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DE LA IMITACIÓN DEL OLIVO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 31 de enero de 1973

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(A mis amigos del grupo literario «El Olivo».)

Nos lleva el coche velozmente por la carretera y, en­tonces, aquí, en Jaén, a derecha e izquierda, olivos. Pero eso es nada más verlos. Y creo que vienen ocasiones en que hay que «estar» con ellos; es decir, intimar con ellos y conocerlos. ¿Por qué? ¿Para qué? El olivo es nuestro árbol, ejemplo vivo para todos los hombres de Jaén. De él podemos aprender mil cosas estupendas. Primera, a no ser espectaculares. ¿Conocen ustedes un árbol menos sen­sacional? Se achaparra y parece que hace todo lo posible por disimular su eficacia e incluso su belleza. El álamo —narciso junto al río— está muy ufano de su vertical empaque. Todas las acacias predican primaveras presen­tes o ausentes. Naranjos, melocotoneros, limoneros, están contentos —se les ve el júbilo vegetal, porque hay también júbilos vegetales— de su perfume y de su fruto. Y están satisfechos con razón. Pero yo advierto en el olivo algo único que me encanta. Miro y admiro en él no sé qué abnegación. Diría que es un árbol ascético. Por supuesto, exige poquísimo. Hay olivos de secano, en la altura de las lomas, lejos de todo regato, que viven al amparo exclusivo de «lo que Dios quiere», del agua de la lluvia. Estos olivos predican ese «sea lo que Dios quiera», frase que, para mí, no implica ningún conformismo, sino que más bien me parece la expresión de una firme elegancia escéptica del ánimo. Porque, en el fondo, la elegancia es escepticismo. Escepticismo del bueno, porque conduce directamente a la Esperanza. Lo contrario del optimismo, obtuso, de quienes creen que todo sucederá a la medida de nuestros deseos. Ese optimismo bobo conduce, al final, o a la ne­cedad (si por casualidad vienen bien unas cuantas cosas), o al nihilismo (si luego las cosas no nos «dan la razón»).

Pues sí; ahora todos andamos buscando «la seguri­dad». Queremos estar asegurados contra todo dolor, con­tra toda pena. Pero eso no puede ser. El dolor no es nunca un accidente. El dolor es «constitucional».

Y pienso que caminar entre olivos da una fortaleza de ánimo. Árbol que reduce sus necesidades, que no pide seguridades, que no condiciona su fruto, su eficacia o su belleza a ningún paraje. Es decir, árbol generoso que otor­ga mucho y apenas reclama nada. Crece igual en la emi­nencia que en el llano; escala las laderas, se acerca a la vereda y al camino; se uniforma en ringleras cuya mono­tonía no empece su belleza. (A mí los olivares me recuer­dan las estrofas de Berceo, de la «quaderna vía», que tan gratas le eran a Antonio Machado.) Porque la belleza no siempre es bonita o pinturera. El olivo no es pinturero y, sin embargo, conforta contemplar el olivar. Infunde sere­nidad, paz. (Creo sinceramente que todos nuestros males proceden de que preferimos la felicidad a la paz; de que creemos que nos vamos a «realizar» en el placer o en la dicha, cuando realmente es en lo profundo de la serenidad donde nos encontramos.) Estimo que sin un fondo hasta cierto punto estoico, no hay belleza de ánimo. Y he ahí la «belleza interior» del olivo. Quizás Séneca —valga la frase— aprendió senequismo del olivo.

No me deja contento pasar de largo ante el olivar. Quiero entrar en él, caminar pisando los terrones remo­vidos, estar un rato descansando a la leve sombra del árbol. Ahora están acabando de recogerle la cosecha. Lo que me gusta es que la apariencia del olivo es siempre igual. Hoja perenne y, además, el mismo aspecto cuando está cargado de fruto que cuando carece de él. Idéntico en invierno, en verano. ¡Si aprendiéramos constancia, impa­videz, perennidad de ánimo, en la lección del olivo! Tan­to la primavera como el otoño manipulan demasiado sobre los otros árboles: les sumen en el «espectáculo». Hojas caídas para enseñar a llorar, ramas floridas para la infla­ción de mayo. (¿No comprobaron ustedes que mayo es una inflación; mucha literatura poética y, luego, más llu­vias e incluso más frío que en marzo?). Pero el olivo no acusa en su aspecto el paso de las estaciones. El da su fruto en su día y, por lo demás, siempre parecido a él mismo. Y, ¿este siempre igual, traducido a lo humano, será aburrimiento? No, no, ¡qué va! Debajo de la aparien­cia impávida del hombre sereno pienso que late constan­temente una plural germinación ebria de razones y emo­ciones. Pero la elegancia es, probablemente eso: saber mantener una postura aproximadamente igual ante todos los avatares.

Todo esto es muy difícil. Pero me parece que por difí­cil es bonito. Magnífica la prédica del Olivar.