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ESPÍRITU DE DICIEMBRE

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 15 de diciembre de 1961

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Diciembre congrega. El invierno pone en trance de cohesión a los hombres. En el fondo de diciembre está el telón de la Navidad, buen paisaje para la cordialidad, por lo menos para la cordialidad. Ahora, en la segunda decena del mes comienza el «hinterland» navideño. Es la misma sensación gozosa que se experimenta al entrar en los alrededores de una ciudad querida, al regreso de un largo viaje. La misma porque, al fin y al cabo, el tren de nuestra vida (asmático a veces, expedito otras), se detiene –casi parada y fonda– en los días que se aproximan para «repostar» ilusiones y esperanzas.

Este paisaje familiar de diciembre, –todos en diciembre nos citamos con nuestra infancia– es confortador y estimulante Nos desentendemos fácilmente de la sugerencia del paisaje físico: de los árboles desnudos, de las tierras ocres carentes de verdor, de la niebla, de la lluvia; de la tristeza que dicen trae aparejada el invierno. Nos desentendemos de todo eso porque hay otro diciembre exultante, contradictorio. Un diciembre que trae al espíritu una auténtica primavera, que florece en fragancias escondidas. Primer aldabonazo, «El día de la Madre». Empezamos a abrir nuestra puerta, la puerta de nuestra intimidad. La abrimos, al fin, de par en par. Buena cosa, esta de abrir la puerta. ¿No la tenemos casi todo el año cerrada? La puerta cerrada delata que no estamos en casa o que no queremos recibir. Justamente. El egoísmo no es sino puerta cerrada por reclusión de nuestra vida en el reducto oscuro. O por abandono de nuestra personalidad llevados por la búsqueda afanosa, urgente, de lo exterior. En verdad ambas cosas, sustraernos por completo a los demás y abandonar lo íntimo en aras de la dudosa «granjería» que de la diversión esperamos, implican idéntico estado precario de ánimo. Lo mejor es estar en casa, sí, pero con la puerta abierta. En ello probablemente radica la generosidad. Ser nosotros mismos, íntegramente nosotros mismos, sin que temamos al comercio con los demás, sin que nos dañe la luz que de fuera nos llega. Darnos a los demás, pero sin dejar apagado el propio hogar.

Diciembre, con la Navidad al fondo, es un lírico revulsivo que a todos nos acerca. Pero, además, cada uno, al llegar estos días, se advierte más amigo de sí mismo. Es estupendo sentirnos amigos de nosotros mismos: comulgar con lo más antiguo y noble que en el propio ser existe. Es, desde luego, la premisa primera para sentirse amigo de todo cuanto nos rodea. La envidia, más que tristeza del bien ajeno, es tristeza dela infecundidad propia. Tristeza que, de rechazo, arremete con cuanto advierte entorno. Tristeza que siente vergüenza de constatar el páramo interior y que por eso se afana en negar la posible calidad ubérrima del prójimo. Invierno empeñado en desmentir la Primavera. Y por eso el egoísmo que, a primera vista, resulta algo así como una apología que de nosotros mismos hacemos no es, en resumidas cuentas, sino la confesión de una impotencia. (Los frutos de envoltura más espesa y resistente suelen ser los que no guardan almendra dentro. El grosor del epicarpio es vergüenza con que se disimula y cela la nuez vacía, la nuez podrida…)

Diciembre, claro está, nos invita al hallazgo de nuestra riqueza interior, promueve la epifanía de nuestra recóndita primavera. Para el espíritu es el menos invernal de los meses del año. En contacto con nuestra insobornable intimidad advertimos, en diciembre, que lo que nos une a los hombres es mucho más vigoroso, valioso y fuerte que lo que nos separa. Lo que puede unirnos es el bien, porque todas las virtudes son hermanas. Lo que nos desune es el mal, porque todos los vicios son enemigos los unos de los otros. Lo que ocurre es que el mal está afuera, y que para encontrar el bien que nos hermana hay que cavar hondo.