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LAS VIRTUDES COLGANTES

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 12 de julio de 1965

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El secreto del estilo es una gracia. Gracia del saber llevar. ¿No hay un saber llevar el adorno en el vestido o en el ánimo? Pues también hay un garbo para la alegría. Y para el talento mismo. Y los enfermos y los tristes saben que hay un dolor, finamente recibido, cuya visita inoportuna puede convertirse en fecunda amistad. En todo eso consiste la elegancia. Pero lo importante es que nada nos cuelgue; que, bien cinchado el espíritu, permanezcan en su sitio el atuendo y el gesto. Sin figura, la presencia se desmorona; y el espíritu pierde su fuerza si no acierta a encontrar su postura.

Ello, claro está, supone ante todo una disciplina. Por lo pronto, precisa cuidar la armonía. No hay manera de buscar asonancia a la esmeralda si están mal cuidadas las manos de la bella. Por la misma razón, cualquier excelencia ética, intelectual o artística disuena —y hasta repugna— si no logra esmerar sus relaciones. Existen, por ejemplo, virtudes sobresalientes que naufragan aisladas al rodearse de un contorno desproporcionado u hostil. Es el defecto en que incurren quienes nada más quieren ser humildes, o nada más quieren ser caritativos, o nada más quieren ser valientes. Se advierte entonces, en seguida, una hipertrofia que implica, naturalmente, una insolidaridad. Se avanza impetuosamente en una dirección, y la virtud dominante, desconectada de la familia (las virtudes hacen familia o no sirven), aparece más bien como algo monstruoso. Arrastra, cuelga, y no adorna; estorba a quien la vive y a quien la contempla.

Cualquier avance ha de ser frontal. Lo unilateral no basta. Se estima la cultura general como base y sin ella toda especialización ulterior resulta deforme. ¿No habría que procurar y ponderar igualmente la «belleza general» o la «moral general»? La bondad común preceda a la virtud especializada y que una sensibilidad artística de amplia base constituya la premisa indispensable en el artista de cualquier género. Así se evitarían aberraciones como éstas:

—Pintando cerezas es un fenómeno, pero no le pregunte si ha leído a Shakespeare o a Cervantes.

—Es genial tocando el saxofón, pero sólo se compadece de su perro.

O se impedirían estas otras:

—Es un cristiano social formidable. Ya está al día. Ya no sabe si hay Dios o no.

—Esa muchacha no se ha alzada jamás la manga por encima del codo. ¿Cree que aguantará si usted, además, le exige que sea tolerante y generosa con sus amistades?

Nuestro mundo, en efecto, está lleno de virtudes sueltas y exhibitorias que afean, por su desproporción, las almas de quienes sin recato las ostentan. Chesterton escribía que «nuestro tiempo está poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas». «Locas —añadía— por sentirse solas y verse vagando aisladas.» Locas por sueltas, autónomas, rebeldes a la regla y canon. Locas por insolidarias. Pero si la hierba crece dentro de la anatomía corporal colaboran en plenitud los distintos órganos y humores, y en la luz concurren los colores, y para el prodigio del rostro que enamora coadyuvan en equipo los ojos con la dentadura y con los labios..., ¿cómo pretender que exista una moral a base de abnegaciones y perfecciones independientes exclusivistas?

Vigilar los especialismos, denunciarlos cuando el peligro amenaza. Sobre todo en moral los especialismos insolidarios suelen ser fatales. Habría que invitar a todos los hombres a un «saber llevar» sus virtudes con estilo y con templanza, hasta componer con ellas el talante armonioso, la actitud de serenidad y de belleza. Porque la Moral tiene, asimismo, su bachillerato de disciplinas comunes y obligatorias. Y la Moral, como la inteligencia y como el vestido, tiene su elegancia.