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JAÉN

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 18 de octubre de 1975

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Si el día está claro, si hay limpidez en el aire, desde la terraza de mi casa, en Ubeda, se divisa Jaén. A mí me gusta entonces enseñarlo. Me gusta decir: ¿Ves? Aquello es Jabalcuz. Mira cómo blanquea el caserío en la base. Con un poco de voluntad, y si afinas, hasta puedes distin­guir el castillo de Santa Catalina.

Y, desde luego, me es confortante saber que tengo cuando quiera Jaén a la vista. No le demos vueltas: la capital, siempre es, debe ser, el centro magnético de la provincia. La capital irradia, propaga, influye, imanta. Y cuando se la ve —aunque lejos, aunque mal— desde casa, a cincuenta y más kilómetros..., pues eso anima. Estupenda eminencia la Loma de Ubeda y excelentes vi­gías sus torres. Alguien dijo que, a las torres de Ubeda, «el viento las ciñe por la cintura». Bueno; pero «desairan­do al viento» (y dispensad la paradoja), mis torres, las de mi pueblo, permanecen —encaramadas en los Cerros— con la mirada vuelta a Jaén.

—Oiga; pero, ¿las torres miran?

—Claro, hombre, claro. Para eso son. Para eso están hechas. La mirada de los ojos es, nada más, una manera de mirar. Hay otras maneras...

Y esto me da pie para pensar, y para decir, cómo es hora de proclamar que urge, que es preciso, ver y mirar a Jaén por todos los costados y de todos los modos. Me parece que, en esto, nuestra capital no tuvo nunca gran suerte. No sé por qué, los «ilustres viajeros» llegaban siempre a Jaén cansados.
Y esto les quitaba el tiempo para verla, mirarla, admirarla. Teófilo Gautier —tan agu­do— sólo tuvo pluma en Jaén para hablar mal de la fonda en que se alojaba; él, que tantos párrafos y capítulos dedicó a pueblos y ciudades, de muchísima menos entidad. Hay que pasmarse cuando se considera que el mismo «Azorín», transeúnte ilustre por todos los caminos y vere­das de nuestra España, no nombra a Jaén sino para señalar las horas que la separan de Granada en viaje de diligencia. A Jaén, ciudad, y a toda la provincia, no obs­tante sus valores de cualquier índole, apenas se viene sino de paso. Esto es un... «agravio comparativo», como se dice en los sectores docentes al hablar de sueldos y complementos. Porque, en verdad, con muchísimo menos valor, otras provincias y capitales españolas, tienen mu­cho más precio. Puede que sea porque los «jiennenses» —o los «jaeneros», como decía don Luis González López— hablamos, incluso cuando gritamos, a nivel del suelo, sin alzarnos en plataforma. Ni Jaén ni los jaeneros —o jien­nenses— han trabajado nunca en su propia estatua. Y, además, han disimulado la alta estatura. ¿Es modestia? Manuel Machado, en su famoso y magistral soneto, enco­miástico de Andalucía, anduvo parco en su calificación de Jaén. «Plateado Jaén», dijo. No se excedió, ciertamente. Pero acertó. Es más noble —me parece— la plata que el oro, aunque de menos precio. Con la plata tiene Jaén in­numerables afinidades. Pero basta la plata de sus olivares (tan ostensible cuando el viento tornasola los perfiles del árbol) y el plateresco de la fachada de la catedral, para acuñar todo un carácter en nada más una palabra. (Eso hizo don Manuel Machado. Don Manuel, el hermano de don Antonio. Cierto, cierto. Pero también hay que decir: Don Antonio, el hermano de don Manuel.)

A Fernández Flórez —y ya nadie más, casi ningún fa­moso más de fuera de Jaén, ha dedicado libros, capítulos o artículos a Jaén—; a Fernández Flórez le encantaban los balcones de nuestra catedral. Escribía que era la úni­ca catedral con balcones que él había visto. Yo encuentro en esto una especie de trasunto del estilo de nuestra capi­tal, y con ella de toda la provincia. El detalle del balcón puede significar —por ejemplo— que, probablemente, cuando está ausente el énfasis, hay casi más interés en mirar que en ser visto. Jaén, que —repetimos— jamás trabajó en su propia estatua, no tiene nada de enfático. Es como esas bellas que disimulan. Ojos de fémina hay que son nada más decorativos, para ser mirados. Otros existen de cuya belleza no nos damos cuenta sino cuando vemos que nos miran. Yo, hace así como un mes, paseaba en un rato vacío por el viejo Jaén, desde la calle Maestra hasta el Arrabalejo, y pensaba si no me estaba mirando Jaén desde todos sus balcones. Jaén, tiene un «dejo» de ironía, de sabiduría, que no se estrenó ayer ni ante­ayer. Jaén está de vuelta de toda presunción. A mí me resulta muy mucho senequista. Como en los individuos, sucede en los pueblos. Hombres hay que no se acostum­bran; que no saben ser ricos ni pobres; que no aciertan a asimilar las alabanzas ni las censuras. Que de todo, en fin, se sorprenden. Eso, a mi entender, denota falta de sedimento. Pero un buen jaenero —o jiennense— me de­cía no sé con qué motivo: «Aquí estamos acostumbrados a todo». Enseñaba un estado de ánimo parecido al de Antonio Pérez, el Secretario, cuando escribió: «Ultima filosofía, la de estar preparado para todo». En efecto, una ciudad con balcones en la catedral está como dispuesta siempre a ver mucho, a observar mucho. Y, por tanto, a acostumbrarse a todo. Incluso a la injusticia de que no la vean ni la miren con atención.

En este pugilato de inmodestias, de gestos para la ga­lería, que forman nuestro «contexto cultural», Jaén puede estar quedándose atrás. No es cosa ahora —vienen las fiestas de San Lucas— de hablar de la poca atención que, en ocasiones, aún en lo económico, se presta a Jaén. Jaén sabe comprender hasta eso y lo echa todo «a la buena parte». Es por su plata. ¡Plateado Jaén! E importa poco e importa menos, Jaén tiene balcones. Ve venir e irse lo bueno y lo menos bueno. Desde un balcón, además, se divisan siempre las dilatadas perspectivas de la esperanza.

—¿Qué esperas, Jaén?

—Ultima filosofía, la de estar preparada para todo.