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CAZORLA, MADRINA. NOTAS PARA UNA BIOGRAFÍA DEL GUADALQUIVIR

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 17 de junio de 1960

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Los ríos, al par que su cauce, se van haciendo el romance. ¿Resiste alguien la tentación de la fama? No; nadie. Un río tampoco. Pero la estricta realidad geográfica del río es poca cosa, poca garantía, cuando se oposita a la gloria. La inmortalidad viene por otro camino. Por ejemplo, la poesía metida a geógrafa hace primores. Ese Duero que camina entre parameras, flanqueado de gestas; ese hondo Tajo, que ha ceñido a Toledo por la cintura en demanda de linaje...; ese Ebro ambicioso que rodea el Pilar de Zaragoza para festonearse de gracia...; ese Miño galleguiño que sueña en su arenas oros de fantasía... ¿Quién duda que, «ya», tienen también un alma? La poesía —virgen loca— infunde el «alma de las cosas». Esto no es sino que la poesía se las compone para arrancar, de todo lo existente, reflejos agradecidos. Así la luz se agranda y se multiplica la imagen. Como en aquellos estupendos pabellones de feria —pasmo de nuestros doce años— el logro maravilloso resulta, casi siempre, de un juego, de una «combinación de espejos».

Ahí está el Guadalquivir reverberando, incesante, su plural poema inacabado. Acogido, naturalmente, al mecenazgo de Sevilla. Porque Sevilla lo romanizó; Sevilla lo arabizó, lo cristianó. Sevilla lo torna capitán; torero, «cantaor» lo hace. Guadalquivir agasajado, Guadalquivir entusiasmado, cargo con el mar a cuestas hasta la Giralda. El puerto es un regalo del río a su novia oficial.

Su novia oficial, porque los amoríos —Baeza y Úbeda, en la lejanía; Andújar, Montoro, Córdoba, en la fácil proximidad— forman capítulo aparte. Sería tan interesante escribir la «Biografía del Guadalquivir»... Por lo pronto, valga esta vez la crónica de su nacimiento.

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La vida de los ríos es una vida en el espacio; no una vida en el tiempo. Naturalmente, el río cursa un camino, no sigue una época. Hay una inversión de espacio-tiempo (geografía-historia) en su organización —llamémosla así—. De tal forma que la madurez del río no la marcan los años —edad a partir de un instante—, sino las distancias: línea a partir de un punto. ¿No pasa algo conocido con todo lo geológico, con todo lo relativamente inmutable? Nosotros somos niños, jóvenes, viejos: cambiamos en el tiempo; la tierra es sierra, loma, vega, llanura: cambia según el lugar.

¿Historia del Guadalquivir? Pues decir lo que es el Guadalquivir en Cazarla, en Andujar, en Castro, en Córdoba, en Sevilla, en Palma, en Sanlúcar.

El Guadalquivir nace en la sierra de Cazorla. Todas las sierras son interesantes. Pero la de Cazorla es, además, una tierra en «estado interesante». Vértigo de abismos, nausea de la roca, capricho de riscos inverosímiles, de torrenteras, antojos de tormenta. Tierra henchida, poseída por el viento, requerida por el rayo. El huracán —varón de deseos—, tras sus conquistas fáciles, se retira siempre a su reducto hogareño de las cumbres. (Todas las sierras tienen su escenografía, se dirá. Pero esta de Cazorla es más complicada, más sintomática, más... genuina. Se ve que su parto no va a ser el «parto de los montes».)

Hemos asistido la nacimiento del Guadalquivir en la sierra de Cazorla. El Guadalquivir, como todos los recién nacidos, está indiferenciado. A todos los arroyos se parece. Pero ya, ante el airoso salto de su primer barranco, los picachos cercanos parecen comunicarse su regocijo: «Cómo diréis que se llama este niño». Un águila cruza el ancho azul... ¿Águila? Por cierto que la fauna de la sierra de Cazorla, para colaborar quizá en el prestigio de «su» río, muestra la ejecutoria, casi legendaria, de raras especies olvidadas. Así, el «Algiroides marchi», el «Gypaetus barbatus», han podido ser fotografiados en estos parajes antes de su extinción definitiva. El «quebrantahuesos», de otra parte, ha merecido la atención y el estudio de versadísimos ornitólogos de dentro y fuera de España... Especies fabulosas para el blasón de la sierra, para la heráldica del río, que, tras una infancia corriente —corriente, claro, en todos los sentidos de la palabra—, crece pronto y vigorosamente. Hasta el punto de que ya en la Cerrada del Utrero le da la alternativa al primer puente. En la misma Cerrada del Utrero hemos visto al Guadalquivir acarreando gruesos maderos sobre sus hombros, impetuosos de mocedad, empresario de ilusiones...

La minoría del Guadalquivir, bajo la regencia de la sierra, ofrece tan inusitados aspectos de belleza que ya, movido de ellos, ese donjuán de la geografía, llamado Turismo, ha movilizado sus efectivos mejores. Más de un pintor, de un paisajista, de una poeta, ha descongelado su inspiración ante sus perspectivas espléndidas. Con decir que por aquí estuvo rondando aquel místico Juan de la Cruz... Porque también, Dios se adivina cerquita, detrás de cada cumbre. Dios juega al esconder entre los pinos...

(—Hombre; el río promete, la madre es bellísima... ¿Y la madrina? ¿Dónde está la madrina del Guadalquivir?

—Verá; la madrina puede encontrarla en un flanco de la sierra. La madrina se llama Cazorla.)

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Si que sería imperdonable asistir, convidado, al natalicio del Guadalquivir y venirse luego sin saludar a la madrina.

¡Una madrina tan linda! Bien se ve que el Guadalquivir, aturdido de torrentes, apenas la ha visto desde lejos. Si no se hubiera acercado a Cazorla y su primer meandro —su primer requiebro— hubiera sido para ella. Hubiera sido, después de su madrina, su primera novia, antes de que Baeza y Úbeda, desde el mirador de La Loma, empezasen a hacerle señas.

Cazorla tiene la llave de las sierra, en cuyas primeras estribaciones se derrama blanca, ágil, niña. Trisca impávida por las eminencias abruptas, se esconde entre el Cerro de la Cabeza y el Cerro del Castillo. Aparece y desaparece entre los riscos. Enreda con la geografía. Apoya, al fin, cansada sus espaldas en la peña gigante de los Halcones.

Frente a la peña de los Halcones, el castillo de la Yedra, elevado en oferente arrogancia, mantiene un tenso vis a vis con Cazorla. Vigía orgulloso que no abdica, la fortaleza envuelve al pueblo en una prédica estimulante. Cazorla juega con la geografía y se hace tributaria del tiempo. El reloj municipal de la plaza de la Merced señala en la ciudad las horas que pasan. Enfrente, el castillo va haciendo historia de los instantes fugitivos: va capitalizando tradición de los días efímeros. Cada minuto paga Cazorla su peaje al castillo que se levanta frente a la actualidad irrogándose los derechos del tiempo ido.

Cazorla: un rincón, un vértice de España. Primera estrofa del poema del Guadalquivir... ¿Quién escribe la biografía del Guadalquivir?