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Unas ciudades, más que otras, necesitan «guía». Si lamentable es que, en medio de la gran ciudad, se nos pierda el camino y se nos atasquen los pasos, entre la indiferencia ambiental, despistada la mente entre la baraúnda del tráfago babélico erizado de «claxons» y de timbrazos perentorios, más triste es quizás que se nos pierda la emoción entre el sosiego estancado de la pequeña ciudad a la que, un día, nos ha llevado una curiosidad insatisfecha de sensaciones limpias. Porque todos tenemos perdido siempre algo, en la pequeña ciudad-monumental o histórica. Todos tenemos perdido, probablemente, en sus rincones, en sus calles, en sus templos sosegados, en sus castillos nostálgico, lo mejor de un difícil anhelo o de un jubiloso impulso.
Jaén, la capital del Santo Reino, es una de esas ciudades en las que a todos se nos ha perdido algo. Todos los días —todas las mañanas— afluyen a Jaén gentes de la provincia. Hombres cetrinos de los pueblos lejanos de la Sierra; hombres ceceantes de las villas ribereñas del Guadalquivir; adustos hombres de La Loma o del Condado... ¿Para qué llegan cada mañana a la capital? Si preguntáis, ellos os responderán siempre con razones sencillas y obvias. Llegan para «arreglar un asunto», para incoar unos trámites, para solicitar unos cupos, para obtener una licencia... Descienden, del coche o del autobús, embargados por su afán. Toman un café o una caña en el establecimiento más próximo y encaminan sus pasos, presurosos, por la avenida del Generalísimo o por la calle de Burell a la «plaza de las Palmeras». ¿Cómo solucionarán sus negocios estas buenas personas de los distintos puntos de la provincia que cada mañana llegan a Jaén? ¿Obtendrán el cupo o la licencia deseados? ¿Se iniciarán satisfactoriamente sus gestiones? ¿Habrán alcanzado una esperanza halagüeña de labios del médico, de labios del ingeniero jefe, o de labios del señor vicario? Cada uno con su tema, naturalmente... Pero he aquí que, por la tarde, cuando estos hombres regresan a sus pueblos de origen, un poco cansados, un poco sofocados; he aquí que cuando estos provincianos a los que ha traído un asunto a Jaén, ponen el pie en el estribo del vehículo que va a reintegrarles a sus puntos de partida; he aquí que cuando hacen una recapitulación in mente de la jornada, se les filtra en el pensamiento, casi sin ellos darse cuenta, la sutil emoción de su visita —en el rato perdido— a la catedral, o de su oración ante la reliquia del Santo Rostro, o de su escalofrío ante la cruz roquera del castillo que se divisa, paternal y avizorante, desde todo Jaén. Ciertamente es una emoción delgada, que casi no ocupa lugar —tan discreta y humilde es— en el azaroso engranaje de los preocupados pensamientos del hombre que ha venido a su asunto y ahora vuelve a Bedmar, a Génave, a Peal de Becerro, a Iznatoraf o a Villanueva de la Reina. Sin embargo... Sin embargo, puede ser que la difusa armonía del órgano catedralicio que inciensa de música a las altas naves, o el heroico gesto épico del castillo que levanta sus almenas desdentadas al cielo impasible, hayan hecho un impacto en el alma de este amigo sencillo que, sin él advertirlo, ha encontrado perdidos y olvidados en la capital unos trozos de la belleza de su propia alma; trozos que le han devuelto, como espejos, los viejos encantos artísticos, poéticos y religiosos del viejo Jaén de plata.
Ahora José Chamorro —este amigo de Jaén; como Jaén, de plata— ha escrito, con emoción de enamorado, las glorias de su pueblo en su Guía Artística y Monumental. Porque es necesario que la emoción no se nos pierda en la ciudad que guarda el Santo Rostro del Señor, en la ciudad que irradia luz, gozo espiritual, discreción y simpatía por todos los resquicios de su recatada pureza orfebral. Porque es necesario que al visitante que llega a la capital, animado de un interés próximo, se le prenda en el espíritu la simiente de un alto y sublime interés —interés desinteresado— de Belleza... Para ayudar, para espolear, para estimular este interés, José Chamorro —alma grande en la que la bondad es inteligencia y la inteligencia bondad— tiende al visitante de la noble ciudad la cordialidad de su prosa escueta, precisa, limpia, erudita, brillante.
No dejemos que se nos pierda la emoción de Jaén. Hagámonos conducir, a través del laberinto intrincado de sus callejas tortuosas por este hilo de Ariadna de la Guía Monumental y Artística que ha escrito José Chamorro.
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