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ZABALETA, «PINTOR DEL CAMPO»

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. Agosto de 1952

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Rafael Zabaleta vive en una de esas sosegadas casas de pueblo que tienen la comodidad sustantiva de la espa­ciosidad y del silencio; comodidad natural, apenas empa­rentada con esta otra de importación —comodidad mecá­nica eléctrica, térmica y óptica— que se ha inventado después. Casi estoy por asegurar que no hay ni aparato de «radio» en la casa de Zabaleta.

Y la casa de Zabaleta está en Quesada. Desde uno de sus balcones se ve la plaza. Es un pequeño parque —¡tan raro un jardín por estas tierras!— en cuyas frondas la pupila del pintor se restriega de incesantes verdes. Tam­bién desde el balcón se divisa la sierra... Y un trozo de cielo. Y se ve el vuelo de los pájaros, y se oye el canto de las cigarras.

(«¿Qué puedes ver en otra parte que aquí no veas? Aquí ves el cielo y la tierra y todos los elementos, y de éstos fueron hechas todas las cosas», escribía Tomás Kempis...)

Había atravesado el coche, en pleno sopor de siesta, los campos delirantes de Torreperogil, de Peal de Bece­rro..., los campos fulminados de sol violento. Y, ahora, acogidos a la amable umbrosidad de la casa de Zabaleta, estábamos en el estudio del pintor.

—¿Trabaja usted «ahora», don Rafael?

Y don Rafael empezó a mostrarnos los cuadros que trabajaba «ahora». En cada uno de ellos gritaba, otra vez, el sol; este sol rotundo de la tierra; no es que «vibra­ra» el sol tamizado en técnicas impresionistas: es que se volcaba todo entero, todo ebrio, todo ibérico sobre las faces broncas de los campesinos, sobre las carnes abun­dosas de las segadoras, sobre unos fondos —colinas de olivar; breñas rugientes; o simple desolación esteparia, casi lunar, otras veces—, fondos que jamás se esfuman ni diluyen en lontananzas... «ideales». Ya se explica la preferencia de d'Ors por esta pintura en la que nunca se escamotea un perfil ni se manumite el «concepto» en la fluidez liviana del «momento».

—Don Rafael. ¿Realismo? ¿Surrealismo?

(Los «tipos» de Zabaleta no son, en ningún caso, «re­tratos», porque son tipos que ha creado él; pero los ha hecho «de la tierra» real y viva, y en ellos sobrealienta el palpito ferviente de una veracidad primigenia y arrolla­dura. Luego, Zabaleta ha «deformado» estos tipos que «formó» de la tierra, no para alejarlos por las astrales rutas de lo abstracto, sino para ensimismarlos más aún, para mejor adensarlos y sumirlos en una personalidad compacta e inviolable; para encerrarlos definitivamente en su absorta autenticidad alucinante.)

—Don Rafael. ¿Surrealismo? ¿Realismo?... ¿Qué «ismo»?

—Primero —dice Zabaleta— hay que aprender a an­dar... Volar, viene después. Hay jóvenes que llegan a la pintura con un afán de pirueta, de malabarismo y de vuelo, cuando aún no saben «dar un paso». Es un error. La formación académica, la sujección a la norma, el pe­ríodo de «internado», representan, en todo caso, la fase previa indispensable. Sólo la pintura «adulta» puede as­pirar a la emancipación. Sólo cuando el pintor está logra­do como pintor, puede elegir el «ismo» que le parezca.
—Claro —pensamos nosotros—; el avión para elevar­se, primero las ruedas; después las alas. Y el caminante, para avanzar, primero la carretera, el camino real; la «vereda particular», luego. Y el pintor, primero pintor y mucho después «ista».

El pintor, ¿vierte su vida en su obra? El pintor, ¿se confiesa en sus cuadros?

—Hay cosas en el alma —dice Zabaleta— que el artista tiene que decir. De la infancia principalmente —de esa época fundamentalísima en la vida del artista— quedan siempre vivencias, recuerdos, impresiones que hay que expresar más tarde o más temprano, indefectiblemente, necesariamente.
Y el pintor de Quesada nos muestra una colección de «dibujos de recuerdos». Temas parisienses, en su mayoría, que Zabaleta, subconscientemente, ha asociado —de una manera sorprendente y originalísima— con aquel mundo fin de siglo de los sombreros de copa y de... la «física re­creativa». Landos, bulevares, enamorados y, al lado, aquel señor de los manuales antiguos que, con chistera y cha­quet, mira a través de una cámara oscura... Zabaleta necesitaba verter en sus dibujos estas inconexas impre­siones y, naturalmente, tal plasmación artística —por ex­traña que resulte —se comprende sin explicación y sin razones si el contemplador dispone de un mínimo de senbilidad artística. Cuando el artista es surrealista —Zaba­leta lo ha sido, accidentalmente, en estos dibujos— se «entiende» también. Lo malo es cuando el surrealista no es artista.

—¿Por qué, Zabaleta, volviendo al tema predominan­te de sus cuadros, ha mostrado usted con tanta delecta­ción, con tanta fruición, estos tipos campesinos de su tierra?

—España es un país de genios... y de campesinos. La «mayoría» en España apenas tiene calidad artística. Lo i acial de nuestra patria es esto: el hombre apegado a su tierra, a sus costumbres. Luego, hasta llegar al «genio» —el genio de los españoles selectos tan admirado fuera— queda una gran franja de mediocridad ambiente que no interesa al artista.

Zabaleta es un hombre amable. Lleva una vida meto dica. Se levanta a las diez. Trabaja, lee, hasta la una. A esta hora almuerza. Después, Zabaleta se reúne con sus amigos de Quesada en la tertulia del café, invariable­mente, hasta las cuatro. A las cuatro, trabaja, lee, hasta las diez, hora de la cena. Después, otro rato de tertulia. Marcha a casa a las doce. Trabaja, lee, hasta las dos...
Zabaleta tiene una motocicleta en la que, varias veces al año, recorre los campos altos y broncos del sur de Jaén y este de Granada: en ellos se aprovisiona de tipos y pai­saje para sus cuadros. Todos los otoños, Zabaleta marcha a París. Expone en París. Su sensibilidad, atenta siempre a la novedad, aprehende entonces cuanto puede resultarle interesante para sus «tipos», para sus cuadros. Y vuelve a Quesada, después...