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EROS Y THANATOS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 11 de diciembre de 1977

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Un personaje de Goethe ironiza sobre la guerra. Dice: "La guerra expedienta la epope­ya. En la guerra uno gana y otro pierde. Sin saberse a fin de cuentas qué es lo que uno gana y lo que el otro pierde". Neruda ha escrito este ver­so: "La aguja de la muerte bus­cando hilo". He ahí el ganador que no falla. Presente en todas las contiendas, la muerte cobra el botín mayor, un botín de an­temano asegurado.

Pero las guerras surgen como una manifestación de vitalidad. Tanto el defensor como el ata­cante están en la vida, esperan, de la vida, aspiran a más vida. La historia del mundo es en gran parte la de sus guerras. Casi no se las puede considerar como ac­cidentes. Por lo menos hasta aho­ra han constituido la trama de una civilización cuya andadura fue siempre empujada por la vio­lencia de las armas. Es curioso que esta violencia, no obstante la vigencia constante de las ba­tallas, ha sido repudiada moralmente en todos los siglos. Punto difícil fue siempre conciliar la "ultima ratio" que es la guerra, con la simple razón. En cual­quier tiempo se impone la con­clusión de que puede haber gue­rras lícitas. Pero, ¿quién las dis­crimina? ¿A qué juez apelamos? Paradójico: La violencia en sí ha sido condenada, sin excepción, por todas las conciencias hon­radas y, sin embargo, una vez tras otra se proclama, llegado el caso, la necesidad de la guerra. De la guerra que es y fue el má­ximo condensador de violencias. El fenómeno extraña: al borde del abismo el hombre cultiva sus jardines: el arte, la ciencia, la poesía, el amor. Ni siquiera eran incompatibles el guerrero—profe­sional de la violencia— y el mís­tico: profesor y profeso de la paz iluminada. Pues, ¡qué entonces! ¿Cómo se explica una Humani­dad constante enamorada del se­reno aquietamiento, aspirante a la paz perpetua, pero obstinada y pertinaz en la práctica de la guerra?

Quizás no se trata de explicar. Recientemente la sociología del grupo de Frankfurt intentó ahon­dar la cuestión. Horkheiner, Marcuse, Adorno, han pretendido dar­nos a entender que se cierra un ciclo histórico —el llamado de la "civilización represiva"— regido por el divorcio de la teoría y la "praxis". Bellos principios tuvo siempre el hombre, pero malas costumbres. Ahora —piensan en utopista— una ciencia humana unificada, abolido el ciclo recu­rrente de "dominación, rebelión, dominación", puede hacer cam­biar el signo de la marcha de la Historia. Pero para el triunfo de "Eros" frente a "Thanatos" ("Thanatos, según Marcuse, que asume la simbología freudiana, es símbolo al par de la civiliza­ción y de la muerte), para el cambio de rumbo, ¿qué arbitrio sirve? Pues... ¡donoso descubri­miento! se apela de nuevo a la rebelión. Pero a una rebelión más ambiciosa. Porque en el de­curso histórico las rebeliones to­das lo han sido frente a éste o al otro régimen o estado de co­sas. Pero la rebelión que preco­nizó Marcuse —ya, ciertamente, un poco trasnochado— es más de raíz. Y sus epígonos quisieran cambiar la índole radical, cons­titutiva de la Historia, casi des­de el Paleolítico acá... Revolucio­nes y guerras anteriores se pro­ponían enmendar males o dolen­cias locales. Ahora lo que se quie­re es una "contracultura" capaz de curar la enfermedad innata. ¿Capaz, pues, de curar el peca­do original?

Pero para eso es preciso creer en el pecado original. Y es, asi­mismo, curioso; estos sociólogos que elucubran sobre males de la estructura puramente humana, anterior a las demás estructuras, no quieren caer en la cuenta de que la única explicación de un deterioro así está en el "Géne­sis". Parece —piensa uno, pero ellos se resisten— que la clave teologal aquí vendría de perlas. Grandes males, grandes reme­dios; frente al vicio constituti­vo —pecado—, la Historia de la Salvación. A los sociólogos de Frankfurt, se les ocurrían otras soluciones sin teología por me­dio; pero con "garra juvenil", que es socorrido señuelo. Es decir, na­da de recursos o instancias a lo transcendente sino lucha, Nueva Lucha. ¿Cómo y cuándo esa lu­cha con mayúscula? Ah, pues ahí está lo sorprendente. La gran lucha no es una gran guerra. Se plasma, de manera muy distinta, en combates estudiantiles, gue­rrillas, "terrorismos literarios" y de los otros, violencia estratégi­ca distribuida en puntos neurálgicos de la geografía, de la po­lítica, del arte e incluso de la mú­sica... ¡Contra-música! Es decir, para combatir la "gran Endemia" viene a preconizarse el alfilerazo constante reincidente, plural. Ex­traño y sorpresivo; porque un modo de civilización que —es la tesis de Marcuse, todavía con mucha audiencia— metabolizó siempre las rebeliones convirtien­do sus contenidos en propia sus­tancia para asegurar la supervivencia repetida del esquema (re­cordémoslo, "dominación, rebe­lión, dominación"), un fenómeno así, ¿va a poder sucumbir a fuer­za de picores o picotazos? Inge­nuo y... contradictorio.

¡Qué difícil es todo! Qué com­plejo este entramado de hilos e hilazas dispares. Guerra y paz. Civilización y barbarie. Arte e ignorancia. Terrorismo y nostal­gia. Todo bajo el mismo techo.

E, inevitablemente, "la aguja de la muerte buscando hilo". Todo sería absurdo, si no fuese tan bello —tan cierto— aquello de Plotino: "La muerte es un hacer subir lo que hay de divino en mí a lo que hay de divino en el Uni­verso".

¡Qué raro resulta! Y qué sor­prendente. Las noticias de cada mañana son éstas; guerra, con­taminación, secuestro, huelga, terremoto, infarto. Publicidad de la amenaza siempre. Pero, al par una aspiración indeclinable de felicidad barata, es decir, de pla­cer. Placer es lo que ofrece "Eros" frente al dominio de "Tha­natos". ¿Nada más? ¿Merece la pena? Dialogan dos personajes de Malraux en "La condición humana". Uno exclama: "No sólo está la felicidad. También existe la paz". Es cierto. Pero falta que nos pongamos de acuerdo. ¿Qué paz? ¿En dónde la paz? ¿Cuán­do? ¿Para qué?

¡Qué oscuro! Como todo apa­renta así, Kandinsky inventó una pintura sin figuras. Bueno; la pintura abstracta es posible. Pero la civilización abstracta no. Y los síndromes de la contracul­tura inclinan a atisbar una his­toria imposible, a base de accio­nes y pasiones, destruidos todos los conceptos.

Pero es necesario que la His­toria siga. Y lo que es necesario es posible. El grito hoy es ¡liber­tad! Excelente; pero con otra bandera al lado que grite: ¡Vo­luntad!