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Úbeda

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LOS MAITINES EN EL CIELO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 19 de diciembre de 1958

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San Juan de la Cruz murió en Úbeda el 14 de diciembre de 1591. Desde Úbeda escribo yo ahora en una desolada noche decembrina. «Llueve dulcemente sobre la ciudad»; el recuerdo de Rimbaud es inevitable. Después de Rimbaud, Verlaine: «Para un tedioso afán, ¡oh, el son de lloviznar!...» Y, sin embargo, no es a Rimbaud, no es a Verlaine, no es a ningún parnasiano directo o colateral a quien quiere evocar esta lluvia, este mutismo de la ciudad sin luna, este silencio de la ciudad callada, de la ciudad doliente. No sé cómo me atrevo a seguir... Porque es que el misterio de la desolada noche ubetense tiene un duende. Y ese duende se llama San Juan de la Cruz.

En una noche oscura
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada
a escuras y segura
por la secreta escala disfrazada.

Lejana, entre la niebla, la campanita del convento de Carmelitas de Úbeda llama a maitines. No sé cómo me atrevo a seguir, porque ya mis palabras se atascan en su torpeza de barro mientras la noche toda se eriza de sutiles, trementes agujas de luz.

Oh, noche, que guiaste,
oh, noche amable más que la alborada,
oh, noche, que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada.

Cuando, hace trescientos sesenta y siete años, el 14 de diciembre de 1591, en una noche como ésta, tañía la campanita del convento de descalzos, en Úbeda, un milagroso globo de fuego descendía sobre la cabeza de Juan de Yepes, ante el pasmo de la Comunidad que rodeaba, devota, con candelas encendidas, la celda mortuoria. Y Juan de Yepes, preguntó:

—¿A qué tocan?

—A maitines —le respondieron.

Y Juan de Yepes:

—Me voy a cantar los maitines en el Cielo.

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado
cesó todo y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

______________________


¿Cuántos años ha estado San Juan de la Cruz adelgazando sus pensamientos para Dios? Porque «más vale un pensamiento que todo el mundo». Y, «sólo Dios es digno de él, porque cualquier pensamiento del hombre que no se tenga en Dios, se lo hurtamos». ¿Cuántos años ha vivido San Juan de la Cruz afilando la punta de todas las lágrimas y tornasolando el color de todos los conceptos y rizando el significado de todos los vocablos hasta hacerlos aptos para el menester místico? La «Noche Oscura» es un fulgor de metáforas, como luciérnagas, en la tenebrosidad expectante de auroras. El «Cántico Espiritual» es un tejido de anhelos desbocados, de lirismos sin rienda, brillante de ansias, balbuciente en congojas, candente de esperanzas. La poesía del frailecico —«medio fraile» le había llamado en un principio Teresa de Jesús— se vacía en expresiones humanísimas, sensibles, casi plásticas. Desciende de las cumbres místicas y al encarnarse en los nombres de las cosas, las cosas enamoradas se transfiguran, abandonan su perfil como un despojo y vuelan ellas mismas ya, ungidas por la gracia del carmelita, en asunción gloriosa a los cielos. No es que la poesía de Juan de Yepes sea «más de ángel que de hombre». Es más bien que Juan de Yepes enriquece el coro celestial con una voz humana...

Pero en el convento de «La Peñuela», no lejos de Sierra Morena, cuando se van a cumplir los cuarenta y nueve años de su vida, el cuerpo menguado del santo —¿ha comprendido alguna vez, de verdad, Juan de Yepes a su cuerpo?— está casi vencido. Ha llegado el momento en que, agotado, no puede ya servir de cabalgadura a su espiritu. O, quizá, es que la «llama de amor viva» de Juan de la Cruz ha chamuscado ya las últimas resistencias. O que, ebria del vino de la «interior bodega», la existencia del poeta se quiebra en delirios y saltan las cuerdas tensas de la caja de música de su alma. El hecho es que un atardecer de septiembre, cuando el sol, en trance de abdicación, vendimia la melancolía del ocaso, en un crepúsculo del declinante estío, Juan de Yepes advierte cómo el nudo extraño de su llama y de su cuerpo está próximo a deshacerse. Se siente el santo enfermo, en un barroco atardecer de colores dulcemente cansados, al tiempo que los sazonados, gloriosos, rezumantes racimos enseñan su voluptuosidad entre los pámpanos.

«Unas calenturillas», escribe el santo a doña Ana de Peñalosa. Y como La Peñuela constituye, a la sazón, un lugar despoblado e inhóspito, sus superiores le dan a elegir, para poder curarlas, entre Baeza y Úbeda. en las dos ciudades existen conventos de descalzos. Y Juan de la Cruz elige Úbeda... Un día, en una visión extática, había pedido: «Señor, padecer y ser despreciado por tu causa». Y, ¿no le ha mostrado siempre el superior de Úbeda, padre Crisóstomo, una animadversión marcadísima? Ocasión magnífica para que a la ascesis de su vida le sea otorgado este epifonema de incomprensión y de desprecio. El 28 de septiembre de 1591, Juan de Yepes, después de atravesar sobre un asnillo, asistido de un donado, los campos que separan La Peñuela de Úbeda, transpondrá, enfermo —incurable de la magna calentura de Dios que quema ahora también la vecindad abrasada de su cuerpo—, la puerta de su último convento.

¿Cuánto tiempo ha vivido Juan de la Cruz decantando poesías de sus pensamientos para hacerlos dignos de Dios? Una noche decembrina, el poeta halla, al fin, el definitivo consonante. En el «sprint» final hacia la meta suprema, la carne —flaca— ha quedado ineluctablemente rezagada. Y la «llama», liberada.

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Úbeda, desde entonces, alienta ungida por el espíritu del reformador del Carmelo. Porque se nos llevaron su cuerpo sin que las mismas disposiciones pontificias —el Breve de 15 de septiembre de 1596 desautoriza clarísimamente el «atentado piadoso»— bastaran a enmendar el yerro. Se nos llevaron su cuerpo. En Segovia, en la Fuencisla, está. Sólo un brazo y una pierna fueron devueltos como reliquias a Úbeda. Se conservan en una artística arqueta de plata, costeada por suscripción popular. Pero es su espíritu, repetimos, quien discrimina y ordena el paisaje interior de un pueblo, cuya fisonomía, modulada en clave sanjuanista, nadie —ni aún sus mismos habitantes si se lo propusieran— podrá cambiar.

Porque de Úbeda salió a cantar maitines en el Cielo el alma del Doctor Extático, en una «noche oscura». Salió «sin ser notada, estando ya su casa sosegada...»