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LA EUCARISTÍA NO ES UN BRINDIS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 9 de junio de 1977

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No hay pruebas evidentes de que el hombre se comporte espontáneamente como un "animal social". Por lo visto, esto es más que un he­cho una aspiración. Toynbee era de opinión de que si el hombre "en tanto que técnico es un genio, co­mo ser social es un zopenco", y por eso exhortaba: "Comencemos a tomarnos las relaciones humanas tan en serio como nos tomamos los automóviles, los sacacorchos y los aviones". Las creaciones de la civilización y de la téc­nica obligan cada vez más al hombre a la vida social que, en primer lugar, demanda una ayuda mutua. Pero es, precisamente, para lo que estamos es­casamente preparados. Nuestras com­petencias en los campos científico, in­telectual, artístico, manual, son inago­tables. Sin embargo, nos mostramos incompetentes en el plano de la co­municación de bienes y de la convi­vencia armónica y fértil. La lucha y la agresividad son más naturales, en la historia, que la paz siempre provi­sional y relativa. Egoísmos y persona­lismos forjan la trama del acontecer diario. ¡Qué pesimismo —me dirán us­tedes— entraña pensar así! Pero ¿no vivimos así, en un contexto así? Sin duda, como argüía Unamuno, por fal­ta de imaginación. Él, al egoísmo, le llamaba falta de imaginación. Nada más por eso se explicaba que "una mo­lestia propia nos duela más que el es­pectáculo de un terrible dolor aje­no...".

Como "necesitamos" de una lograda armonía social y como, en el fondo, nos mostramos reacios a la misma, los socialismos son la ortopedia que la ci­vilización ha inventado para remediar desde afuera, y de manera impuesta, nuestro individualismo. Nuestros per­sonalismos nos hacen deficitarios y torpes para la construcción del "bien común" que todos predicamos y que nunca llega. No obstante las solucio­nes ortopédicas no pueden ser del to­do soluciones y, además, aparecen co­mo remedios que inquietan, a menudo, más que el propio problema. Los socialismos se debaten en la cuerda flo­ja. Dificilísimo el equilibrio del so­cialismo con la libertad. Derechos humanos, deberes humanos, mi autono­mía, mi obligación, mi amor propio, mi vinculación a los otros... ¡A ver quién me da un balancín!

¿No es preciso, puesto que naturalmente no tendemos a la cohesión y al recíproco servicio, y puesto que el "aparato" de prótesis nos molesta por lo postizo, mecánico y "sólido", bus­car otra salida? Bien, pero me decía un amigo, ya sabemos cuáles son tus salidas a todos los problemas; nos abres las "puertas del campo" y nos dices: En el campo está Dios, busca a Dios en el campo. Es decir; este lector me acusa de apelar a la solución religiosa con demasiada frecuencia. Bueno —le respondí— yo sí, pero en cambio es raro. A un buhonero, le re­gañaba una comadre: Oiga, usted no vende nada más que carretes de hilo verde. Es que, carretes de los restan­tes colores —responde— ya se los ofre­cen los demás con hartura y sin des­canso, con variedad y sin pausa.

Efectivamente, a eso voy. Pienso que la fe católica ofrece una altísima ver­dad hecha Sacramento para alcanzar que la "dimensión social del hombre" sea más que un programa, más que una disposición autoritaria e incluso más que una conveniencia que cuan­do interesa de manera inmediata se hace y al no advertirse la inmediatez se desecha. Lo pienso con ocasión del Corpus.

Pero es un pensamiento con tem­blor, con escalofrío, con drama. Y, desde luego, lleno de preguntas. Al hi­lo de su Pasión y Muerte, Cristo —en cuya divinidad creemos— nos dejó el testamento de sus palabras mejo­res: "Amaos los unos a los otros co­mo yo os he amado". Y, precisamente al borde, junto al mismo abismo de su Sacrificio que revertiría en la Glo­ria de su Resurrección, nos otorgó, como prenda de su mandato de amor, y como alimento —ágape— para el crecimiento en unión que el Amor sig­nifica y es, el Misterio del Pan y del Vino convertidos en su Cuerpo y San­gre.

Es algo descomunal, tremendo, asom­broso. O se cree o no se cree en este Misterio. Pero si se cree, el curso de toda la vida personal del creyente gi­ra en ciento ochenta como suele de­cirse. Y si no gira es que todavía su fe no ha alcanzado plenitud. Y si gi­ra, ya el Amor descubre al hombre, entre otras cosas mayores, su auténti­ca dimensión social. Y desde esa po­sición y disposición de "ágape" des­precia toda prótesis y, también, el ba­lancín. La gente nos creerá de verdad cuando si nos pregunta si somos so­cialistas, podamos contestar conven­cidos: Mira, no lo necesito porque soy cristiano. Lo mejor que podría llegar a ser el socialismo es un sucedáneo. Y en lo que no puede quedar el cris­tianismo es en una fe que uno tiene y de la que uno nunca se acuerda, guardadita quizás en las convicciones y ausente de las vivencias. Creo que la Eucaristía es el invento de Cristo para que fe y amor se refresquen ca­da vez. Doble milagro, porque ni fe ni amor, son aptitudes o actitudes na­turales, lógicas y fáciles. Realmente Él dijo lo que no hubiera dicho un loco: "Esto es mi cuerpo". Y es que quizás hacía falta la "locura" eucarística del Corpus para establecer la Suprema Cordura sobrenatural del Amor. ¿Pue­de explicarse el Corpus de otra ma­nera? Y de otra manera, ¿entiende alguien que el Amor pueda pasar de un simple ensayo?
Ni ensayo, ni locura, ni palabra sin semilla, ni difuso misterio romántico, ni flor retórica, el Corpus nos invita al amor urgente de vertiente doble: Dios y el prójimo. Los orfebres góti­cos y renacentistas, los constructores de las Catedrales dieron una exteriorización plástica al misterio eucarístico. Como los autores de los "Autos Sacramentales" levantaron de su can­tería poética unos monumentos de pa­labras fieles a su Palabra. La Eucaristía se ofrece a la adoración en vi­riles y custodias con forma de Sol porque si Él está oculto en la Sa­grada Hostia, nuestra adoración ha de hacerse canto de flores, de versos de plata, de fervores. Él se oculta, pero es obligación de los cristianos osten­tarle, proclamarle, homenajeando su invisible presencia con nuestra pa­tente y arrebatada exultación votiva.

Da escalofrío el Corpus. El Corpus catalizador de la unión de los hom­bres, detectador del Amor, en la actualización del Sacrificio de la Cruz, con el encargo de su deseo: "Haced esto en memoria mía".

Pero la Eucaristía, así de sagrada, así de religiosa, así de jubilosa, así de dramática, no puede, entonces, trivializarse. (No faltan cristianos más aten­tos a convertir el Misterio en una sim­ple fiesta de la "base"). No, porque es una Celebración en ímpetu ascenden­te. Nos une su Gracia y no nuestro palmoteo. La Eucaristía no es un brindis.