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LA GRAN CUESTIÓN

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 23 de enero de 1976

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Más o menos, casi desde mediados de diciembre hasta mediado casi enero, tiempo disminuido con grandes es­pacios en Manco para la vacación. Paraliza­ción o notable mengua de las actividades. Cede el negocio en aras del ocio. O llega Navidad, o está aquí —encimita—, o la Na­vidad acaba de pasar. Recibí una tarjeta, como todas, con el consabido «felicidades». Pero en ésta, además, venía escrito abajo: «Y también a pensar un poquito, amigo.» La Invitación es sencilla, pero, en esta oca­sión, insólita. Original. Lleva mucha razón. No todas las horas libres de este tiempo han de ser divertidas. Algunas deben ser... introvertidas. ¿La Navidad, pretexto para el descanso, la distensión y el dispendio? Bien, pero aunque sea nada más por simple co­rrección, o por un resto de honestidad, se impone la consideración religiosa. El origen de toda esta euforia —auténtica o pintada— es el misterio de Cristo. Entonces hay que detenerse un poco a ver qué es eso.

Gran cuestión. Viejo tema: el «viejo Dios». Está en el aire la respuesta que pregunta: «¿Para qué complicarse más la vida?» Es que existe mucha gente que ya acostumbra a no contar con Él. Prefiere olvidarle, o de­jarle en la duda, «entre la niebla». Otros optan por decir que le han definitivamente borrado. «No merece la pena declararse ateo; pero, si existe, está tan lejos que su influencia es tan leve que no produce en mí la menor marea. Si existe no me intere­sa», he leído escrito en un autor de ahora. El caso es que si tal posición evasiva es relativamente explicable, Ja religión cristia­na cierra el paso a esta fuga. El Cristia­nismo es conminatorio —o se toma el tema o se deja, pero no se dilata, rehuye o aplaza—; dice el Cristianismo que Dios se hace Hombre y, entonces, ya no es (posible excusarse con la lejanía. Precisamente la Navidad esconde bajo su fronda nada me­nos que el argumento de Dios. Él no está más allá de las estrellas. Tan acá está que vino, que nos deja abiertos todos sus acce­sos. En Belén se hace juguete casi; juguete de carne. En el Calvario, varón de dolores. Isaías, desde su altura profética, lo contem­pla como «gusano de la tierra». Pero luego las mujeres atestiguan su Resurrección. Tan apasionante es el argumento que no se pue­de ser espectador cristiano. Es el único Drama en que, de verdad, y no por simple recurso o novedad, el Protagonista requiere la subida a escena de todos los asistentes. Cristo se hace Hombre y luego nos quiere a todos los hombres cuerpo de su Cuerpo. Por si es poco, É1 hace comida y bebida de su Carne y Sangre. Difíciles, tremendas ver­dades. Ciertamente es su Escándalo. Paulo de Tarso lo apunta. La Encarnación asume la plenitud de los tiempos y todo entonces se ciñe en torno al descomunal Suceso: Dios es Cristo. En la Historia «se arma la de Dios es Cristo». Este dicho popular es muy expresivo; muestra, como dijo nuestro filósofo, que, en última instancia, es la teo­logía quien anuda y desanuda.

Oiga, pero todo es más difícil aún. No se trata solamente de que el Cristianismo nos acerque a Dios impidiéndonos la có­moda postura de defendernos de Él con el pensamiento de que, ya que nos olvidó des­de su insondable distancia, nos es lícito a nosotros olvidarle desde nuestros inmedia­tos intereses. Hay más, mucho más. Si Él es un Dios de salvación, si es un Ser cuya esencia es Amor, si vino para rehacernos y darnos conciencia de inmortales..., si liga y religa —religión— su doctrina y nos com­promete su enseñanza, ilógico es que, vuelto a su Cielo, no nos dejase a la intemperie, con el Evangelio en la mano y con un desconsolador vacío en derredor. ¿No está cla­ro, no es lógico, que la Iglesia no pudo inventarla la Iglesia? Sin su exégesis, siem­pre continuada y concorde a lo largo del tiempo, sin su institución con cimiento de piedra y cúpula de esperanza, sin su magis­terio (asistido del Espíritu Santo) perma­nente y alerta, el misterio de Dios es Cristo, erosionado de vientos opuestos, combatido y por ambientes indefectiblemente hostiles, so­metido a los relativismos de lugar y tiempo, ¿acaso no sucumbiría sin remedio?

Es duro, pero la alternativa está clara. O enhebramos la verdad en todas las agujas o el hilo se nos pierde. Dios me llega desde Cristo y Cristo es Gracia que la Iglesia me acerca. Parece indudable que si no fuere así, Él se me desdibuja lamentablemente «entre la niebla».

¡Ah!, pues oiga, ya lo sé; creer todo esto se hace, en ocasiones, bastante difícil. No porque el contenido de la fe sea abtruso, enredado, escolástico y viejo. Lo que sucede es que nuestro espíritu empieza a compla­cerse en el despiste. Hoy el humanismo ra­dical anda por los vericuetos de creer que no sabe el hombre lo que es el hombre. Meta triste. Si el espíritu reaccionara, opta­ría por las verdades de fe. Nuestra Civili­zación ha logrado unos conocimientos gi­gantes. No son conocimientos falsos, pero no pasan de ser conocimientos. Nos perde­mos como hormigas entre su colosal ta­maño. Bien; lo que sucede es que nos hemos vuelto devotos —beatos devotos— de la cantidad, del tamaño. Y como no podemos cargar con la desmesura de nuestras verdades, no conseguimos hacer de ellas un conjunto orgánico, una cosmovisión, una con­cepción del mundo. Y de ahí —creo— viene el desconcierto. Damos en pensar que las verdades religiosas de fe son ridículas, de­formes, anticuadas, pequeñas. ¿No será que hemos mutilado el órgano para aprehen­derlas? Nos movemos entre coordenadas in­ciertas que desearíamos cambiar cada ma­ñana. Algunos cristianos han dado en la flor de pensar que hay que adaptar la religión a nuestros supuestos mentales. Cuidado. Exis­te el peligro de hacer de la religión otra cosa. Quizás mejor —más eficaz— el sacri­ficio de auparnos, de elevarnos sobre la punta de los pies y así ver por encima de las tapias de nuestro corral. Meter a Dios en nuestro corral —es decir, entre las efí­meras, inestables, coordenadas de última hora— es, parece, empeño muy raro. Cierto que nuestro corral es amplio, enorme, ex­tenso, maravilloso corral. Pero corral al fin. La Sabiduría estaría en entender que todos los saberes, aparentemente contradictorios y conflictivos, pueden conciliarse en una pers­pectiva de Fe. Pues bien, oiga, la Fe hay que alcanzarla, pero pidiéndola con humildad y paciencia. En el largo tiempo de Navidad sería bueno dedicar una hora a la reflexión del tema. Por cierto que la cuestión religio­sa, desde el punto de vista cristiano, es con­minatoria. Y la evasión no es posible. O se toma, con todas las consecuencias, o se deja.