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Primero se hacen las cosas y luego se piensa cómo se hacen, decía un ferviente hombre de acción. Es la estimación, más o menos exagerada, que no pocos hacedores tienen del pensamiento. Según ellos, una copiosa preparación meditativa, midiendo al milímetro las ideas, valorando con precisión los pros y los contras, esteriliza el ánimo e impide la decisión. Quien mucho piensa, mucho duda. Y quien mucho duda, nada hace.
Pero todo esto puede ser verdad a medias. El inconveniente de muchas verdades es que son mentiras, si se les mira el otro hemisferio. Es casi lo normal que ciertas certezas se nos arruguen y se descalifiquen cuando, por un descuido, nos muestran la cara de atrás. O cabría decir que algunas seguridades, como la belleza de algunas mujeres, sólo se mantienen vistas de perfil; sucumben al ser miradas de frente. Respecto a la media verdad de que la acción previa garantiza y fortifica a la idea, lícito es oponerle la media verdad contraria. Ortega y Gasset escribía, con esa galanura que ya es difícil ver en la prosa castellana, acerca de los tres momentos del hombre. Primero, no es sino el hombre perdido, naufrago entre las cosas, a punto de olvidar su identidad, zozobrante en el "quién soy yo". A este naufragio previo —propio más de la época inaugural, es decir, de la adolescencia—, Ortega le llamaba "alteración". Pero, natural reacción, a la alteración sigue el "ensimismamiento". Es el momento en que el hombre se encierra y se mira. Y enciende el altar de su intimidad. ¿Egoísmo? ¿Es el egoísmo, ya como costumbre, el instrumento que articula las conchas de tortuga de un inmovilismo mental que mata la personalidad? Sí; algunas veces. De los ensimismados, pueden salir los locos y, quizá, los idiotas. Pero es más frecuente que tras el ensimismamiento bien llevado, tras la mirada hacia dentro, suceda el tercer momento de "vuelta al mundo". Entonces, y sólo entonces, purificada la opinión en su baño de interiorización, es capaz el hombre de navegar entre las cosas, sabiendo quién es, seguro de sí mismo. Entonces es que ha aprendido a nadar, a bracear entre el oleaje. La opinión, la "doxa", ha adquirido crédito y carné. Surgió la madurez y el quehacer se hace imperativo; la "praxis", pues, encuentra su sazonada ocasión. (Es decir, al hombre de acción a ultranza, al valiente o valentón —audaz o fatuo, según los casos— que se lanza al estanque "con la ropa puesta", se opone el cauto, el discursivo, el metódico, que sabe nadar y guardar la ropa".)
La opción se presenta en todos los campos. Unos prefieren hacer ya el cesto; otros, se inclinan a esperar para que el cesto, más pensado, salga mejor. Al visitar "Nôtre Dame", de París, el aristócrata húngaro Teleki, dijo de la catedral: "Sí es hermosa, pero no hermosísima". ¿No es esto lo que inquieta a todos cuantos aplazan la ejecución de algo a fin de que, "pensándolo mejor", el logro sea más excelente?
Y, sin embargo, no hay que ambicionar demasiado. Basta con lo hermoso y, a veces, lo mejor es enemigo de lo bueno. Lo cierto es que están —en política, en religión, en arte, en los negocios— los partidarios de la ortodoxia, es decir, los que antes de lanzarse quieren atar todos los cabos, y los partidarios de la ortopraxis, más atentos a lo inmediato que a lo perfecto, más preocupado por el pronto que por el mejor; más pendientes del hecho (y si el hecho sale con barbas se le pone San Antón) que de la idea (y si la idea fracasa, "es que creí que pensé qué", como Don Penseque).
Ortodoxia, ortopraxis. Opinión, acción. Y los políticos ¿qué saben los políticos de todo esto? Deben saber mucho, porque es su oficio. Pero sucede que los políticos, además de disponer de opinión propia y de ser expeditos para la acción posible, deben de tener en cuenta la opinión y la acción de los gobernados. ¿Para bailar al son que los "sondeos que la opinión pública" les marca? Según, amigo mío, según. Depende del ritmo del baile. Y de los tambores. La "opinión pública", en ocasiones, es como una acordada orquesta. Otras, no pasa de "conjunto". Otras, es un batiburrillo, limítrofe con el infierno. Y, otras, es la "flauta de Bartolo". Según, amigo, según.
Otrosí —como diría el clásico— que la opinión pública cambia de molde con mucha frecuencia y muy bien de la masa para los roscos se pueden hacer magdalenas. El político avisado no lo ignora. A propósito del político y la opinión pública, dice Guicciardini, que fue embajador de Fernando el Católico, que éste, cuando se proponía algo, "procuraba artificiosamente que, por ésta o por la otra razón, se divulgase que el Rey debía hacer esto o aquello"; es decir, se las arreglaba el monarca de forma que se propagase que lo que él tenía decidido hacer era estupendo. Una bonita manera de crear opinión. Así, Fernando de Aragón, hacía lo que el pueblo deseaba. Pero es que el pueblo deseaba —feliz carambola— lo que Fernando quería. Dirigentismo se llama a esa figura. Y con el fondo maquiavélico. Pero piensa uno: ¿Será el maquiavelismo siempre pecado? Depende del Maquiavelo que lo ejerza. Porque cuando a Maquiavelo le da por ser bueno... (También están los anti-maquiavelos, que pretenden que "los medios justifican al fin", que tampoco está mal: es decir, que tampoco está bien.) Y, bueno, "cualquiera que sea su nombre, usted es un caballero", decía un noble de la corte de Luis XV a un señor que acababan de presentarle. ¿No es ésta, la caballerosidad, la primera condición del político? Luego, su nombre, incluso su partido, importan menos.
La opinión, la acción y hasta la omisión del caballero purifican. Y por eso habría que seguir hablando de los caballeros. ¿Cuerpo o especie a extinguir? No, no, ni mucho menos. Es que como ya no llevan caballo —y a lo mejor, algunas, ni siquiera buen coche— no se les distingue a primera vista.
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