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LAS CERTIDUMBRES

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 17 de mayode 1978

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La Historia, ¿es otra cosa que la na­rración del hombre? Difícil tarea tratándose de un ser que en la escalada biológica imagina a Dios, es decir, plasma una semejanza, por lejana que fuere, con el Creador. A esta narra­ción del hombre, inviable de otra parte sin su descripción (que esto, al parecer, es la psicología), habría que añadir, asi­mismo, su definición y ello sí que es una tarea ardua... Pero la filosofía, cu­yos fundamentos son imprescindibles para el entendimiento de esencia y exis­tencia humanas, adolece de poderosos ín­dices de refracción. Bajo su superficie, agua adentro, nuestra óptica registra equívocos en los conceptos del por qué y del qué. Las certidumbres quisieran atornillamos verdades. Pero, ¿somos certidumbres?

Desde el ventanal de la habitación de la clínica madrileña donde ahora estoy internado, frente a un álamo dulcemente acariciado de lluvia de mayo (mayo acre­ce melancolías a! margen de todos los tópicos) me inquieto acerca de las cer­tidumbres y del hombre. Empiezo, pues, a hacerme preguntas. Pronto experimento ese nudo de confusión que, a poco que la pereza nos tiente, concluye por hacer­nos optar por cerrar los ojos o fijar la mirada en el desconchón de la pared cer­cana, por si una «oceanografía del tedio» (¡oh!, ilustre don Eugenio,d'Ors) nos de­vuelve la aguja de marear...

Los humanismos proclamados, progra­mados, potenciados, tienen la virtud, en ocasiones, reconozcámoslo, de propen­dernos a un orgullo que sería injusto estimar falso. Quizá nuestro tiempo, tam­bién no reconocerlo sería un error, supervaloriza hasta extremos de frivolidad la tasa de los derechos humanos y, ac­tualmente, aquel profundo y finísimo tratado acerca de la «dignidad del hombre», que escribió Pérez de Oliva, impregnado de sutil elegancia renacentista, ¿no se nos presentaría factoriado por unas in­fluencias naturales y metafísicas muy di­ferentes y hasta opuestas a las de en­tonces? Pero tratar al hombre desde un punto de vista exclusivamente antropo­lógico (y a eso se inclinan precisamente los más radicales humanismos del día) es, piensa uno, descolocar la idea, es desdibujar el perfil, es alejar la proximi­dad inminente que !a persona siente de sí en sí y para sí.

Aldo Moro ha ofrecido, recientemente, el patetismo de un alejamiento de sí, me­diante un hecho criminal en el que con precisión han sido procedimientos antro­pológicos, al parecer, científicamente es­tudiados los puestos en uso. Ya, pues, uno se ve acometido inevitablemente por la perplejidad. Hechos delictivos así se perpetran frecuentemente en nombre de aspiraciones que presumen de altura. Entonces toda certidumbre que verse sobre el hombre se apaga y ya aparece esta sospecha: La mentira también juega y quiere ganar haciendo del destino del hombre algo que se abroquela en el ab­surdo o que lo rebasa (?).

No obstante, por enrarecida que la cuestión aparezca, es necesario (y uno cree que por simple lógica) apelar del hombre que abdica al hombre que se encuentra enmascarado. Y no bastaría un anecdotario o un friso de monstruo­sidades para hacernos caer en la tenta­ción de abandonismo que con tan diver­sas vertientes la sociedad última —más integrada de «gente» que de «personas» que sepan asumirse— ofrece. Ni la frivo­lidad, ni el optimismo sobre arena, ni ese cosmos reivindicativo que empapa todos los afanes, ni la libertad erigida como valor supremo cuando, en rigor, no se sabe aún qué es estrictamente la li­bertad cuando prescindimos de sus adita­mentos y accidentes...; ni materialismo, ni existencial prurito de vivir nada más para vivir, pueden constituir motivaciones suficientes que nos permitan asegurar que seguimos y seguiremos siendo hom­bres.

Pienso que no. Veo que, quizá, se produce en este aspecto otra refracción. Sumergidos en innumerables ocasiones bajo su nivel personal de pura concien­cia, desentendidos un tanto de su intrans­ferible propiedad, de su ser íntimo, uno a uno los hombres, por bajo de nuestra genuina dignidad constituimos el fenóme­no gente. Porque está claro que cada uno se sabe cada uno; pero luego, refle­jados en el otro, en el medio, en el sub­acuático espejo de lo común, y de lo consumista, perdemos lo más fértil, lo germinal; comenzamos a erosionar (val­ga la expresión) esa vida interior sin la cual el resto puede derivar en fango o marisma.

Habrá que apresurar un llamamiento. Precisa al hombre la urgencia de recor­darle quién es, para que, sin tregua, se busque y encuentre. Entonces es opor­tuno conminar —y movilizar— vivencias, sentimientos, ¡deas que nos obliguen a palpar (no sólo teoréticamente, sino con directo convencimiento) que nuestra con­dición de gente es accidental, funcional, accesoria, versátil. Y que lo que nos hace seres —seres dentro y no fuera de la verdad que somos— es nuestra condición humana. ¿Por qué ese abandonismo o pereza a que tan proclives somos nos inclina a guardar en un cajón el mundo original de la persona, proyectándonos preferentemente en la gente? Cualquier actuación social se lastra cuando se or­ganiza según dictados y gustos de la gente. Políticos, artistas, hombres de mundo, mimetizan su estilo y su ritmo al de la gente a poco que se descuiden. El resultado es que todos, uno a uno, somos y seremos hombres. Lástima que todos, uno a uno, concluyamos parecien­do solamente gente.

Probablemente hoy, para los periódicos y desde los periódicos —por ejemplo—, todos devenimos en gente. [En casi to­dos ellos aparece una sección «gente» a todo tipo y color) Como contrapunto se impone la precisión de que para Dios todos revirtamos en hombres. Nos lo en­seña, sin titubeó, la teología cristiana...