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RETABLO DE NAVIDAD

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 8, núm. 93, noviembre y diciembre de 1957

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Es cruda la vida y, a sus paredes desnudas, superponemos siempre los retablos, como aderezos ortopédicos que palien su índole desolada. Rara vez somos capaces de desvestir la vida. Realmente, lo que se ve de ella, es puro artificio, puro esfuerzo barroco por disimular lo que en la misma hay de lisa e imponente verdad... ¿Llamamos «retablos» a las diversiones? ¿Decimos, entonces, que encandilarse, enamorarse o dejarse seducir por esa multiplicidad de cosas amables que hay en el mundo es, nada más, embobarse ante un retablo: ante madera pintada y dorada que simula una realidad que no existe?

Pero hay retablos que también hablan de verdades, que tratan de acentuar verdades que, de otra forma, se mimetizarían en la opaca fluencia, en el devenir incoloro. Tal, el retablo de la Navidad. La fiesta de la Navidad se diferencia de las demás en que, precisamente, es religiosa. Las otras fiestas –más o menos frívolas– son una fuga: fuga orlada de relieves moldurados de insinceridad, plasmados en escayolescos adornos de placer efímero e ilusión sin brújula. Cuando nos divertimos profanamente sabemos que rizamos sucesos que de naturaleza son lacios; tenemos conciencia de que ponemos espirales de fuego, donde únicamente se alzan volutas de humo. Y hacemos imágenes polícromas de los troncos secos y deformes. La Navidad, en cambio, para levantar su mágico tinglado, su prodigioso embeleso –embeleso, que no embeleco– no emplea mano de obra de mentiras, sino sugerencias de amor y pureza. Amor, ingenuidad y pureza recién brotados, sin contaminación posible...

Pero basta de introducción. Elijamos algunas figuras del retablo de Navidad. Profundicemos, si preciso fuera, en su significado aparentemente quieto. Es nuestro pobre aportación al Belén para cuyo exorno, ¡ay!, hoy apenas sirven nuestras manos: antiguas manos, acarreadoras de musgo en los días ya distantes de la infancia; torpes manos para la zambomba que –quien sabe si náufragas– se aferran a la pluma.



El Niño Jesús

En el centro del retablo de Navidad, el Niño Jesús. El Niño Jesús que es tanto como decir Dios disimulado.

Las antiguas teogonías, predicaban al dios terrible, cuando no al dios irrisorio. Dios exigiendo sacrificios crueles y sangrientos –Moloch sombrío– o dios ridículo enamorado, carnalmente enamorado, de una vice-diosa de catalogación incierta: Zeus celoso, Dionisios caprino o Marte turbado y turbulento...

El judaísmo trajo la verdad; la creencia en un dios antes sólo caricaturizado –desmesurado en hipertrofias míticas o minimizado en naturismos febles–, dándonos a conocer la Revelación de la fisonomía casi exacta de la divinidad. Frente a la antropomorfia helénica: dios mezclado con el hombre, tejiendo sus pasiones y sus miserias junto a las miserias y pasiones del hombre, o frente a las religiones orientales: dios distante o inaccesible, hierático entre sombras y custodiado de enigmas..., el hebraísmo ofrece la versión del Dios personal, providente de su obra, no mezclado al hombre sino al hombre unido; no disputando presas de amor a los faunos entre los bosques del deseo, sino dando participación de Amor a los seres y a las cosas en el concierto de la Creación.

Pero diríase que Dios –el auténtico Dios del Sinaí y de las Tablas de la Ley– es obstaculizado en su designio, y que el hilo de la comunicación que le une a la Humanidad se oculta entre malezas y espinos. Desde los días de Adán arrojado del Paraíso, el Plan divino ha sido dislocado por el hombre. (El hombre, siempre, como deseoso de que Dios no pise firme sobre la Tierra pantanosa de miserias, con légamo sucio de reincidentes paganismos superpuestos...) Dios tiene que corregir, pues, la plana emborronada por sus criaturas. Para que la Humanidad fermente en luminoso tumulto de verdades, el Señor decide traer a la Tierra un germen nuevo e inapelable. Para que el fuego, en trance de sofocarse entre el lecho de cenizas inicie su fervor, es urgente un ascua encendida y maravillosa. El hombre había equivocado su camino y Él se DINA hacer la suprema añadidura de su Obra. Sublime añadidura porque el Señor junto a la “Ley” pone, en infinita prueba de Amor, el hecho de la “Redención”. Sublime porque superando la palabra “profetas”, surge en la Escritura la Palabra “Verbo Encarnado”. Y la Trinidad omnisciente se complace en su Gracia. Se complace de que en las márgenes infinitas de su poderío quepa el Misterio de un Dios eterno que nace; de un Dios que, en las entrañas virginales de una Mujer, quiere hacerse Niño.

