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EMILIANO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 15 de agosto de 1959

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La primavera llega sorbo a sorbito. Coqueteando. Provocativa, de azul y de sol, un día; airada, hirsuta —nubosa, ventosa y lluviosa— al siguiente, ¡Si lo sabría él!... Sí, con sus cuarenta añazos encima. Ni esas jornadas esplén­didas que trae en su muestrario febrero, ni las horas que para tentación y regodeo de las margaritas, entre chubasco y chu­basco, exhibe marzo, ni aun las mañanitas que abril —ya desasido de las pinzas del invierno— se gasta, le impresionaban a él. Porque, a Emiliano, la edad le había en­señado a desconfiar... Y si el tiempo o la estación hacían cabriolas, ¿por qué había dé hacerlas él? Gabán hasta primeros de abril; gabardina todo el mes de abril; y en mayo..., en mayo, Dios dirá. Este era su lema.

—Pero, ¿dónde vas, Emiliano, con gabán en un día como éste?

—¡Qué quieres! Estamos en marzo. Yo soy un hombre formal.

En la pequeña ciudad todo el mundo salía a "cuerpo gentil", estimulado por las mañanas soleadas, para esperar la prima­vera. Porque habían llegado ya, azoradas y musicales, las golondrinas, y porque el cielo era de un azul casi cobalto, casi cur­si. Pero luego, al atardecer, bajaban el termómetro y el barómetro y Emiliano se sonreía.

—Ahora sí, ahora sí —exclamaban Ju­bilosas, enredadas del brazo, las mucha­chas el día veintitantos de abril, ante la espléndida eclosión del ansiado "día per­fecto". Habían roto, ellas, la crisálida del abrigo y lucían —mariposas—, casi sin ta­pujos, la verdad de sus veinte años.

Hasta que aparecía Emiliano, con ga­bardina, por la acera de enfrente.

—¿Dónde irá Emiliano con su gabardi­na con este día?

Era un mal síntoma. Era un jarro de agua fría a la primavera en ciernes. A eso de las cinco, el cielo comenzaba a encapo­tarse y el cuarentón estúpido se sonreía.

o O o

¡Si lo sabrá él!... Hoy —doce, quince, diecisiete de mayo— ha madurado al fin, ha cuajado, el buen tiempo. No se trata hoy de ninguna probatura, de ningún en­sayo. Es que, después de tanto intento vano, la meteorología, en prodigio de equi­librios, ha sazonado —sin írsele la mano en nada—, con las especies precisas, la suculencia primaveral. Emiliano, sin lugar a equívocos, lo sabe, lo adivina —y es quizá, su secreto— en ciertas infalibles se­ñales del cielo y del aire...

Tempranito se ha levantado Emiliano. Ha hecho una profunda inspiración al aso­marse a la ventana de su dormitorio. Un efluvio juguetón se le ha colado, travieso, a los últimos aposentos del alma.

—Canta, Emiliano, hombre, ¡canta! —se ha pedido a sí mismo.

Y la canción —un vals flordelisado que se bailaba allá por sus veinte años— le ha servido de columpio. El columpio tiene de bueno que nos escamotea, que pone tram­pas risueñas a nuestro centro de grave­dad. (¿Veinte años? ¿Cuarenta? ¡Qué más da, Emiliano, qué más da! Estupendo mecedor el de la canción, con el trofeo del tiempo evocado, reconquistado, en el pico. Dulce columpio, sí. ¡Zas, zas!... Veinte por acá.... cuarenta por allá... Y mientras, en tu mejilla, la máquina de afeitar: ¡ras!, ¡ras!)


Bueno, bueno; del armario, natural­mente, ha tomado el hombre el más im­pecable de sus ternos y ha salido a la calle ¡sin gabardina! Día triunfal. Las jovencitas le han saludado con "la mejor de sus sonrisas" y algunos caballeros, creo, le han cedido la derecha:

—Ya de primavera, ¿eh, don Emiliano?

—-¡Qué tiempo, Emiliano, qué tiempo!

Es lo suficientemente pequeña la ciudad en que él vive para que la noticia haya corrido como la pólvora,

—¿Os enterasteis? Ya no hay que te­mer retrocesos. Emiliano ha salido sin gabardina.

—No es probable que la gripe continúe. Ya os habrán informado de la novedad. Ha salido a cuerpo Emiliano.

Va pensándolo por la calle. A él no le pesa nada. Al contrario. Va diciéndose que "toda vida sumergida en la primavera ex­perimenta...". Justamente, "toda vida su­mergida en la primavera —se repite con regocijo— experimenta un empuje hacia arriba igual a...". Son cuarenta primave­ras, ¡caramba!, que le levantan, que le aúpan, que hacen flotar ingrávida y exultante a su existencia.

Las hojas verdes de las acacias, plan­tadas junto a la calzada, se lo insinúan:

—No es tarde, Emiliano, no es tarde.

Se lo reiteran las rosas florecidas del Jardincito municipal:

—¡Que va a ser tarde! Emiliano, ¡ánimo!

Se palpa Emiliano los costados, se ob­serva de reojo en las lunas de los escapa­rates. ¡Sin gabardina! ¡Salió sin gabar­dina! Y pisa firme, camina decidido, lleva alta la mirada, en actitud de abordar de tú a tú a la mismísima primavera. ¿No ha quedado en casa, en un rincón, en­cerrado bajo llave, el triste invierno? Y...

—Eres un tuno, hombre —se va came­lando a su misma alma, mientras siente en los ojos la comezón del guiño picaresco.

A derecha y a izquierda, las niñas re­trecheras. ¡Vaya!, ¡que dentro de su cora­zón algo se azucara, algo se almibara, algo se ha contagiado de la matizada lum­bre jocunda de los arreboles.

Sólo que ya anochecido, cuando regre­sas a tu domicilio, de la oscuridad de una calleja han surgido dos hombres. ¿Verdad que no te gusta el aspecto que traen, Emi­liano?

Dos hombres con gabardina. Con gabar­dina en un día como éste. Con gabardina y con sombrero. Con sombrero y casi em­bozados. ¿Cómo no huyes, Emiliano?

Dos hombres que se te acercan. Y uno —el más bajo—que sin pizca de educa­ción va y te dice:

—Queríamos su cartera, niño. Conque... ¡Tu cartera!

—¿Mi cartera? Pero si...

Y en tus bolsillos, Emiliano —¡oh fata­lidad!—, sólo encuentran el botón de una rosa.

La pisotean, claro está, después de sol­tar dos tacos y medio. No faltaba más.
—Pero si... ,

¡Je, je! ¿Emiliano?...: Has salido ileso. Cuando has llegado a casa, vas, nada más, ruborizado. Calleja abajo se pierden, en­tre risotadas, las dos últimas gabardinas —sucias— de la primavera.