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CON ÉL

Juan Pasquau Guerrero

en Gavellar. Año V, nº 51. Marzo de 1978

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(Ver original en la Revista Gavellar)



¡Todo tan claro a partir de Cristo...! Lo difícil y lo oscuro es antes. Porque los caminos se cierran, nos los cierran o los cierra cada uno dentro de sí mismo. Que de todo hay. Este es un tiempo difícil para la fe. Quizás todos lo han sido, porque los valores que la fe religiosa implica, son tan altos y de tanta calidad, que el acceso a ellos no está jalonado de suavidades, sino empinado, fuerte, duro, trabajoso. En cualquier tiempo —decíamos— la fe auténtica ha sido un logro difícil. Pero, ahora, además, hay como una psicosis de esa dificultad. La gente —y todos somos gente— se pone a decir que el ambiente, el contexto, el clima moral que nos entorna (que nos entorna en el doble sentido de la palabra, porque al par nos rodea y nos mengua la apertura como una ventana a medio abrir..), nos disminuye aún más en nuestra capacidad religiosa.

Efectivamente, ser cristiano no es una «bicoca», no es algo bonito que se nos viene encima, sino una suerte, una gran suerte que el hombre se busca para su trabajo y gloria, para su identidad de hombre, para su justificación. ¿Es que el hombre, siempre, sabe justificarse a sí mismo? No, y por eso viene la frivolidad. (Y... «ya que no encuentro mucha justificación para vivir, procuro llevarme la gran vida».) He aquí la disyuntiva cristiana. O asumo la fe en el Misterio, que me da la satisfacción de saber mucho de mi y para mí. O paso de largo ante Cristo Crucificado y, entonces, me queda el alma y el cuerpo libre para hacer de mi capa un sayo.

Hay dos clases de libertad. La que orienta y encamina mis actividades en presencia de un ideal —Cristo, en el caso del cristiano— y la que, al no encontrar colocación, revierte sobre uno mismo y funda las libertades múltiples, pequeñas, frívolas, fáciles, triviales.

Otra vez veremos, este Viernes Santo, pasar a Cristo con la cruz a cuestas o a Cristo expirando en la cruz. Ese «espectáculo» de Cristo crucificado, tan descomunal, tan prodigioso, tan secretamente titánico, no puede dejarnos neutrales. A Cristo, el Viernes Santo, hay que decirle sí o decirle no. Eligiendo la libertad que a Él nos encamina, o eligiendo nada más las libertades subalternas que a nuestro egoísmo nos ligan.

Todo difícil hasta Cristo. Porque Él es el valor más alto. Todo clarísimo a partir de Él, porque Él es la Luz. Oscuridad, o a lo más, luces de verbena, artificio de seudo-verdades en la noche, si al alejarnos de Cristo se nos pierde la Alegría —la otra Alegría—, el pulso y el tiempo.

(Ver original en la Revista Gavellar)