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EN EL AÑO DE LA FE. LA CLAVE DEL AÑO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. Octubre de 1967

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«Me arrepiento, ¿qué más puede hacer un hombre?», arguye un personaje de Shakespeare. Shakespeare escribía en un siglo todavía de fe. Si hay fe tiene sentido el bien y consecuentemente, lo tienen también el arrepentimiento y el pecado. Entre otras cosas, la fe —la fe en Dios— supone una concepción del mundo, un planteamiento previo y universal ante cualquier problema. Hay, según la fe, un absoluto que se eleva sobre todos los relativismos; hay una Verdad que está siempre ahí, invariable, como una estrella. Entonces, el mundo y la historia se reducen a un esfuerzo de acomodación. En lo humano, si el esfuerzo es suficiente, resulta la virtud, viene el bien; si, por el contrario, el esfuerzo no se intenta, o perece en la demanda, surge el pecado y el mal triunfa. Pero el hombre pecador sabe que el bien está bien y que el mal está mal. Cuando se siente el mal como mal, viene el arrepentimiento. «Me arrepiento, ¿qué más puede hacer un hombre?», es decir, ¿qué más puede hacer un hombre que ha delinquido?

Naturalmente, el esquema varía de manera radical si se prescinde de la fe o la fe no actúa. Si no hay Dios, se ha destruido la clave del arco de la moral. Si no hay Dios, la lógica es un andamio mental y la injusticia una invención más o menos arbitraria. La historia contemporánea, ¿es la de una sociedad que ha perdido la estrella y no sabe por donde caminar? No hay motivo, si no se hace válida la referencia a un absoluto para dictaminar que una acción es más justa que otra, o mas encomiable que su opuesta. Es inútil sacarse de la manga una moral después que se ha dicho que «Dios ha muerto». Hasta parece irónico hablar de verdades si ignoramos qué es la Verdad. Si no «restauramos» a Dios, estamos condenados a una ética nómada, errante, pragmática, relativa, oportunista. Pero eso, ¿es ya ética? Ni la misma apelación kantiana al «imperativo categórico» pasa de simple sucedáneo... Si no existe una entidad esencial de la verdad, un patrón-oro, por decirlo así, del pensamiento, nuestras ideas no son sino aventuras y nuestros juicios no significan mas allá de fugitivas fosforescencias en la noche. Es el precio de la «muerte de Dios». «No existe Dios, todo está permitido», era el tema de la secta de los «assasinos» que gustaba recordar Federico Nietzsche.

Se dijo muchas veces: La primera consecuencia de la ausencia de la fe es la pérdida de los fundamentos morales. No obstante, veo preparada la objeción. En otros tiempos —se declara— la fe era inmensa, pero la moral era tan precaria, y aún más, que ahora. Es cierto que en nuestro tiempo disponemos de una moral, aunque empecemos a no tener fe. Pero esta moral actual, poca o mucha de que disponemos —cabría contestar a los objetantes—, ¿acaso no es resto de la moral antigua, de la engendrada por la fe religiosa? ¿No es que la moral sigue como costumbre, como inercia, de la misma manera que durante algún tiempo sigue girando la rueda después que se ha parado el motor? ¿Qué sucederá cuando el sol de la creencia haya tramontado del todo?

Pero imaginemos que una nueva moral —diferente— quiebra albores; concedamos, inclusive, que una inédita moral, desvinculada de la fe, se avecina. ¿Qué garantías puede ofrecernos? Hay que convenir en que, sea cual fuere, un florecimiento de ética sin Dios, tendría esta contrapartida: al pecado le faltaría conciencia de pecado. Ahora bien, entonces el pecado sería algo enteramente convencional como lo sería su opuesto, la virtud: uno y otra carecerían de auténtica gravedad. Nuestra conciencia, dígase lo que se quiera, nos absolvería entonces de todo, al no sentir que, precisamente, es conciencia, es decir, algo que acompaña al conocimiento, a la ciencia de las cosas: algo que les falta al tigre y al insecto, que, cierto, saben lo que les es preciso y matan a su víctima unas veces y la halagan otras, sin poder sospechar por ello que están haciendo una cosa buena o una cosa mala.

Un hombre sin fe o creencia alguna, será un animal con ciencia, pero sin conciencia. (Hablamos de conciencia en el sentido moral, no en el psicológico, para el cual todos los juicios de valor sobrarían.) En cambio la fe en algo superior e inmutable —en Dios— es la glándula (permítaseme la expresión) de la genuina moral. Estirpad esa glándula y quedará un alvéolo hueco, propenso a las más nocivas y sutiles infecciones.

De otra parte, no es lícito decir que la moral va bien porque —por ejemplo— el nivel de vida es mejor, razón ésta que se arguye mucho ahora al hacer política de moral comparada. Si se aspira a una concepción del mundo, si lo que se quiere es entender el Universo, el dato de que existan más coches —más velocidad— o mejor indumentaria en las gentes, significa bien poco. Hasta el hecho de que disminuya el analfabetismo es logro pequeño si no va acompañado de intensos resurgimientos del espíritu. Y en cualquier caso, aún admitiendo que con Dios en los siglos de fe la gente era igual o peor que sin El en los tiempos que carecen de ella, las épocas de fe tienen siempre la ventaja apuntada.

Tener el sentido del pecado, es una fuerza que nos lleva nada menos que a la esperanza y, con ella, al arrepentimiento. ¿Acaso esto es poco? «Me arrepiento, ¿qué más puede hacer un hombre?». Bella frase, teológica frase, que abre perspectivas a una concepción superior del Universo. A mi no me llamaría nada a admiración un mundo de moral laica —moral de hormiguero— de virtudes puramente sociales o cívicas, de tejas abajo, en el caso de que la moral fuese posible. Prefiero un mundo en claroscuro —el mal con su espada y el bien con su espada y con su palma— en el que sin embargo el hombre, portador de eternidades, se sabe llamado a altos destinos. Lo de que haya personas que a pesar de que creen en Dios no son santos, no arguye nada verdaderamente importante. Lo decisivo es saber que existe un Lugar del Bien, un Sitio de la Verdad, un objetivo de la Esperanza. Y que lo sobrenatural se eleva sobre el mundo dando explicación, comprensión, a cada cosa. En verdad, la fe no ha eliminado las miserias de la Tierra, pero cuando nos convenzamos de que «nadie es bueno sino Dios», nos escandalizaremos menos de los pecados de los hombres y, sin embargo, el pecado aparecerá entonces con su neto, grave y exacto perfil. Lejos de cualquier utopía, los hombres humildemente volverán a saber aquello que suena a expresión beata pero que es —y ningún creyente puede discutirlo— el fundamento de la vida religiosa: que sin auxilio de la Gracia todas nuestras obras son muy poca cosa. Predíquese esto de la forma más moderna que se quiera, con el léxico más adaptado, más al uso, que se desee; cámbiense las estructuras hasta donde sea posible; renuévese el barniz apologético y encálense todas las fachadas eclesiales y doctrinales de la fe, pero predíquese eso, siga predicándose eso. De otra manera, lo que se predique ya no será Cristianismo y lo que se enseñe ya no será puntualmente la verdad. Hay algo que no puede ser nuevo por muy nueva que sea la encuadernación: la fe y los fundamentos morales de la misma.

Muchos impacientes que quieren el progreso a todo evento, tienen que conformarse, si son cristianos, a enseñar que el progreso del hombre ha de pasar necesariamente, por el regreso a Dios. Porque el cristianismo es más, mucho más que un humanismo.