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LA EDAD DE LAS PALABRAS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 12 de julio de 1974 (Pensamiento y opinión)

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Unas palabras se van, otras vienen. Algunas evolucio­nan, casi cambian de sig­nificación. Ya nadie dice "su algo" cuando hay que referirse a la hacienda o posesión de "al­guien". Ni hay propiamente "fijosdalgos", hidalgos, aunque el apelli­do subsista. He ahí un ejemplo de palabra que ha sufrido sucesivas erosiones. En el "Poema del Cid", el "fijosdalgo" es un tipo potente, enfático ("ardido", dice el poema), casi terrible. ¡Qué distancia de los fijosdalgos conquistadores y cabal­gantes al "Ingenioso Hidalgo"! Pe­ro el hidalgo al que sirve Lazari­llo de Tormes, cuyo orgullo corre parejo con su pobreza vergonzan­te, señala el punto más bajo de la curva de descenso. Así, el pesi­mismo barroco del XVII acarrea la defunción —hablamos de nues­tro idioma castellano— de innu­merables palabras frescas y risue­ñas que se leen en el "Libro del Buen Amor", en "La Celestina" o en "El Conde Lucanor", pero que pierden vigencia porque se quedan cesantes. Es decir, se agotan ideas, cosas y glorias y, entonces, las vo­ces que servían para designarlas son como odres vacíos. Y cuando perviven, son pura inflación.

Proust habla de la edad de cier­tos apellidos. Muchas personas en­cuentran fácil el acceso a la "per­sonalidad" gracias al apellido en que estriban un prestigio. Gran parte del temario de "A la busca del tiempo perdido" prolifera alre­dedor de un apellido con edad: los Guermantes. También están las palabras de ganada distinción o be­lleza que dan calidad a una estro­fa o a una prosa por el hecho sólo de su indiscutida prestancia. Pala­bras que incluso traen de la ma­no a las ideas y no al contrario. Así, escribía Paul Valery: "El tra­bajo interno del poeta consiste me­nos en buscar palabras para sus ideas que en buscar ideas para sus palabras".

Sin embargo, se ha abusado de bastantes de esas ilustres palabras con mucha historia, mucha edad y mucha fuerza a sus espaldas. Edad y frescor al par, porque pertene­cen al número de las que no en­vejecen. Sucede, por ejemplo, con "amor". Tan genérico es el vocablo que hubo que establecer distincio­nes. El amor como "Eros", como deseo de lo que falta, tiene una es­tirpe pagana en el mismo Platón. Aristóteles le asigna un cometido de "philia", de amistad, y con San Agustín se plasma la acepción del amor como "ágape" —fraterna unión— por efecto del Mandamien­to Nuevo. ¡Cuántas especies de amor! El amor que se ensucia de lodo y el amor que establece la comunicación del espíritu con el Espíritu. ¿Qué hay de común en­tre estos dos conceptos al servicio de los cuales empleamos la misma palabra? Hay el peligro de usarla en vano, que es casi lo mismo que usar "su santo Nombre en vano", puesto que Dios es amor en su pura esencia. Pero ahí trompetean una filosofía de la violencia—y has­ta una teología de la violencia-empeñadas en la aberración de un odio delegado del amor.

No pasará la palabra amor, a pe­sar de sus desviadas acepciones. Otras, aunque no conserven su pri­mitiva forma, duran y duran cam­biando su cresta, su plumaje o su andadura, adaptándose al contex­to histórico. Tienen bastante edad, pero disponen de los suficientes... recambios. Sin ir más lejos, ahí está la Democracia. Trae un lar­guísimo viaje histórico. Casi con­temporánea del Partenón, ha lle­gado a nuestros días atravesando siglos y milenios. El secreto de su éxito radica en que la palabra no se ajusta como guante de un con­cepto fijo e invariable. No, no es la misma idea. No pensaban igual de la democracia —-no son demó­cratas de la misma forma y esti­lo— Pericles, Mario, Robespierre, don Francisco Pi y Margall, un ministro de Fidel Castro y un adic­to demócrata-cristiano. Pero no hay que remontarse a los orígenes del "viaje" de la palabra. Todo el mun­do tiene en su casa el retrato de un abuelo con sombrero de bom­bín. Todos los antepasados con sombrero de bombín eran demócra­tas de Sagasta y las excepciones confirman la regla. Pero casi todo el mundo también tiene entre los suyos —hijo, sobrino, primo o de­más familia— un joven (bozo apun­tando o barba declarada, es igual) que intenta convencernos de que un día se descubrirá la auténtica democracia de la misma manera que un día se descubrió el genuino Mediterráneo. Pero pongamos—¡ah, si se pudiera!—, pongamos a dis­cutir al abuelo del bombín de la sala, partidario de don Práxedes, con el bisnieto que relaciona, en vaga asociación de ideas, a la de­mocracia con la discoteca (con la discoteca, no con la biblioteca). ¿Podrían ponerse de acuerdo? Por lo demás, en este carnaval de palabras —carnaval "parlero", diría Berceo; "verborreico", dice cualquie­ra de nosotros—, ¿quién podrá po­ner orden en el léxico de la polí­tica? Desde el fascista al anar­quista, pasando por doña Severa, que es presidenta de las Damas del Trisagio, usan cuando les viene bien de las mismas palabras. Se expenden en el mercado ideológi­co y cada cual les da un corte y una confección a su estilo. Demo­cracia, Libertad, Participación, Pue­blo, Justicia... no están ausentes de ninguna bandera. Así es que todas esas palabras de edad, a quienes todo bicho viviente respetuosamen­te acata y saluda, esconden bajo su carpa común "animalías" (que diría el Arcipreste; "faunas", dice cualquiera de nosotros) diferentes e incluso opuestas. Hasta el punto de que, si de las palabras depen­diera, todos nos reconciliaríamos al amanecer. Pero cordialmente, al anochecer, nos peleamos empuñan­do las mismas palabras. Es distin­ta en cada caso la empuñadura y diferente el brazo. Y hartos de engañarnos con la verdad, volvemos a engañarnos con la mentira, para después a tornar a engañarnos con la verdad. Y luego, cuando empe­zamos a asustarnos con la confu­sión, alguien, presumiendo de pru­dente, va y dice: "¿Confusión? ¡Qué va! ¡Crisis de crecimiento!"

Díganos el Canciller de Ayala si esto puede no causar "lacerío" (su­frimiento, que decimos usted y yo) y si tal rigodón de conceptos, cam­biando a cada instante de pareja, de palabra, puede dejarnos "ledos" (contentos), que escribiría Don Sem Tob. ¡Ah, sí! Unas palabras vienen, otras se van. Y otras... dan la lata.