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APARECE DON JUAN

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 7, núm. 82. Octubre de 1956

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Se alza el telón y... aparece Don Juan. Don Juan Tenorio es el «telonero» de noviembre y el primer nuncio del invierno. Eso, por lo pronto. Luego, Don se «expende» en los teatros como un producto autóctono de fabricación nacional. Su leyenda hemos querido apropiárnosla y no hemos consentido nunca que «el extranjero» incoe ningún expediente para desvirtuar los auténticos antecedentes españolistas del mito. Ramiro de Maztu, por ejemplo, se enfadaba literariamente para rebatir el supuesto de una fuente de inspiración extrapirenaica para el tipo del Burlador. Porque ya se sabe que puestos a buscar orígenes a cualquier creación literaria, los buceadores no dejan títere con cabeza. Y los buceadores dijeron un día que el burlador de Tirso constituía solo una aclimatación, una adaptación. Ahí, Riccoboni citando a un «Convidado de piedra» que amedrentaba con su voz marmórea los escenarios italianos allá por 1620, diez años antes de que el nuestro de Tirso —en 1630— desdeñase con su famoso ritornelo, «Si tan largo me lo fías», los prudentes consejos del astuto y morigerado Catilinón... Ahí, la «Larva mundi», de Leontio, por otra parte, opositando a la paternidad indiscutible —y tan dudosa, a fin de cuentas— de la famosa fábula. Pero, Ramiro de Maeztu, bucea como el que más y encuentra —cuéntanoslo en Don Quijote, Don Juan y la Celestina— un testimonio irrefragable en pro de la españolidad de Don Juan. Y cita un romance de Riello (León) en que ya se perfila —todavía en fase embrionaria probablemente— el inmortal mito. El embrión sobre el que iban a posar después todas las cluecas literarias hasta dar perfil neto al mito que llegaría a coronarse gracias al poeta coronado —Zorrilla— con el aura radiosa de la más apabullante popularidad. El romance de Riello es encantador. No nos resistimos a copiarlo, aunque presumimos que, haciéndolo así, va a faltar espacio vital a nuestro artículo que —¡oh exigencias editoriales!— ha de ser de una sola página. Dice así el romance:

«Pa misa diba un galán — caminito de la iglesia — no diba por ir a misa — ni pa estar atento en ella, — que diba por ver las damas — las que van guapas y frescas. — En el medio del camino — encontró una calavera — mirárala muy mirada — y un gran puntapié le diera; — arregañaba los dientes — como si ella se riera. — Calavera, yo te brindo — esta noche a la mi fiesta. — No hagas burla, el caballero — mi palabra doy por prenda. — El galán todo aturdido — para casa se volviera. — Todo el día anduvo triste — hasta que la noche llega: — de que la noche llegó — manda disponer la cena. — Aun no comiera un bocado — cuando pican a la puerta. — Manda a un paje de los suyos — que saliese a ver quien era. — Dile, criado, a tu amo — que si del dicho se acuerda. — Dile que sí, mi criado — que entre pa ca enhorabuena. — Pusiérale silla de oro — su cuerpo sentara’n ella: — pone de muchas comidas — y de ninguna comiera. — No vengo por verte a ti — ni por comer de tu cena: — vengo a que vayas conmigo — a medianoche a la iglesia. — A las doce de la noche — cantan los gallos afuera, — a las doce de la noche — van camino de la iglesia. — En la iglesia hay en el medio — una sepultura abierta. — Entra, entra, el caballero, — entra sin recelo en ella; — dormirás aquí conmigo, — comerás de la mi cena. — Yo aquí no me meteré, — no me ha dado Dios licencia. — Si no fuere porque hay Dios — y el nombre de Dios apelas — y por ese relicario — que sobre tu pecho cuelga, — aquí habrías de entrar vivo — quisieras o no quisieras. — Vuélvete para tu casa, — villano y de mala tierra, — y otra vez que encuentres otra, — hácele la reverencia y rézale un paternóster, — y échala por la huesera; — así querrás que a ti t’hagan — cuando vayas desta tierra.»

El admirable estudio de Maeztu no es único. El tema ha proliferado prodigiosamente. Porque Don Juan, además de un «tipo», además de un «mito», es una «cuestión», un fenómeno que los ensayistas literarios han mirado a través de los más sutiles experimentos. Cada novelista, cada poeta, cada filósofo, cada biólogo, cada moralista, cada psicólogo ha hecho su «pajarita» particular, sometiendo la famosa leyenda a mil extrañas y complicadas dobleces.

Se alza el telón y... comparece Don Juan. Comparece con un terrible complejo de examinado. Porque de él ya lo han dicho todo y ya lo saben todo los espectadores. A Don Juan solo le queda desenrollar —«trompo musical» que diría d’Ors— la relojería inmutable de sus gestos y sus versos.