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CIELO PAISAJE

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 7 de febrero de 1959

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El cielo —cielo paisaje— casi es una abstracción. Aquel filósofo que, "en trance de perversidad", acostumbra­ba a recordar que el cielo azul, ni es cielo ni es azul, está cargado de razón que da pena. Pero, naturalmente, una mentalidad sustentada sólo de razones es algo así como un hombre que se nutre exclusiva­mente a base de alimentos grasos. La bue­na dietética intelectual exige, por lo vis­to, un régimen completo. Razones, sí; pero, antes y después, sueños. Tierra para nuestras tristes raíces condenadas; pero, primero y luego, luz y color —y calor— para este misterio aéreo, para este verde misterio humano que cada mañana —raíz, tallo, hojas, flores, frutos y... deseos— transpira eternidad, a lo mejor sin saber­lo, sin quererlo a lo mejor.

Y para ese verde misterio que a uno le encanta llamar alma, el cielo no puede ser una abstracción, sino, probablemente, un "climax", un ambiente. Trasunto de aquel otro, cierto, donde Dios dispone para sus criaturas el premio. Pero cielo éste —el próximo de la niebla y de la lluvia, o del azul, de los pájaros y de las flautas del viento— para el descanso fugitivo y lírico de nuestra mirada. La pupila, ¿no está siempre disparando a las cosas su dardo preciso? Las cosas son su botín... Bien está, pues, de vez en cuando, esta huelga de la mirada para el infinito descanso amoroso de un momento: lanzar al cielo vacío, al cielo sin cosas, el ansia despren­dida, como una perdida flecha sin blanco, como una emoción que desdeña dianas.

Y qué paisaje vario, el paisaje del cielo. Unos días el cielo se pone absoluto y su pureza desnuda es arcangélica e inexora­ble. Aplasta la nada entonces, gravita traspasada por mil espadas silenciosas, por mil espadas de luz. Casi quiere uno imaginar que el hombre primitivo sintiese una angustia, un temor pánico ante la apoteosis del azul repleto de ausencias, campeado de punta a punta por el despo­tismo del sol. Ver la luz sola, ociosa y sin "fondo conocido", ¿no parece, de un pate­tismo agobiante? Porque la luz, como todo en la creación, busca al contrario para la amable "composición" de eso que lla­mamos naturaleza. La naturaleza es con­traste, es claroscuro, es "encuentro". Ni la luz infinita ni la infinita oscuridad son propiamente naturaleza.

¡Hay otros cielos más naturales, menos simples. El estado de ánimo de cada mo­mento busca en ellos un sedante para la preocupación menuda, de bolsillo, que día a día alojamos en la intimidad psicológica. No es literatura, no. Haced la experien­cia... Está barrenándonos el cerebro una menuda, afilada, penetrante obsesión. O está una pasioncilla vulgar merodeando alrededor de las costas cordiales, piratean­do con nuestros sentimientos. Puede que el cielo gris, uniforme, tedioso, gimiendo de lluvia tácita, sea, en esos momentos, el "cielo medicinal" que nos conviene: el que disuelva en su delicuescencia la concreta y compacta solidez minúscula de aquella preocupación, de aquella piedrezuela que obstruye el fluir normal de nuestros pen­samientos y de nuestros actos. Por eso el invierno crudo, el invierno puro, suele ser la mejor cura de reposo para muchas al­mas atormentadas por el cálido empuje efímero de lo actual. Porque la lluvia bajo el plúmbeo cielo tiene un poder evocativo inigualable; nos traslada siempre a otras latitudes vitales: nos desarraiga, nos lleva a aquel domingo lejanísimo de nuestra infancia en que vivíamos una actualidad que ya la vida pisoteó y que, sin embargo, al conjuro de la lluvia, se solivia un ins­tante en las criptas del recuerdo.

Pero el cielo que más encanta es el cie­lo de transición; quizá porque todo en nosotros es radical transición; quizá por­que todo en la vida humana supone gra­dación, cambio, perplejidad, incertidum­bre. En el cielo de transición, las nubes pasan, navegan; las nubes se agrupan o las nubes se dispersan. Unas veces se congregan, torvas, para la conspiración de la tormenta. Otras, el látigo de un auriga invisible las empuja hacia el horizonte y caminan hendidas, en derrota flagrante, desgarrados sus bordes, inermes ante la escalada del sol agarrado a sus flancos... ¿Y cuando el cielo lentamente, casi su­brepticiamente, va espesándose alrededor del sol? Es lo más desagradable que pue­de ocurrirle al sol: es la red, es la tram­pa que él no puede obviar nunca con su gallardía. Él, a la mañana, brillaba en un cielo seguramente inocuo, segura­mente esplendente. Y, poco a poco, una neblina que no surgió de ningún horizon­te, que no se vio venir, fue extendiendo unas pinceladas altas que sutilmente se adensaron, que paulatinamente fueron ob­nubilando la diafanidad. El matiz nebu­loso se hizo tamiz, harnero da la luz. Y el globo de sol, prisionero en la malla anodi­na, perdió el dominio de la tarde, sin que las cumbres de la cordillera lejana pudie­ran recibir su última, dulce caricia. Y hacia el ocaso, el sol se hundió ya todo borroso, vencido sin lucha, envuelto en un celaje grisáceo que ni aun permitió la pi­rueta barroca, tornasolada de los arre­boles...

El cielo paisaje es, no faltaba más, un espectáculo al alcance de todas las fortu­nas. ¿De todas?... Bueno; de todas cuan­tas aciertan todavía a cambiar un puñado de oficiosa calderilla sucia por la onza de oro de un desinteresado menester que se llama contemplación,

Pero están quienes creen que la poesía es... literatura, esto es, inflación. Y para ésos, el cielo, nada: "Éter, pintado con éter, en el éter." ¿Se acuerdan ustedes de la frase de Novalis?