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FERNANDO GALLEGO

Juan Pasquau Guerrero

en SAFA. nº 17. Septiembre-octubre de 1962

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No hay puestos pequeños en las obras grandes. Las obras grandes tienen, precisamente, esta señal: no dependen de un hombre solo, ni de un grupo selecto. Más bien, su importancia (“Dios –dice el texto evangélico- sopla donde quiere”) se eleva y se eleva a partir de cimientos en apariencia despreciables. Para confusión de los soberbios, Dios busca a veces, entre los humildes, a sus “imprescindibles”.

Por eso hoy en esta sección, queremos hablar de un hombre humilde de la SAFA, es decir, de un hombre grande de las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia. Es Fernando Gallego... ¿Quién es Fernando Gallego? ¡Ah!, pues Fernando es el portero. El portero que fue, durante veinte años, de nuestra casa de Úbeda. Porque su aportación humana y generosa a la Institución es, de verdad, meritísima e incalculable.

No le buscó, probablemente, nadie. Y no hizo, es seguro, ninguna “oposición”. Fue, nada más, que un día, allá en enero de 1941, Fernando se presentó al P. Villoslada que por entonces acababa de inaugurar las Escuelas de Úbeda. Fernando era... “Fernando el del Casino”. Había servido –servir, verbo egregio- durante bastantes años, de conserje en un casino de la ciudad. Su afán solícito, su deseo de complacer, eran proverbiales. Se le llamaba –y se le llama aún- “Fernando hijo mío”, porque a todos, a todos, chicos y grandes, saludaba con este apelativo afable y entrañable: “hijo mío”. Todos los ubetenses y, por supuesto, todos los miembros de nuestras Escuelas (Padres, Profesores, Alumnos) han sido llamados alguna vez “hijo mío” por Fernando...

Fernando se presentó al P. Villoslada con la credencial de su sonrisa iluminada de bondad. Y fue al punto admitido como portero. ¡Dios, qué grande, qué iluminado, qué ancho el quehacer de un portero! ¿Creéis que la obligación de un portero es... abrir y cerrar la puerta? ¡Ah, depende de cómo se abra o se cierre la puerta! ¡Depende del hombre –del corazón y de la mente del hombre- que cierra y abre la puerta! Luego, este quehacer elemental se complica, se ramifica, se extiende. Luego, sucede que el portero, sin salir de su modestia, sin abdicar de su humildad, pone su alma, toda su alma, en el oficio. Y entonces el oficio es una misión. Y la misión es un apostolado. El proceso evolutivo, en virtud del cual Fernando, sin dejar de ser portero, se convirtió en institución –institución dentro de la Institución-. Es difícil de explicar. Es complejo. Y es... maravilloso.

Hay que conocer a Fernando personalmente para comprender esto. Hay que haberle hablado, que haber sido testigo de su conversación, de su gracia inimitable, de su sabiduría (de su sabiduría de la buena, a despecho de su ingenuidad... de la buena), de su talento natural, de su astucia (“sed sencillos como palomas y astutos como serpientes”), y hasta de su erudición. De su erudición porque Fernando, con una memoria prodigiosa, asimilaba todo cuanto oía y pocos como él han nutrido nuestro conocimiento de historias añejas y de datos curiosísimos de la historia de Úbeda.

Pero todo esto hubiera sido inútil sin su bondad. La bondad es cosa sencilla. Fernando siempre ha sido bueno, sin estudiar demasiado para bueno. Digo esto porque, en muchas ocasiones, hacemos de la bondad una especie de asignatura, cuando ella surge como agua limpia del corazón. La humildad no es producto de ningún laboratorio, sino, sencillamente, de la verdad: “la verdad es la humildad”, que decía Santa Teresa. Del temor de Dios, que hace su morada en las almas sin laberinto, nace la bondad. Fernando Gallego ha sido siempre el hombre bueno al que quizá hubo que reprochar en ocasiones su misma condescendencia. Pero si esta condescendencia nace también del amor, de la caridad, del deseo de servir –servir a todos-, del afán de comprender...

Ahora Fernando Gallego, ilustre portero jubilado de las Escuelas, está un poco disminuido de facultades. Pero su corazón sigue a punto. Lo veréis caminar lento, inclinado, trémulo, apoyado en su bastón. Adelanta unos pasos y se detiene prodigando sonrisas y adioses. Vuelve a caminar y torna a detenerse para mirar a través de sus gafas de alambre, a cualquier transeúnte –viejo, joven, humilde o distinguido- a quien imparte su saludo, “hijo mío”, con su bendición...