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ANTONIO MACHADO EN BAEZA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 17 de abril de 1959

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Él vivía aquí, en una casa, frente al edificio de la Cárcel Vieja, que ahora es Ayuntamiento —me ha dicho una respeta­ble, enlutada señora—. Yo le conocía. Le veíamos pasar con su traje siempre negro, manchado. Y no dejaba nunca el para­guas..., aunque hiciese sol. Vivía con su madre. Yo también conocí a su madre. Por las tardes, Antonio iba a la tertulia de la botica de Almazán. Cierto que cuando su ánimo se encapotaba, se le veía aislado a través de las vidrieras del café de «La Perla», entregado a sus soledades. Tenía una sonrisa triste, como au­sente entonces. Pero cuando se reunía con sus contertulios en la rebotica, dicen que su semblante era otro y que derrochaba mucho ingenio.

—¿Qué se decía en Baeza de Machado?

—Nadie se ocupaba demasiado de él. Si hubiéramos sabido que luego iba a ser tan famoso... Cuando se ponía «raro», se iba sin compañía, por la carretera de Ubeda adelante. Ubeda está a diez kilómetros de Baeza. Muchas tardes llegaba hasta Ubeda andando. Tomaba café y se volvía.

—¿Cuánto tiempo estuvo en Baeza?

—En el Instituto era catedrático de francés. Estaría aquí unos cinco años.

—Llegó en 1912...

—El día que vino por vez primera cuentan que fue a pre­sentarse al director del Instituto, a su domicilio. La criada que salió a abrirle la puerta le enteró; el señor director está en «la agonía». Machado se puso pálido. Pero es que el director es­taba en un casino, al que apodaban «La Agonía» porque sus componentes, casi todos labradores, pasaban el tiempo augu­rando ruinas por el mal estado de las cosechas y la falta de llu­vias.

Fue el 1 de noviembre de 1912 cuando Antonio Machado tomó posesión de su cátedra de Lengua Francesa en el Instituto de Baeza. Casi acababa de enviudar. Contaba treinta y siete años. Eligió Baeza en el concurso de traslado. Seguramente quiso volver a Andalucía, buscar el «cariño de la tierra», ausen­te ya el cariño de la esposa muerta. Y por eso... ¿Por eso? Pobre Antonio. Oigámosle:

Heme aquí ya, profesor
de lenguas vivas (ayer
maestro de gay-saber,
aprendiz de ruiseñor)
en un pueblo húmedo y frío,
destartalado y sombrío,
entre andaluz y manchego.

En el fondo de una habitación penumbrosa, junto a una mesa camilla quizá, están don Andrés, don José, don Juan, don Antonio... ¿Don Antonio. Volvámosle a escuchar:

Es de noche. Se platica
al fondo de una botica:
— Yo no sé,
don José,
cómo son los liberales
tan perros, tan inmorales.
—¡Oh, tranquilícese usted!
Pasados los carnavales,
vendrán los conservadores
buenos administradores de su casa.
... ... ...
... ... ...

Así es la vida, don Juan.
—Es verdad así es la vida.
—La cebada está crecida.
—Con estas lluvias...
Y van las habas que es un primor.
—Cierto; pera marzo en flor.
Pero la escarcha, los hielos...

Baeza, «pobre y señora», es una ciudad bajo cuya epider­mis de floreciente actualidad se perciben claramente los pálpitos de la Historia. Baeza, en su entraña, es pasión derrotada; pasión alerta, no obstante, en las almenas de una gloria desdentada. «Nido Real de Gavilanes» se la llamaba ya en tiempos de la Reconquista. Ahora, su prestancia se perpetúa en coágulos impresionantes. Sus monumentos son eso; custodias en que se ostenta la sangre, preciosa y muerta, del pasado; desde las que irradia el aliento detenido, embalsamado, embalsamado, de todos los ayeres. Cerca de la plaza de la Catedral —suspiro lírico, pulmón en el que la ciudad se abre amorosamente a la nos­talgia— está el Instituto, antigua Universidad, cuyo primer Patrono fue el Beato Juan de Ávila y en cuyas aulas explicara San Juan de la Cruz... ¿Qué piensa Antonio Machado, profesor de Lengua Francesa, cada mañana, al abandonar, después de sus lecciones, las clases del Instituto y encararse con la fisonomía de la ciudad?

En sus notas autobiográficas se lee: «Me trasladé a Baeza, donde hoy resido. Mis aficiones son pasear y leer». Pasear y leer... Buen programa. Deambular lentamente por las calles, callejas y plazas de la ciudad anolada, encallada. Ensanchar luego su mirada en los campos ubérrimos de olivar; dejar que su pupila —abeja— vaya libando, sutilmente, materia poética en las perspectivas luminosas del valle del Guadalquivir; dejar que choque después en la lontananza azul de las montañas:

Tiene Cazorla nieve,
y Mágina, tormenta;
su montera, Aznaitín. Hacia Granada,
montes con sol, montes de sol y piedra.

Antonio Machado no pasa por Baeza. No pasa, pasea. Hace que su andadura se impregne del resuello de esta tierra adelantada de Jaén, bastante lejos todavía, ¡ay!, su tierra sevi­llana; más lejos la tierra de Soria en que yace, en sueño intem­poral, el cuerpo de Leonor. Pasea, y el alma de la ciudad, poco a poco, intima con el alma del poeta. ¿No tienen, Baeza y el poeta, una misma, cordial, ansia dolorida, una misma obse­sión? A Baeza y a Machado les duele dentro el tiempo que se ha ido. El poeta y la ciudad guardan, hondo, un vacío idéntico. En las simas del alma de Baeza hay un hueco —caracola de reso­nancias inmortales— hermano del hueco del corazón de Macha­do. Por eso para liberarse quizás de la sugestión melancólica, el profesor-poeta se «fuga» cada tarde al paisaje, en busca de los «caminos de la tarde»:

Los caminitos blancos
se cruzan y se alejan
buscando los dispares caseríos
del valle y de la sierra.
Caminos de los campos...

En vano. En vano porque el plomo del dolor abate ense­guida cualquier alacridad de la mirada, cualquier vuelo de su pensamiento:

Caminos de la tarde...
¡Ay, ya no puedo caminar con ella!

Pasear y leer. Porque, tras la andadura de cada día, está la reflexión amarga de cada noche. Machado, entre sus libros, entre sus papeles. Machado, entre sus ideas, entre sus recuer­dos. En la periferia, sus vivencias y... dentro, su caverna. ¿Tie­ne su época la culpa de que el poeta no encuentre claramente, para su consuelo supremo, a Dios? Pero Dios —su época debe tener la culpa— se le pierde «entre la niebla». El lo declara... Entonces, Antonio, perdido en su laberinto, busca el hilo de Ariadna de la filosofía. Y el hilo se le enmaraña. En Baeza, An­tonio quiere apuntalar el edificio ingrávido de sus versos, con arbotantes más o menos lógicos. Surge «Juan de Mairena», el escrito-poeta de «El Sol». Cercando a Antonio, Kant, Bergson, Platón. Mientras, hondos, su dolor y su ansia inalineables:

Sobre mi mesa, «Los datos
de la conciencia, inmediatos».
No está mal
este yo fundamental,
contingente y libre, a ratos
creativo, original
este yo, que vive y siente
dentro la carne mortal,
¡ay!, por saltar impaciente
las bardas de su corral.

—Yo —repite mi buena señora enlutada— le conocía. Leveíamos pasar con traje siempre negro, manchado. No dejaba nunca el paraguas... Tenía una sonrisa triste, como ausente...