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DIOS Y LO MODERNO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 29 de septiembre de 1960

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¿Dios se encontrará "aquí" a gusto? —pre­guntaba una señora. Una señora que por las trazas, creía en un Dios a Ima­gen y semejanza de ella. Porque es el caso que ella acababa de salir de un templo de recientísima edificación, levantado en una de nuestras ciudades marítimas, en el que "desam­bientaba" —fue su palabra— y a duras penas había consegui­do bisbisear las avemarías de su rosario. Una iglesia moder­na, más bien de color, con más geometría que fronda. Un templo de paramentos desnu­dos, sin penumbras ni retablos, con una amplia y única nave ineludiblemente abocada al sa­grario en el que las imágenes casi se esconden en unas disi­muladas capillas laterales. Y añadía la señora:

—Bueno; esto puede ser lin­do. Pero lindo como una sala de cine acabada de estrenar. En una iglesia me parece esto muy extraño. Donde se ponga una portada con "calados" y con "minaretes"...

Se ignora hasta este momento qué en­tiende doña Gertrudis —pues muy bien pue­de llamarse doña Gertrudis— por "mina­retes". A lo mejor quiso hablar de flechas góticas y de cresterías. Quizá, inclusive, de columnas salomónicas. Cualquiera sabe. Pe­ro no es éste el tema.

—Pero Dios no está adscrito definitiva­mente a nada, señora—replicósele—; ni siquiera está vinculado a lo antiguo. Por el contrario, todas las cosas pueden afi­liarse en Dios; hasta las modernas.

—No, no —insistía ella—, esto no es se­rio del todo, no lo es. No hay que frivolizar con las cosas serias. Dios es una cosa seria.

—Pero, ¿Por qué esto no es serio? Y, ¿qué entiende usted por seriedad cuando endosa la seriedad a Dios?

—No me gusta discutir...


¿Discutir? Bien se ve que, a veces, es tonto hacerlo. De todas formas, es presu­mible que después de todas las discusiones imaginables en este sentido, aunque fue­sen discusiones de cierta altura, sacásemos en limpio esto: No ha existido nunca un arte específicamente religioso, aunque siem­pre el arte haya buscado temas religiosos.

Lo religioso da argumentos al arte; pero no demanda de él modos "a priori". Por­que lo religioso entraña un estilo de vida en el creyente, pero no normas o reglas inva­riables para lo que es pura estética. Por eso, la religión usa del arte, pero no tiene por qué crearlo ella.

En la lejanía, las cosas se confunden y, así, hemos llegado a creer en algún momen­to que el románico o el gótico —pongamos por ejemplo— son estilos esencialmente re­ligiosos. ¿Por qué? Por un espejismo nada más. Tantas Iglesias góticas o románicas hemos visto... Pero estas iglesias, claro, se erigieron a los doce o trece siglos de Cris­tianismo; no surgieron con él. Y fueron mo­dernísimas y "extrañas" una vez. Tan mo­dernas como ésta en que no apetece rezar a la buena señora... Dios, no obstante, siempre se encontró "a gusto" en los templos de cualquier época. Naturalmente, la imagen de Cristo tuvo, sucesivamente, un rostro bizantino, románico, gótico, rena­centista... En el medievo presidía los tím­panos en la efigie, algo absurda para nues­tra mentalidad, del Pantocrátor. Y enmar­caban su Figura archivoltas prolijas, ele­vadas sobre los capiteles historiados en los que, en más de una ocasión, se esbozaban temarios lúbricos. Unas veces, ateniéndose al canon estético de su tiempo, el artista alargaba las facciones del Señor o abul­taba su cabeza. Otras, su vientre. Se aquie­taba hierático el semblante del Redentor en inmovilidades de piedra; luego, siglos después, un aire de luz descongelaba su expresión en humanísimas fragancias, ca­be los jubilosos pórticos del renacimiento. Porque, ¿acaso no se sintió también a gus­to el Señor bajo la majestad de las bóve­das grecorromanas, o entre el esplendor de los exornos platerescos, centrando la efusiva apologética de grutescos, láureas, veneras, guirnaldas? Hasta en los barrocos templos ostentosos y algo fatuos, entre nubes cabalgadas de angelotes bobos, aho­gado el tabernáculo en la profusión in­acabable de los retablos, debió encontrarse a gusto Cristo. Y entonces, si su Amor ha accedido, a lo largo de la historia, a todas las maneras estáticas de los hombres, cuan­do les hombres han querido alabarle, ¿por qué va a rehusar las formas y estilos de nuestro tiempo? ¿Por qué va a encontrarse "incómodo" en estos templos asépticos, su­cintos, luminosos?

No hay cada en el arte moderno que le incapacite para el tema religioso. Al con­trario; está también el arte moderno obli­gado al diezmo del Señor. Y esto, sin renunciar a sí mismo, en perfecta naturali­dad. Que lo moderno guste menos, es cosa distinta. A algunos, puede gustar más. El caso no es ése. La verdad es que los estilos de ahora pueden y deben, como los de siempre, acercarse a Dios, cuando lo hacen con sana intención y buen propósito. Sabido es que tal es el criterio autorizado de la Iglesia frente a quienes, archicelosos de lo que ellos llaman tradicional, clama­rían excomuniones ante cualquier innova­ción. Una gloria de la Iglesia es su eter­nidad. Ahora bien; la Iglesia no se vale de ninguna simbiosis. No la necesita. Ella es eterna, pero no eterniza a las cosas o a los hombres que una vez han entrado, de una u otra forma, en su recinto.

Y no puede negarse una belleza de lo moderno empleado en el servicio de Dios. Esa iglesia de un rincón de la América española, cuya fachada se reproduce en estas páginas, tiene el encanto de una sen­cillez que acierta de lleno el blanco de la espiritualidad. Una Originalidad casi crismática que alienta no sé qué aires de pu­reza. Templo grácil que demuestra, sin re­currir a los tópicos goticistas de antaño, cómo el mismo cemento, en clara euritmia, gozosa, es también idóneo para la expre­sión de anhelos superiores.

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Cuando la pintura moderna ensaya el tema religioso, la dificultad parece mayor porque la pintura tuvo siempre una misión más bien catequética, respecto del común ce los fieles, en los templos. Y esta misión, dentro de las tendencias estéticas actuales —nada figurativas—sé hace difícil. Pero ello no es obstáculo para un arte religioso de museo —más que de templo, al menos por ahora— capaz de ir sustituyendo mo­dos más que rezagados. Hemos querido re­producir también, para ilustrar este tra­bajo, un cuadro de Domingo Molina, pintor seleccionado en la última Exposición Nacional de Bellas Artes. "Ecce Homo" lleva por nombre el Cuadro. Extraño, ¿ver­dad? Poco serio —repetiría nuestra seño­ra...—. Y, sin embargo, he ahí una interpre­tación de inquietante hondura, de contur­bador patetismo...

Sí; Dios y lo moderno están cerca. Tan cerca como Dios y lo antiguo...