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JOAN MIRÓ

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 1 de marzo de 1972

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Freud —todo el mundo lo sabe— acometió una especie de metalurgia de los sueños. Y, así nos dejó sin sueños. ¿Manipuló Freud demasiado a los sueños? Realmente tra­bajó en ellos con exceso. De una parte quiso ser su ento­mólogo —sueños como cucarachas, como avispas o como hormigas, pululando libremente, sin vigilancia, a lo largo y a lo ancho de las horas de descanso—; de otra, fue su etimologista. ¡Ah, el origen, la raiz un poco pantanosa y mucilaginosa de los sueños!; tampoco prescindió de ser su etiólogo. Quiso rastrear enfermedades en los sueños y sueños en las enfermedades. No obstante, sobre todo, sus psicoanálisis parecen alardes de metalurgia: Aspiran a forjar casi una filosofía de una casi adivinanza.

Pero ¿y la ontología del sueño? Eso es distinto. Ese es cometido más bien del artista. Aquí el sueño se llama en­sueño. ¿Por qué dejar al ensueño desamparado? Todos los hombres tenemos ilusiones e ideales, es decir, fervores de ánimo que se abandonan si uno no es pertinaz en mante­nerlos; o cuando se ve que las ilusiones e ideales a la vista son más bien prendas de bazar que «no nos caen», cuyas mangas nos vienen anchas o estrechas. Pero el artista es modisto —o sastre— de sus propias ilusiones. El artista, sí cree en el ensueño como tal. Y sabe que hay escaleras para alcanzar lo que, al principio, parece inasible. ¿Escaleras? Recuerdo «Perro que ladra a la Luna», óleo de Joan Miró. No he visto el cuadro, que está en el museo de Filadelfia, pero he admirado una de sus reproducciones. Esta obra del catalán egregio tiene argumento visible. Miró derivaría después hacia esa manera de líneas fitomorfas «como ca­minos sutiles que unen los centros focales (Umbro Apolonio), y sus líricas descarnaciones del objeto natural darían esa «pintura escrita», de apariencia caligráfica inclusive, tan genuinamente suya. Pero «Perro que ladra a la Luna», representa en Miró, más que una técnica nueva, una pro­clamación, o, si se quiere, una declamación de principios. Esta: No hay impotencia en el hombre (que tan fácilmente concilia el sueño a la hora de la digestión), para conciliar, asimismo, el ensueño. En el cuadro, muy sintético de com­posición, se advierte una neta separación de cielo y tierra; un perro que blanquea grotesco colocado en el borde de separación y, arriba, una Luna deforme que recuerda los objetos volantes de los cuadros del Bosco. ¿No es éste el drama de siempre y de todos? La belleza, la verdad están altas, altísimas. Están lejos y, entonces, nosotros caemos en escepticismos. Caemos con aberración, hasta el punto, de que, no pocas veces, nuestra manera de admirar a la Luna es... ladrarle. Y... ¡no, no, no!, grita Joan Miró en su cuadro. ¿Cómo, de qué forma, vocifera su protesta Miró? Sencillamente, situando frente a la Luna y el perro unas escaleras. «La escalera —escribe Dupin— simboliza el poder que Miró reconoce al artista para reunir dos mun­dos sin abolir uno de ellos». (Porque el escepticismo es siempre prematuro. Profesión de escéptico, ¿por qué y pa­ra qué?)

Joan Miró ha estado en Madrid. Joan Miró no es un «monstruo sagrado», de esos que se pasan la vida cebando su propia fama. Joan Miró entiende que se puede ser un genio y, al par, un hombre sencillo, dialogante y amable. ¿Acaso para la ascensión artística es preciso suprimir la cotidiana convivencia cordial con el prójimo? ¿El ensueño o el ideal del hombre superior, vistos de través, confun­den? El desdén, la soberbia, la grosería, ¿pueden —de­ben— ser alguna vez atributos del talento? Un periodista ha tenido,con Miró una entrevista. Es excelente el relato de la interviú. «Joan Miró es pequeñito, suave, con un aspec­to de labriego endomingado», cuenta el periodista. Y aña­je: «Es una riada de talento entre las cuatro finas pare­des de su cuerpo». Luego, cuando el periodista ha pregun­tado al pintor si Picasso debe figurar en el Museo del Prado, la respuesta ha sido: «Hay que esperar, hay que es­perar». Después, como quiera que en el reportaje se abor­da la longevidad fecunda del pintor, éste exclama: «No hay que dejar de trabajar, no se puede dejar de trabajar».

¡Qué dos puntos para un programa! ¡Qué consejos para reunir los dos mundos —el del ensueño y el de la rea­lidad— sin abolir uno de ellos! Hay que esperar y hay que trabajar. Esto lo enseña un hombre extraordinario, un maravilloso pintor que va a cumplir pronto los ochenta.

Freud ha «aportado», en psicología, mil etimologías, mil etiologías, mil metalurgias. Pero ¡qué poco freudiano es «Perro que ladra a la Luna»! Y que alivio proporciona encontrarse con un programa de paciencia y de trabajo, ofrecido por una voluntad que no se cansa. ¡Qué escale­ras, Señor!
Cuando la entrevista termina, el periodista dice a Joan Miró: «Dios se lo pague». Y entonces Joan Miró ha sonreído al periodista con un rostro de iluminada sorpre­sa. «Por lo visto —concluye el periodista— ya no se usan estas cosas».

No se usan, no. La frase «Dios se lo pague» resulta ya, para muchos, una frase zurcida. Gusta saber que, para hombres como Joan Miró, suena como una frase gloriosa y flamante.