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DOS INFORMES

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 19 de septiembre de 2013

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Es probable que el plan es­tudiado por el Gobierno pa­ra detener la escalada de precios tenga su eficacia. Leo que se congelarán ciertas su­bidas de los productos alimenticios; no de todos, sino de una serie de ellos que serán elegidos entre los 255 que forman el índice del coste de la vida (muchas personas nos enteramos ahora de que precisa­mente podemos alimentarnos de 255 cosas). Pero, al parecer, el nuevo plan pondrá un especial énfasis, al reclasificar los precios, para que al­gunos de ellos con "categoría" ac­tual de "declarados" pasen a "re­gulados" y para que otros pasen de "libres" a "declarados", inter­preto esto en el sentido de que se­gún el propósito del plan, la "li­bertad de precio" quedaría casi ex­tinguida en este tiempo en que tan­ta gente desaprensiva junta y mezcla la "libertad de conciencia" con la poca conciencia. Buena cosa sería conseguir esto. Precisamente —cree uno— el fracaso del liberalismo eco­nómico a lo Stuart Mill radicó en la ingenuidad de pensar que la li­bertad económica, sin intervencio­nismo de ninguna clase, con la sola ley de la oferta y la demanda in­fluyendo y determinando el libre cambio, iba a traer consigo la bue­na conciencia de los librecambistas y, con ella, la prosperidad y el bien­estar social. No sucedió así. No su­cede así con ninguna libertad ale­gremente preconizada.

La libertad parece hoy una pala­bra tabú. Y ciertamente la libertad es sagrada. Pero es planta que se cultiva con esmero. Nunca llega su florecimiento espontáneo o impro­visado. Así es que terminar con la "libertad de precio" es necesario. Y probablemente actualmente más que nunca. Porque hoy más que en nin­gún tiempo, cuando tanto se escri­be, se habla —y hasta se chilla— de la libertad de conciencia, se echa de menos la conciencia y... la consciencia. ¿Cómo se puede predicar a troche y moche la libertad de con­ciencia en ambientes en los que casi se ignora qué es la consciencia psicológica y cómo se educa la con­ciencia moral? Y, ¿cómo se puede ser libre si se ignora lo que la li­bertad es? Claro que sí: eso está muy bien. Precios libres, no. Y si no son posible siempre, siempre, los precios regulados, por lo menos es elemental que todos se declaren. Pero esto sería de seguro, una se­cuela de la moral declarada. Co­nozco a mucha gente que preconi­za su moral libre, no sujeta a la moral regulada del Mandamiento y de la Ley.

No, no; tampoco puede ser. To­dos tenemos por lo menos que de­clarar cuál es nuestra moral. Que se nos conozca, que se nos vea ve­nir. Así, como mínimo, tendríamos juego limpio. Y es que toda liber­tad debe tener sus frenos. Tanto la del precio de las alcachofas co­mo la de la hora de empezar a tra­bajar o la de la facultad de expul­sar nuestro veneno o nuestra envi­dia cuando, "sinceramente", se di­ce lo que se malpiensa.

¿Cuándo empieza el delito? Creo que, precisamente, cuando hostiles a cualquier regulación de nuestros actos, no solamente nos resistimos a una moral regulada, sino que, ade­más, nos negamos a una moral de­clarada; es decir, comienza el de­lito en el preciso momento que ocul­tamos nuestras rebeldes intencio­nes. En Derecho Internacional, la previa declaración de guerra quita hierro al muy probable delito de la guerra. Habría por supuesto me­nos maldad en los individuales de­litos comunes si cada delincuente tuviese la relativa honradez de re­velar sus insanos propósitos. (Creo que es de Echegaray aquel título de drama: "El delincuente honrado".) Pero pretender que el delincuente se haga preceder de la declaración de su pecado es pretender una uto­pía; es una tontada. Y por eso, no basta pasar —como en los precios— de la moral libre, a la moral de­clarada. Hay moral regulada —por la Ley de Dios y por las leyes so­ciales justas— o no hay moral. El régimen de precios, es otra cosa bien distinta.

Da en qué pensar el último in­forme del fiscal del Tribunal Su­premo de Justicia en España. Dice el señor Herrero Tejedor que en nuestro país, el delito cuesta cada año al Estado dieciocho mil millo­nes de pesetas. La prevención, la represión y el castigo de la delin­cuencia pública acarrea estos gas­tos. Por lo que "la dedicación de una parte de esta cifra —expresa el fiscal del Supremo— a intentar que disminuya un fenómeno de tal entidad es a todas luces necesaria".

El delito es caro. Sube de precio en todas partes. Cada día cuesta más extirparlo, disminuirlo, ate­nuarlo. Más dinero, por supuesto; pero, lo que es peor, cuesta más esfuerzo, mas preocupaciones. Más despliegues policíacos, al par que más despliegues morales. ¿Acaso lo duda alguien?

Urge una moral desprovista de moralina —ese sucedáneo que, ya, ni engaña— pero insuflada de se­guridad, de fuerza, de energía. Co­rrientes de libre pensamiento que bien me sé están dando lugar a actuaciones de libre-moralismo que mal nos amenazan. La "moral de si­tuación", que es todo lo contrario de la moral cristiana, es la traduc­ción a la Ética del librecambismo económico. Hay que estar a las du­ras y a las maduras.

El comerciante de la esquina no es libre para poner el precio que quiera a sus patatas. Pero ni us­ted, amigo lector, ni yo, somos li­bres de señalar el valor moral de nuestros actos, ni aún apelando a lo sagrado de la libertad de con­ciencia. Ya que eso —«eso y así— no sería acogerse a lo sagrado, sino es­conderse en el comodín.

Muchas maneras hay de faltar a la verdad y de atentar contra el bien común y el bien privado. Mu­chos delitos hay. En cambio, cuan­do se opta por la verdad y el bien, apenas caben equívocos. Por eso es facilona la fealdad y bella la autén­tica virtud. Decían los pitagóricos: "Es fácil errar el blanco, pero difí­cil es dar con él. El mal es de la naturaleza del infinito; el bien, en cambio, es de la naturaleza de lo limitado". En efecto, cada día —se­gún parece— se inventan delitos nuevos. Pero virtudes, no. Las vir­tudes están todas inventadas. Lo que pasa con las virtudes es que, muchas, muchísimas de ellas, están todavía sin estrenar.