¡Ay, Niño, disimulado entre las pajas del Pesebre! ¡Ay, Incendio, disfrazado de Pavesa! ¡Ay, Amor! Amor oculto, amor sin medida que va a transformar el destino del hombre y que ahora late invisible en el pecho de un reciennacido que tirita. ¡Ay, Verdad! Verdad que va a llenar la Historia y que ahora, sin palabras, se enreda inerme entre los balbuceos de un infante que llora...

Ver como el retablo de Navidad es verdad. Porque sobre la avasalladora realidad de Dios Eterno, Él ha querido colocar –para embeleso, para encantamiento nuestro– esta verdad chiquita, reluciente de oro, pintada de ingenuidades, moldurada de sutiles anécdotas. Dios ha colgado reposteros de candor en sus almenas. Dios ha tapizado de festival contento sus murallas. Dios ha arriado sus banderas y ha coronado de grímpolas leves sus mástiles supremos. Dios ha dejado crecer el musgo y las flores humildes en su Puente. Dios quiere un pulular de villancicos en sus estancias: en los sacros recintos que acordaron su ritmo a la “música de las esferas”.


A Belén, pastores

Repetidos una y otra vez en el retablo en ritornelo inagotable, poniendo su estribillo humanísimo a la plástica del Belén, he aquí las figuras de los pastores. Pastores sorprendidos por el anuncio del Ángel cuando en un paraje escondido –tras el mismo castillo de Herodes quizás– comen sus migas al amanecer. Pastores con su borreguito al hombro, por los caminos nevados de harina que llevan al Portal. Pastores que enarbolan su cayado ante el despiste del rebaño, no lejos del sendero donde José conduce al asnillo que cabalga María. Pastores atónitos, inclinados y trémulos, con la sonrisa de la plegaria en su tosco rostro de barro... Siempre Pastores. ¿Por qué?

¿Será porque el Mundo, el Demonio y la Carne –enemigos del Espíritu– han ido a lo largo de la Historia –y de las Civilizaciones– recamando de insinceridades, de astucias, de hipocresías y de casuismos el alma de los hombres? ¿Será que, por eso, sólo los pastores, tradicional símbolo de la humilde desnudez a flor de ánimo, son dignos del Mensaje inicialmente revelado a los limpios de corazón?

Sí. Pero además hay pastores, infinitos pastores, en el Nacimiento, porque la Religión que en Belén alborea va a exigir de todos sus adeptos una afincada, perenne, vocación extraña. No va a poder haber cristianos sin rebaño. Esto es, no va a poder haber cristianos que se nieguen a reducir al aprisco –a la razón de la Gracia de Jesucristo– toda la fauna más o menos turbia, más o menos dócil, de sus pasiones y de sus egoísmos. A Belén, sin rebaño sojuzgado por delante, no se puede llegar, cristianos. A Belén, sin la ofrenda de una oveja perdida y rescatada, no es digno acercarse. A Belén, sin almas ganadas para la verdad, ¿cómo atreverse? Al menos, nos dirijamos al Portal, hermanos, sin el regalo de una pasión montaraz vencida, domesticada y hecha afán para el Señor.


Melchor, Gaspar y Baltasar

Dijo Melchor, al Niño:

—Te traigo oro, Señor. Oro para tu poder, porque eres Rey. Oro que ponga fulgores en el reino de tu Doctrina. Esplendor que irradie nimbos coruscantes del centro de tus mandatos y de tus leyes. Te doy oro no porque tú lo necesites, sino porque lo necesitan los hombres. A los mortales les interesa la buena apariencia casi tanto como la buena verdad. Oro para tus templos es mi ofrenda, Rey. Los hombres suelen ser mezquinos y necios. Abandonarán tus aras si las encuentran desnudas. En nombre de ellos –pobres, al fin– acepta esta dádiva suntuaria para tu altar. Ya sé que otros obsequios te son más gratos. Dígnate esperarlos, Señor.

