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LOS INCRÉDULOS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 17 de junio de 1976

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Al muchacho de quince años, no más, que uno de estos días se me acerca y con mirada casi contenta me dice que él «ya» ha perdido la fe, le contesto que espere, que aguarde un poco, no se trate de un op­timismo (?) prematuro; que piense si la cosa no obedece más bien a que como eso de de incredulidad se ha puesto tan barato, pues ¡quién renuncia a codearse a bajo precio y con poquísimo esfuerzo con preclaras fi­guras que, en los mundos del intelecto y del arte, seducen con el prestigioso halo que ahora otorga el hecho de declararse contra la «superstición», de meterse con el obispo de Roma, de preconizar las relaciones prematrimoniales o de abominar contra don Mar­celino Menéndez Pelayo!

Le recomiendo calma al intrépido jovencito que ha leído, o ha oído ya, no sé yo dónde, que la genética de un lado y la filosofía de otro se van a cargar las verdades de la Biblia.

¿Tú leíste la Biblia? ¿Tú entiendes mu­cho de «biología molecular»? Y, ¿a qué filo­logía te refieres, amigo? Se mantiene con la mirada aún alta, pero apenas contesta. Mira —le digo entonces—, es cierto que, a lo largo del tiempo, hubo algunos ateos bastante inteligentes, aunque la irreligiosidad no ha constituido nunca, precisamente, una específica señal de sabiduría. De todas for­mas —continúo hablándole— antes se estu­diaba, poco más o menos, para ateo con una especie de programación fija... El he­cho es que declararse hostil a la religión o agnóstico exigía, un poco, quemarse las ce­jas; y así, por ejemplo, don Francisco Pi y MargalI llegó en España a alguna de las con­clusiones a que tú, ahora, después de haber leído ese «tebeo científico» traducido del in­glés, llegas. Pero, hombre, don Francisco Pi era menos radical que tú. Y su trabajo les costó a nuestros librepensadores históricos de fin de siglo el conseguir serlo. Y sus dis­gustos. No puedo aprobar sus ideas, pero a ellos hay que respetarlos; me resultan de verdad honestos. Perdona que te diga, zagal, que hasta que no te demuestres a ti mismo que eres un don Francisco Giner de los Ríos, por lo menos, has de poner en cuarentena todo eso de tu incredulidad.

No se le dibuja bien al crío, como ré­plica, una incoada sonrisa suficiente. Lo que sí noto es que no está dispuesto a callarse. Advierto que, por un instante, hurga en la madeja de su laberinto de conocimientos, desclavados y troceados, para sacar, impá­vido y valiente, estas preguntas que me es­peta a grito pelado y sin más expediente:

—¿Y Marx? ¿Y Freud? ¿Fue San Juan quien escribió el Evangelio de San Juan? ¿Cree usted todavía en Trento?

No siguió con lo del «opio del pueblo» ni con ninguna otra frase porque de mo­mento le faltó aliento. Pero, tras tragar un poco de saliva, sigue en retahíla:

—No me negará, hablando de Papas, que lo de Alejandro VI no tiene nombre. Pues, ¿y el comportamiento de Pío XII cuando la dominación nazi? ¿Recuerda lo de Galileo? Pues, no me diga; que ya se necesita ser retrógrado para escribir, a finales del XX, un documento como ése de ética sexual.

Señor, qué hacer: ¿reírse o indignarse? Paso la mano por el lomo de la rabia del «enteradísimo» muchacho. ¿Manipula alguien también esta ira...? Bueno, pues yo lo apaciguo. Reservo mi enérgica y no respetuosa protesta contra el torpe, torpísimo, educador, si existiese y tal nombre mereciere, que con tanta saña y con tan mala siembra ha trabajado los surcos, recién abiertos, de esta inteligencia juvenil. Orín de tópicos apestados, apelmazados, cenagosos, cubriendo los errores que quieren acuñar nueva moneda con sospechas de medias verdades...

—Óyeme: ¿quién te mezcla todo eso? Se­guro que tu manera de hablar —porque to­davía no cabe decir tu manera da pensar— te la inculca una de esas personas infelices que disfrutan intentando persuadir de que no es razonable estar convencido de nada. Eso huele muy mal, amigo. Estaría bien que, al contrario, comiences a experimentar, por lo pronto, que sólo cuando se cree decidida­mente en algo la vida tiene sentido. Pon tu ánimo en esta situación y verás en seguida cómo tu «antigua fe»...

—Bien, bien —me interrumpe—; pero, de todas formas, los de mi curso preparamos un pliego, de firmas de alumnos en el que exigimos se suprima la enseñanza de la re­ligión en el Bachillerato.

Al oír esta «exigencia» he empezado a te­mer de dónde vienen los tiros.