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Úbeda

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ÚBEDA Y EL EMPERADOR EN EL CENTENARIO DE CARLOS I

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 8 de octubre de 1958

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El 16 de noviembre de 1526, el Emperador llega a Úbeda. Se hospeda en el palacio de su secretario don Francisco de los Cobos y Molina. El palacio de los Cobos tiene una traza severa. ¿Severa? El palacio del secretario es de una sobriedad imponente, de una austeridad a ul­tranza. Sorprende esta edificación en una época con re­sabios isabelinos todavía; cuando aún está lejos, en el tiempo, la «penitencia de la piedra», cuando aún Herrera —terapeuta de la renuncia— no ha impuesto a nuestro arte su régimen dietético: su ley de «ayuno y abstinen­cia». Ni un adorno, ni una redundancia más o menos permitida, más o menos pleonástica, en la lisura enorme, casi descomunal, de esta fachada del palacio de los Cobos, que, no obstante, asume en su arrogancia muda, la índole grandiosa, la generosa ambición, de aquellos días impe­riales...

Pero vayamos a las visitas del Emperador en Úbeda. ¿Para qué viene a Úbeda Carlos I? Según testimonios harto sabidos, el prognata insigne —del prognatismo del primero de los Carlos se ha hablado mucho estos días—, jura ante los Evangelios guardar los privilegios, fueros y mercedes concedidos a la ciudad «en remuneración de los muchos y leales servicios que sus vecinos habían hecho a los reyes católicos de gloriosa memoria, sus antecesores, así en el Reino de Granada, derramando mucha sangre por su servicio como en otras cosas». No se mencionan en el documento, tantas veces exhumado, los servicios de la ciudad al propio Emperador, quizás porque, reciente la guerra de las Comunidades, aparece un tanto confusa la actitud de Úbeda en este trascendente evento histórico. En tales circunstancias, no es muy aventurada la conje­tura de que Carlos I viene a Úbeda a congratularse con la ciudad: a agradecerle, sí, de una parte; a perdonarla de otra...; haciendo uso, en fin, de esa fina diplomacia, de la que el gran Emperador pudo hacer gala. Porque si Úbeda había contribuido con su sangre a varias campañas del nieto de los Reyes Católicos, no está del todo clara la vocación —diremos la vocación— de buena parte de la nobleza ubetense, ante la coyuntura imperial. Así, el mis­mo Emperador soslaya con mucho tiento algún tiempo después de su visita a Úbeda, cualquier diferencia —dire­mos diferencia— con los de nuestro pueblo, en la carta que desde Monzón dirige a la ciudad. Porque parece que como el alcalde Luis Hernández quisiera «obligar» a los caballeros a asistir a la guerra, los caballeros expusieron sus motivos de queja. Y el Emperador, con exquisito tac­to, escribe al alcalde: «E fuera bien que usáredes en esto de los términos que escribimos, sin exceder de aquella orden, porque intención no fue ni es de apremiar a los dichos fijosdalgo a que vengan a servirnos, sino que ellos lo hagan, si quisieren de su libre voluntad».

Pero todo esto, al fin y al cabo, es pura anécdota. Lo importante, lo decisivo, es que la idea imperial iba a do­tar a Úbeda de su fisonomía imperecedera: de esa fisono­mía que no han podido deslustrar los siglos. La huella de Carlos I en Úbeda no está, precisamente, en los archivos —letra muerta de prolijidades difuntas—, sino en la per­cusión maravillosa que el sentido lato del Imperio propa­garía, en onda gloriosa, a lo largo y a lo ancho de la ciu­dad, hasta plasmar en templos, palacios y edificaciones de limpia y renovada estirpe, todo un concepto tremante de superación y esfuerzo. Nadie puede negar que Úbeda no «se encontró» hasta los días del Imperio. Antes de Carlos I, había sido una ciudad en lucha con el Islam y en lucha consigo misma, agitada de banderías, primera contribuyente ciertamente en el fragor contra la morisma, pero, al mismo tiempo, «vaso de ponzoña», según expre­sión de la propia Reina Isabel.

Es con Carlos I cuando nuestro pueblo empieza a embellecerse con sus famosos monumentos: cuando una pululación de magníficos artesanos de casta deja cons­tancia en la factura de nuestros templos; cuando se ini­cia, bien que tímidamente, nuestra industria... Es con Carlos I cuando Úbeda, que se ha encontrado, vota a sus hijos mejores para la aventura en Flandes, en Italia, en América. Cuando sus blasones, quizás un poco enmohe­cidos, adquieren una juventud, una honra, un prestigio nuevos. Evidente resulta que sin el «climax» del Imperio que Carlos I encarnaba, esta Úbeda que nos enorgullece no hubiera sido posible. Luego, ya, caben todas las supo­siciones, algunas de ellas, más que probables. Como la de atribuir al secretario Cobos, ubetense, preponderante figura de la corte imperial, el auge manifiesto de Úbeda. En efecto, si el Imperio fue la causa del engrandecimiento de nuestro pueblo, don Francisco de los Cobos representa, en este proceso, la «ocasión próxima...» (Así, glosar nues­tra plaza de Vázquez de Molina, lleva aparejada la glosa del Imperio y... el comento del linaje de los Cobos de Molina.)

Muchas ciudades de España celebran estos días el cen­tenario del Emperador Carlos. Úbeda lo conmemora, tácitamente, en cada instante. La idea imperial es una pre­sencia viva, imprescriptible, en la fisonomía total de la ciudad conformada, para siempre, a un canon de belleza. Porque no olvidemos que el Imperio, ante todo, es un Orden. Y cuando el orden esplende, cuando el orden triunfa, se llama —lo dice San Agustín— Belleza.