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OPINIÓN, ACCIÓN

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 19 de noviembre de 1974

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Primero se hacen las cosas y luego se piensa cómo se hacen, decía un ferviente hombre de acción. Es la esti­mación, más o menos exagerada, que no pocos hacedores tienen del pensamiento. Según ellos, una co­piosa preparación meditativa, mi­diendo al milímetro las ideas, valo­rando con precisión los pros y los contras, esteriliza el ánimo e im­pide la decisión. Quien mucho pien­sa, mucho duda. Y quien mucho duda, nada hace.

Pero todo esto puede ser verdad a medias. El inconveniente de mu­chas verdades es que son mentiras, si se les mira el otro hemisferio. Es casi lo normal que ciertas cer­tezas se nos arruguen y se des­califiquen cuando, por un descuido, nos muestran la cara de atrás. O cabría decir que algunas segurida­des, como la belleza de algunas mujeres, sólo se mantienen vistas de perfil; sucumben al ser miradas de frente. Respecto a la media ver­dad de que la acción previa garan­tiza y fortifica a la idea, lícito es oponerle la media verdad contraria. Ortega y Gasset escribía, con esa galanura que ya es difícil ver en la prosa castellana, acerca de los tres momentos del hombre. Primero, no es sino el hombre perdido, naufrago entre las cosas, a punto de olvidar su identidad, zozobrante en el "quién soy yo". A este naufragio previo —propio más de la época inaugural, es decir, de la adoles­cencia—, Ortega le llamaba "alte­ración". Pero, natural reacción, a la alteración sigue el "ensimismamiento". Es el momento en que el hombre se encierra y se mira. Y en­ciende el altar de su intimidad. ¿Egoísmo? ¿Es el egoísmo, ya co­mo costumbre, el instrumento que articula las conchas de tortuga de un inmovilismo mental que mata la personalidad? Sí; algunas veces. De los ensimismados, pueden salir los locos y, quizá, los idiotas. Pero es más frecuente que tras el ensi­mismamiento bien llevado, tras la mirada hacia dentro, suceda el ter­cer momento de "vuelta al mun­do". Entonces, y sólo entonces, pu­rificada la opinión en su baño de interiorización, es capaz el hombre de navegar entre las cosas, sabien­do quién es, seguro de sí mismo. Entonces es que ha aprendido a nadar, a bracear entre el oleaje. La opinión, la "doxa", ha adquirido crédito y carné. Surgió la madurez y el quehacer se hace imperativo; la "praxis", pues, encuentra su sazo­nada ocasión. (Es decir, al hombre de acción a ultranza, al valiente o valentón —audaz o fatuo, según los casos— que se lanza al estanque "con la ropa puesta", se opone el cauto, el discursivo, el metódico, que sabe nadar y guardar la ropa".)

La opción se presenta en todos los campos. Unos prefieren hacer ya el cesto; otros, se inclinan a es­perar para que el cesto, más pen­sado, salga mejor. Al visitar "Nôtre Dame", de París, el aristócrata hún­garo Teleki, dijo de la catedral: "Sí es hermosa, pero no hermosísima". ¿No es esto lo que inquieta a todos cuantos aplazan la ejecu­ción de algo a fin de que, "pen­sándolo mejor", el logro sea más excelente?

Y, sin embargo, no hay que am­bicionar demasiado. Basta con lo hermoso y, a veces, lo mejor es enemigo de lo bueno. Lo cierto es que están —en política, en reli­gión, en arte, en los negocios— los partidarios de la ortodoxia, es de­cir, los que antes de lanzarse quie­ren atar todos los cabos, y los par­tidarios de la ortopraxis, más aten­tos a lo inmediato que a lo perfec­to, más preocupado por el pronto que por el mejor; más pendientes del hecho (y si el hecho sale con barbas se le pone San Antón) que de la idea (y si la idea fracasa, "es que creí que pensé qué", como Don Penseque).

Ortodoxia, ortopraxis. Opinión, acción. Y los políticos ¿qué saben los políticos de todo esto? Deben saber mucho, porque es su oficio. Pero sucede que los políticos, ade­más de disponer de opinión propia y de ser expeditos para la acción posible, deben de tener en cuenta la opinión y la acción de los go­bernados. ¿Para bailar al son que los "sondeos que la opinión públi­ca" les marca? Según, amigo mío, según. Depende del ritmo del bai­le. Y de los tambores. La "opinión pública", en ocasiones, es como una acordada orquesta. Otras, no pasa de "conjunto". Otras, es un bati­burrillo, limítrofe con el infierno. Y, otras, es la "flauta de Barto­lo". Según, amigo, según.

Otrosí —como diría el clásico— que la opinión pública cambia de molde con mucha frecuencia y muy bien de la masa para los roscos se pueden hacer magdalenas. El po­lítico avisado no lo ignora. A pro­pósito del político y la opinión pú­blica, dice Guicciardini, que fue em­bajador de Fernando el Católico, que éste, cuando se proponía algo, "procuraba artificiosamente que, por ésta o por la otra razón, se di­vulgase que el Rey debía hacer es­to o aquello"; es decir, se las arre­glaba el monarca de forma que se propagase que lo que él tenía deci­dido hacer era estupendo. Una bo­nita manera de crear opinión. Así, Fernando de Aragón, hacía lo que el pueblo deseaba. Pero es que el pue­blo deseaba —feliz carambola— lo que Fernando quería. Dirigentismo se llama a esa figura. Y con el fon­do maquiavélico. Pero piensa uno: ¿Será el maquiavelismo siempre pe­cado? Depende del Maquiavelo que lo ejerza. Porque cuando a Ma­quiavelo le da por ser bueno... (También están los anti-maquiavelos, que pretenden que "los medios justifican al fin", que tampoco es­tá mal: es decir, que tampoco está bien.) Y, bueno, "cualquiera que sea su nombre, usted es un caballe­ro", decía un noble de la corte de Luis XV a un señor que acababan de presentarle. ¿No es ésta, la ca­ballerosidad, la primera condición del político? Luego, su nombre, in­cluso su partido, importan menos.

La opinión, la acción y hasta la omisión del caballero purifican. Y por eso habría que seguir hablando de los caballeros. ¿Cuerpo o espe­cie a extinguir? No, no, ni mucho menos. Es que como ya no llevan caballo —y a lo mejor, algunas, ni siquiera buen coche— no se les distingue a primera vista.