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MOLIÈRE Y DON JUAN

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 3, núm. 35, noviembre de 1952

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Es curioso y sabroso el «caso» de Don Juan. Un tipo, bastante indecente por lo que se ve, que Tirso de Molina arrojó a la voracidad literaria... Cada adaptador ha aderezado a su modo al Tenorio con una salsa diferente: cada uno se lo ha comido con su pan...

Y, ¡cómo han jugado todas las literaturas con las postrimerías de Don Juan! Soluciones, claro, para todos los gustos. Si el fraile de la Merced condenó al infierno, como era su obligación, al Burlador, vendría luego la clásica división de opiniones sobre el destino del alma de este hombre. Se hizo, claro, mucha teología de baratillo alrededor de esto. no puede ser más pintoresca, a este respecto, la solución de nuestro Don José Zorrilla... ¡Cuánto tuvo que sudar el poeta para encontrarla! Católico y tal, el vate de Valladolid no podía salvar a su héroe así como así después de haber relatado sus legendarias e impenitentes barrabasadas. De otra parte, español y tal, no podía Don José —aunque fuese sólo por patriotismo (?)— lanzar al infierno a un tipo tan racial... La componenda, no pudo ser más graciosa: muere doña Inés y Dios decide el «depósito» de su alma, aplazando su juicio particular hasta ver que pasa. Tan bueno es Dios que Zorrilla se decide hacerle «bonachón», convirtiéndole un poco en cómplice de la inefable novicia... Pero mucha más «manga ancha» demuestra el Señor cuando, estoqueado y muerto Don Juan por Centellas, accede también a llevar el alma del Burlador al panteón de su amante, presionando, poco más o menos, a la Justicia del Padre, para que espere a pronunciarse, unos cinco minutos... La entrevista de los dos muertos con su «punto de contrición» y todo —para que no se diga que Zorrilla desconocía la Moral y la Teología— es decisiva y la cosa concluye, como era de esperar, con una apoteosis de rosas... supuesto que no puede concluir en boda. Ya no faltaba sino subtitular a «Don Juan» como drama religioso y Zorrilla, alegremente —católico y español, no faltaba más—, lo hizo. Y todo el mundo, tan contento. El «chauvinismo» patriotero de la obra, estaba logrado.

Yo creo —y hasta quisiera pedir perdón por esto que voy a decir— que fue Molière quien ha dado la más lógica interpretación del Tenorio. No importa que Molière sea francés y que no estuviese demasiado enterado de la psicología racial del tipo. Aparte de que el estar demasiado enterado de algo representa un inconveniente a la hora de hacer el oportuno juicio, me parece que Don Juan no tiene como el trigo, como la vid o como el olivo, una latitud más o menos septentrional por encima de cuyo límite su producción resulte imposible. Don Juan también pudo haber nacido en Chartres. Hasta de Manchester pudo ser el Tenorio. Ni siquiera hay razón de peso para que Estocolmo no hubiera podido reputarse como la patria del famoso conquistador...

Pues bien: creo que Molière procedió con mucha lógica cuando hizo de Don Juan un redomado hipócrita. Se han hecho bastantes comentarios indignadísimos alrededor de esta «salida» del comediógrafo francés. ¿No era Don Juan Tenorio, al fin y al cabo, un caballero? Pues, entonces, ¿cómo Molière achicó su figura hasta el punto de presentarle como un tartufo solapado? Hay que reconocer, claro, en tales comentaristas que se rasgan las vestiduras, otro criterio descocadamente bonachón, repetimos la palabra. Como cuando después de poner a alguien de vuelta y media —de sinvergüenza en adelante— decimos al final que «en el fondo es buena persona», así los «hinchas» donjuanistas encuentran para el burlador, siempre, una suprema instancia de perdón en gracia a su generosidad...

Molière, prefiere no quedarse a mitad del camino. Puesto a trazar la psicología reprobable del burlador, no vacila en cargar las tintas. Si Don Juan mata, engaña y viola, ¿qué motivos existen para que Don Juan, también, adopte en su momento el partido de la hipocresía, sopesadas las ventajas que para su oficio puede representar tal ardid? No repugna, me parece, a la naturaleza que un engañador profesional recurra a la hipocresía, simulando un arrepentimiento del que espera pingües beneficios. Lo extraño en Tenorio es engañar a pecho descubierto. ¿Es que hay quien engañe a pecho descubierto, esto es, quien engañe sin mentira? «Sólo la hipocresía es un vicio privilegiado que goza de completa inmunidad», dice el Don Juan de Molière a su criado... Y, ¿no es la inmunidad —y la impunidad— lo que busca Don Juan para sus desafueros; inmunidad para los castigos de la Tierra y del Cielo? Las baladronadas características del Burlador son, asimismo, terreno abonado, aunque a primera vista no lo parezca, para la hipocresía. Un fanfarrón es un hipócrita barroco. Barroco, pero hipócrita. O hipócrita, por barroco...

Molière, siguiendo en esto a Tirso, se imagina a Don Juan Tenorio, «de patitas» en el infierno. Renuncia a la teología de «baratillo» de Zorrilla, bien asido él, al sentido común. «Con su muerte —dice Riselo— todo se satisface: el cielo ofendido, la ley atropellada, mujeres seducidas...»

¿Pudo Don Juan a pesar de todo haberse salvado? Claro que sí... Pero si no se salvó, ¿qué culpa tiene Molière? Dejo a Don Juan arrebatado, abrasado de la mano del Comendador en mitad de la escena, sin traspasar, como nuestro Zorrilla, las bambalinas de la Eternidad, a fin de obtener —el público levantado de los asientos ya— una rectificación del Autor, una revocación de los decretos de Dios...