El Niño-Dios sonrió agradecido y, entonces, habló Gaspar.

—Yo, desde el Oriente lejano, traigo un homenaje de Incienso. Porque eres Dios y he querido para ti un aroma guardado, una casta fragancia escondida que sólo despliega su perfume entre las ascuas vivas. Así la oración, para el corazón hecha; así la plegaria, cuya epifanía está reservada al incentivo de fuego del Amor.

Otra vez el rostro del Divino Infante se iluminó de sonrisas, y llegó el turno de Baltasar.

—Par ti, mi mirra. Es la dedicación de una modestia hacia la humildad de Dios humanado. Te admirarán, Rey; te temerán, Dios, y sin embargo, te amarán Padre y Hermano. El hombre también va a poder llevar al altar, junto a los holocaustos votivos y los sacrificios imponentes, la nadería de sus renunciaciones mínimas: el óbolo pequeño de sus vencimientos cotidianos.

Y ante la sonrisa renovada del Niño, los Magos callaron. Callaron un largo rato y el silencio, sólo turbado por el resuello de la mula del Pesebre, se hacía cada vez más espeso. Melchor, Baltasar y Gaspar esperaban sumisos el milagro de unas palabras del Niño y el Niño, nada más sonreía.

Un poco desanimados los tres magnates abandonaron el Pesebre. Hubieran querido una recompensa visible porque eran humanos. Hubieran deseado una promesa de Eternidad como premio a su éxodo tras la estrella. Habían ambicionado un mensaje, una palpable luz nueva dentro de sus corazones. Pero sólo había sonreído. Sólo había sonreído el Niño Jesús...

Y aquí que, al regreso, súbitamente, el camello de Baltasar se detuvo junto a un regato y una brisa extraña agitó la barba mechada del sabio, mientras un fulgor radiante brotaba de su mirada profunda hecha a penetrar hasta el fondo de los arcanos más hondos.

—¿Qué te sucede, Baltasar? — preguntó Melchor conturbado.

Y Gaspar, siempre solícito, descabalga ante la actitud rara, como enajenada, del viejo hombre que ha descifrado mil veces las claves inaccesibles del misterio.

Pero Baltasar habla:

—Ya he adivinado la recompensa. Ha sido un viento en mi cerebro: un viento que me ha traído ya madura, dehiscente, casi abierta, la respuesta. ¿No preguntabais por el Mensaje? ¿No esperabais el premio, la correspondencia de Dios a nuestra desvelada ansia de encontrarle? Yo ya lo sé. Él me lo ha inspirado.

Sonrió, un poco escéptico, Gaspar el númida; y concluyó Baltasar, el anciano de barba mechada:

—Nuestra recompensa va a ser, por los siglos de los siglos, la de ser depositarios de la primera ilusión –la más cara– de los niños de todo el mundo.

No entendieron ni Gaspar ni Melchor y, el hombre de mirada profunda, hecha para penetrar hasta el fondo de los misterios más hondos, tuvo que insistir:

—El Señor nos concede la mejor parcela de su Reino. Nos encomienda al mundo de la Infancia. Dios sonreía en el pesebre porque al vernos pensaba en la Alegría de los niños que, gracias a nosotros, soñarían cada año que la mejor ilusión es verdad. ¿No veis que frente al mundo de los niños está el de los hombres enfatuados de soberbia que llegará en su miseria a creer que la mejor Verdad es Ilusión? Nuestra recompensa es acariciar las frentes en las que aún anida la Fantasía en medio de un mundo sin Razón que se vuelve loco de sus razones. Seremos los eternos remuneradores de la inocencia. Concederemos cada noche de Reyes primas de poesía al candor.

Y la mirada enternecida de los Tres Magos se alzó sobre las colinas, como buscando en doradas lejanías los últimos horizontes de la Historia.