Revista Vbeda Revista Ibiut Revista Gavellar Diario La Provincia Semanario Vida Nueva Revista Don Lope de Sosa
Nuestra web sólo almacenará en su ordenador una cookie.<br>
Cookies de terceros.Por el momento, al utilizar el servicio Analytics,  Google, puede almacenar cookies que serán 
procesadas  en los términos fijados en la Web Google.com. En breve intentaremos evitar esta situación.
Revista Códice Redonda de Miradores Artículos Peal de Becerro. Revista anual Fototeca Aviso
y más: En voz alta Club de Lectura Saudar.es Con otra voz En torno a la palabra

Úbeda

Guía histórico artística de Úbeda. En las mejores librerías. Pulse para conocer las fuentes que nos avalan


Quizás la mejor Guía de Úbeda.

 
    

EXISTE

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 13 de abril de 1960

Volver

        

Hay instantes en que presentimos que la Historia va a clausurarse, porque hay momentos en que el mundo, lejos de mostrarse fiel a una trayectoria, se encabrita. La vida particu­lar de cada uno se desembrida muchas ve­ces; pero esto carece de importancia his­tórica... Peor cuanto es el mundo —así, en bloque— quien no obedece. Están los doma­dores, sí: los jefes, los líderes, los conducto­res. Pero en ocasio­nes las corvetas son demasiado peligrosas. Ni carnaza, ni látigo, ni artes suasorias bastan. La política, alarde circense a las veces, fracasa enton­ces. Y fracasa la misma guerra... ¿Y cómo no van a fracasar las palabras? Antes ha­bía palabras mágicas. Ultimas eh el tiem­po: Igualdad, Libertad, Democracia... Se desacreditaron. Ahora empiezan a agusanarse. Y es que eran eso: palabras.

Un enfermo sabe que la noche es larga, que tarda en llegar la aurora. Un enfermo desconfía de que la mañana le encuentre vivo. ¿Qué es la mañana? ¿Dónde está? Un enfermo, en la madrugada hostil, cuan­do los pequeños ruidos se agigantan, cuan­do la respiración se hace amenaza, cuando asusta el propio resuello, cuando el pul­so —corcel entre la vida y la muerte— se desmanda bajo el jinete loco de la fiebre, cree, súbdito del miedo, en todos los fan­tasmas de la pesadilla. Y entonces, cuan­do ha empezado a ver en sus dedos los dedos del muerto, cuando debajo de su frente una fauna de visiones monstruosas ha lavado en humedad aterrada sus pu­pilas, alguien ha abierto piadoso una ven­tana... Y una luz incipiente, fría, se va instalando con sigilo en la estancia abru­mada de estertores. Y la esperanza, de puntillas, va aquietando ansias en el es­panto del enfermo. Y otra vez las cosas empiezan a ordenarse: la fiebre se replie­ga, el dolor —retráctil— enfunda sus uñas en el sueño. En desbandada la jauría del pánico, los nervios aflojan su arco...

(Un enfermo —el mundo— está necesi­tando urgentemente de la aurora.)

---

Los filósofos —médicos cansados — han emprendido al camino del regreso. Siem­pre el mundo, más o menos dócil a sus re­cetarios, curaba después de haber enfer­mado. Los filósofos tuvieron siempre fe… Primero tenían fe en Dios, luego fe en sí mismos. En el principio fue la mañana ordenada y orquestal, dispuesta arquitec­tónicamente, jerarquizada en euritmias di­vinas, en asonancias concertadas; los fi­lósofos encontraron, primero, que ls Vida subordinaba su canto y su dolor al es­quema sapiente de unas estrofas impe­cables: se jerarquizaban las cosas en planos de belleza; la lógica ponía el dibu­jo, y ponía el color la emoción... Cual­quier anomalía tenía una localización, y cualquier fealdad un remedio. Y cualquier pecado encontraba el antídoto de un fer­vor.

Luego atardeció, y los filósofos dijeron:

—Rompamos la madera antigua; ataquemos los viejos principios Inmutables. Dios creó el mundo... ¡Vamos nosotros a explicarlo!

Y se pusieron los filosofar —médicos op­timistas— a preconizar fórmulas nuevas. Y ya no hubo axiomas para una higiene de salvación, ya el mundo se programizaba en teoremas deslumbrantes: espejos para romper el sol. Fue un tratamiento siste­mático. La Verdad era buena, pero anti­gua. En cambio los hombres eran nuevos cada día... Dios en su cumbre —pedían—; pero los hombres, en la falda de la mon­taña, dueños de un inmediato júbilo vital, desconectados de la vasta ambiciosa ar­monía que pasa por los ángeles y las es­trellas. Dios, el Monarca arrinconado en su áulico esplendor de eternidades; pero nosotros, actuantes y expeditivos, hacedo­res de una felicidad pequeña y tangible, en esta parcela riente del tiempo enamorado.

