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IMPRESIÓN DE CAZORLA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 10 de agosto de 1962

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Se llega a Cazorla, en el autobús, a eso de las nueve de la mañana. Cualquier hora es buena para llegar a Cazorla; pero ésta, excelente. A Cazorla se puede arribar desde la Loma con toda comodidad, pero, también, el viajero visi­tante puede bajarse del tren en la estación de Los Pro­pios. ¿Va el viajero en su coche? Pues miel sobre ho­juelas. Lo que precisa es que ya un cuarto de hora antes de entrar en el pueblo abra mucho los ojos. Dicen que es una desgracia ser ciego en Granada; una de las mayores desgracias. ¡Pues, vaya, que ser ciego en Cazorla...!

La vista bien apercibida en Cazorla, sí señor, para no perderse nada. La vista inquieta —cuando os acercáis a Cazorla— para recoger botín en cada mirada. Pero que sea una vista inquieta —y que el coche vaya despacito— para detenerse en la contemplación de cada aspecto del paisaje sin que por eso dejéis que la pupila afinque ena­morada y diga: «De aquí no paso». No; hay que hacer que los ojos se arranquen de un encanto hacia otro encanto, aunque les cueste. Porque si hubiera una sola cosa que ver... Pero, ¡hay mucho que ver! Hay que saltar de sor­presa en sorpresa.

Y que esta regla sirva, luego, cuando ya estáis en Ca­zorla y, después, cuando es encaminéis a ver su sierra. Sé, por experiencia, que lo primero que se ve de Cazorla seduce y que uno cree que lo que antes le enseñan es lo mejor. Ingenuidad porque siempre, en Cazorla, hay algo mejor. Todo es mejor en Cazorla y, por tanto, no puede nadie permitirse el lujo de quedar satisfecho con la im­presión que lo que tiene delante le produce. Detrás, a la derecha o la izquierda, aguarda otra impresión —u otra emoción— del mismo calibre.

Prevenido con esta regla —«en Cazorla todo hay que mirarlo mucho, pero siempre quedan cosas por mirar»—, dicho queda que el viajero que la ciudad visita debe de llevar dispuesta, junto con la atención, la sensibilidad. Porque, ¿dónde si no va a echar el viajero tantas sensa­ciones? Ya se sabe que la sensación pasa y la sensibilidad queda. Y que la sensibilidad —más cerca del alma, como que es una especie de tegumento que recubre al alma mis­ma—, al acusar el impacto de la belleza se advierte jubi­losamente enriquecida. Luego, embellecida la sensibilidad, el mejoramiento del alma es tarea más fácil. De donde uno infiere que estar unos días en Cazorla, rodeado de Cazorla, implica un proceso de elevación espiritual cre­ciente. Primero la sensación de Cazorla y después la «ca­tarsis» de Cazorla. De manera que el paisaje de fuera, que se nos brinda a los ojos, acaba por depurar, por sere­nar, por matizar la orografía del paisaje interior.

Ahora, en nuestro tiempo, cualquier hombre —todo hombre— necesita de la belleza. El mundo en que vivimos es, a ratos, alegre; pero rara vez es bello. Sucede que muchos viven bien, pero no viven satisfechos. ¿Qué les falta? En la ciudad sobran espectáculos para la diversión de las gentes. Pero, ¿dónde están las cosas —las cosas y no los artificios— que retrotraigan a los hombres a su versión —a su versión y no a la diversión— natural, espi­ritual y humana? La Civilización nos está alejando verti­ginosamente de la Naturaleza y... de la Cultura. La Natu­raleza y la Cultura son los dos planos de aterrizaje del espíritu, mientras la Civilización técnica no es sino el globo que se eleva y se eleva sin garantías de regreso, de nuevo contacto con la realidad viviente. Civilización sin «seguro» de Cultura es disparadero hacia la catástrofe... He aquí por qué, pueblos como Cazorla, en comunión viva con la Naturaleza y en los que las gentes, obedientes a la norma eterna, viven en la Verdad, obran a modo de tónico estimulante, vigorizante, del hombre cansado de nuestro tiempo. Pero la «catarsis» que Cazorla induce a quienes se deciden a visitarla, y de la que son factores de­terminantes su paisaje y sus gentes, bien merecen otro ar­tículo. Así será, si Dios quiere, y la amabilidad de Jaén lo permite.