piñoncitos— servían, además de para decorar una sonrisa, para cortar, desgarrar y triturar los alimentos.

Pues bien, los artistas no son entes ideales. Conviene no olvidar que tienen en su personalidad una extensa zona idónea para lo vulgar: campos de alfalfa que en nada recuerdan la suntuosidad del arbolado. Precisamente la cursilería aparece, como un error de aclimatación, cuando queremos forzar el cultivo de lo sublime en las latitudes de la personalidad sólo aptas para la floración de éstos jaramagos humildes de lo vulgar, de lo anónimo, de lo mecánico. Cuando oímos o vemos a determinadas clases de hombres que se empeñan en hablar de la misma manera que escriben, que nunca se despojan del empaque re­tórico, que en confianza se expresan igual que en la cátedra, pensamos inmediatamente que son unos majaderos. Porque lo mismo que sería estúpido ir con olivos a la Groenlandia, por ejemplo, resulta cursi lle­var la poesía a lo que es lugar acotado para la prosa.

El hombre no es un ser amazacotado, hecho de uniformidad. Unas veces habrá que soñar y otras, claro es, será necesario estar despiertos. Y si renunciar a soñar es grosero, torpe, villano, renunciar a despertar sería imposible. Bueno es que el artista para darse a las Mu­sas esté a cubierto antes de sus necesidades ordinarias, tenga asigna­das una buena ración de prosa... Sucede que los hambrientos hablan más de la comida no porque le guste más comer, sino porque no co­men. ¿Por qué no inclinarse a pensar, pues, que el artista, para hacer poesía, ha de tener, antes, satisfecho el presupuesto de prosaísmo que la vida reclama de todo hombre, siempre y cada día?