Y, sin embargo, enfermó el tiempo ena­morado no de un mal pasajero y venial. Se infectó su sangre, y sus nervios sé ten­saron y su carne tembló, y...

Pero ¿es que ha su­cedido ya esto?

Es lo que se pre­guntan de regreso los filósofos —médicos cansados—. Porque aho­ra es como un crepúsculo cárdeno de la sabiduría de los hombres que acaban de diagnosticar posibles cataclismos, sin in­sinuar probables remedios. Y por eso hay sabios —Einstein en sus días últimos quiso no saber...— que vuelven escépticos y mus­tios a sus libros, que ya no enseñan secre­tos de vida; a sus teorías, que ya no pos­tulan Renacimientos; a sus datos, que ya no levantan fervores: a sus ideas, que hu­yen como sierpes en las últimas cavernas de la conciencia ensombrecida.

(Mientras el mundo, enfermo grave, en su madrugada tenebrosa está pidiendo una aurora.)

Ya se sabe cómo es el regreso. Se reco­rre un camino conocido al borde del cual han desaparecido las flores y se han tor­nado penumbras los claros atisbos epifánicos. Pero el regreso —¿quién lo sabe?— puede topar con el "hallazgo"; puede re­coger, "de vuelta", no se qué moneda olvi­dada, despreciada por inservible en la eu­foria irresponsable, cuando el alborozo "iba'' ajeno al presagio de que el desen­gaño "vendría".

La filosofía de regreso, ¿no tiene ya dentro de su angustia una nostalgia ex­traña? Pronto quizá esa nostalgia se va a hacer pregunta de sus labios. No es difícil adivinar que en el vértice del espasmo existencial está tomando cuerno de ma­nera inquietante la "sospecha de Dios".

Hay capítulos en Camus y en Kafka con "luz lechosa" ya de amanecer. Parece como si tuviesen miedo de reconocerlo, y, sobre todo, de pronun­ciarlo. Pero hay silencios dentro de los cuales tra­baja la crisálida de una nueva —antiquísima— es­peranza.

—¿Y si otra vez "lla­másemos" a Dios?

Porque la filosofía cree —hay que disculpar­la— que Dios espera quizá a ser invitado de nuevo por los hombres,

Dios convidado a ha­blar su Palabra, otra vez, en el aerópago des­velado, ojeroso, nocherniego, de una filosofía fatigada y triste. Dios convidado a la madru­gada para que "colabo­re" en un amanecer. ¿Aceptará Dios? Pero los filósofos no saben si Dios existe. Ni saben si va a aceptar Dios...

---

Muchos millones de hombres, sin embargo, sabemos que Dios existe. Y que está en el mundo, providente y presente, sin previa invitación. Muchos mi­llones de cristianos lo sabemos, aunque lo olvidemos a veces, aunque nos pongamos —hombres de poca fe— a repartir nuestra esperanza entre Él y sus criaturas, entre Cristo y las cosas. Es un Dios en silencio, oculto e irónico —permitidme que atribu­ya a Dies una brizna de ironía— detrás de las bambalinas aparatosas de la Historia. Un Dios que calla... y luego recoge en su Amor los despojos y las piltrafas. Cristo que abrillanta —Él sabe cómo— esta chata­rra humana que queda después de cada odio, de cada, pecado, de cada catástrofe, de cada guerra. Cristo que —Él sabe la manera— va medicinando con su Gracia, y sanando con su Sangre, uno a uno, a los hombres de buena voluntad. Pero de una forma aparentemente imperceptible, en es­tilo de verdad. Sin que su voz, que habla por dentro, se haga audible en la mente de los filósofos cansados... Porque no vayamos a creer, cristianos, que Él, en los sagrarios o en el fondo oscuro de nuestros templos, está para no hacer nada, impasible o indiferente hacia este mundo que no le confiesa o que le ignora. No vayamos a creer, al verle con los pies clavados, que está impedido, que no puede moverse...Ni que aguarda para actuar ningún requerimiento.

He aquí que la Semana Santa nos vuel­ve un primer plano de los pies de Cristo. Se hunde en ellos inexorable el clavo lan­cinante. Es un clavo real y horrible, pre­sidiendo la apoteosis de la divina Sangre rota. Es un signo de Tragedia, pero un signo clamoroso de Esperanza. A los pies de Cristo, una seguridad araña impacien­te la costra de todas las frivolidades has­ta hallar dentro de nosotros la verdad en­raizada. Enraizada en la fe del Dios fuer­te: en el Señor que "fue crucificado, muer­to y sepultado... ¡y resucitó el tercer día de entre los muertos!"

Los pies de Cristo clavado son una eter­na promesa de auroras. Dios no puede creer que haya algo que no tenga reme­dio... El es Redentor.