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AQUÍ MURIÓ UN HOMBRE

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 12 de marzo de 1961

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Aquí, en este reposo, rincón de es­casas pretensiones, de cara a unas casas de pueblo pulcramente en­caladas que disimulan la vetustez de sus ventanillos recelosos con la pujanza verde que desborda de los huertos reclusos...; en este lugar desde donde mismo se ad­vierte el cotidiano afán sin pena, el do­méstico trajín sin gloria —enfrente la co­lada tendida al sol que cuelga intimidades de dueño ignoto en el leve cordaje de bramante—, aquí, se alza una cruz. Una cruz porque aquí murió un hombre. ¿Cuán­do? ¿Quién?

¡Un hombre! Tremenda cosa es... ¡cuán­tas cosas es un hombre! Si no importa su nombre, si no existe su recuerdo, si se ha triturado su memoria, ¡qué más da! De todas formas, su paso por la Tierra se perenniza en una cruz. De cualquier manera, una cruz asume el papel de tes­tigo. Porque la cruz certifica; lacra y sella: Se terminó una vida, se concluyó, se "completó". Porque un mortal no está he­cho del todo hasta que la muerte le da su último toque. Mientras vivimos, ¿qué sabemos? ¿Sa­bemos lo importan­te? ¿Conocemos nuestro destino? Una cruz sobre la tumba explica: Ya supo definitivamen­te este hombre quién era y para qué era; ya no es entre los suyos, pe­ro ya "está". Ahora su existencia no se hilvana en un devenir incierto de acciones y pasiones, ya no "viene sien­do": ya su ser —si­do— se tejió del to­do. Y su esencia se aquietó —o se soli­dificó — en perfiles inmutables.

Pero, perdón, esta cruz callejera jun­to a las casas blan­queadas de la pla­zuela exultante no es la cruz de un se­pulcro. Esto no es un cementerio. Es el lugar próximo a las risas de una fuente; cerca puede haber, habrá segu­ramente, una bar­bería y una tienda, y una taberna, y una escuela. Esta cruz rodeada de vi­da militante tiene la saludable inopor­tunidad de la advertencia...

—Esta cruz, ¿por qué?

—Aquí murió un hombre.

—¿Cuándo? ¿Quién?

—Debe de hacer tanto tiempo... Le asestarían un golpe, una puñalada. Caería desde lo alto de la tapia. No se sabe. Consta, sí, que para su recuerdo levantaron esta cruz.

—¿Tan impor­tante era?

—Era un hombre. En aquel tiempo pa­rece que los hombres, uno a uno, eran importantes. Y lo más importante de ellos era, probablemente, su muerte.

—Macabra importancia.

—Siempre; siempre la muerte era im­portante. Hasta cuando el criminal o el hereje caían castigados por pecados ne­fandos. Se rodeaba, entonces, a las ejecu­ciones de gran "aparato"... Pero, realmen­te, no era "aparato". Era dramatismo cierto. Podía haber crueldad, pero existía en todo caso, vivo, eso que se ha llamado el "instinto de las postrimerías"; un sen­tido refinado de la muerte, en fin. Y se la respetaba. Ahora, del hombre, única­mente respetamos, en el mejor de los ca­sos, su vida. Las ejecuciones de nuestro tiempo son trágicamente baratas.

—¿Ahora no se respeta a la muerte? Se le teme menos; esa es la cuestión.

—Se le teme igual, quién sabe sí más. Pero se la ignora. Diríamos que nos em­peñamos en desdeñar la ciencia que en­traña. Atendemos sólo a su fenomenolo­gía, olvidando que tiene una teología. Para la mayoría de las gentes actuales la muer­te no tiene significación, no representa nada. Es... un accidente; accidente fa­tal que a todos ocurre pero del que todo se ignora. ¿Por qué morimos? La ciencia puramente humana basta, sí, para expli­car la muerte física aunque, naturalmen­te, nunca se inventará una profilaxis de la muerte. Pero, ¿"para qué" morimos? En otras edades todos los hombres lo sa­bían, o aspiraban a saberlo. Muy pocos quieren enterarse en la nuestra. Y por eso... Por eso, en el lugar de la calle don­de cae fulminado un hombre no se le­vanta ya una cruz. Equivaldría, según la mentalidad de la época, a levantar un monumento al absurdo.

—Mejor es lo de ahora. Más aséptico, por supuesto. La vida —acción, dinamismo, coraje, fuerza— no quiere contagios de ul­tratumba, esquiva infecciones de cadave­rina moral.

—Y pensar así, ¿no es una frivolidad? La vida no se disminuye si se sabe que la muerte puede traer más vida. La muer­te que la cruz señala es una memoria que germina esperanzas.

—En resumen —y dejémonos de pláti­cas—, aquí murió un hombre.

—Sí. Y cerca de la cruz está la vida palpitante. Próximos están el Ayuntamien­to y la iglesia, la tienda y la barbería, la oficina para el pago de la contribución y la consulta médica. Cabe la cruz, en este banco de piedra, hay en el estío pro­mesas de amor. Y en esta plazoleta, en agosto, suenan músicas de verbena.

—¿Profanación?...

—No; no, sino que la muerte insinúa aquí, entre los hombres, su palabra. Y me­diante el uso de ella busca una colabora­ción. Quiere, como formar parte de un ambiente, sin entenebrecerlo de amena­zas. Es una "forma", no es un miedo sin perfil. Habla y ya, por eso, es menos te­rrible. Es pésimo, por el contrario, que la muerte enmudezca, que no nos diga nada, que nada nos enseñe ni nos advierta has­ta el preciso momento en que nos toma. Entonces, sí, parece un fantasma o un monstruo devorador y absurdo; entonces viene de caza: se aposta sin avisar. Pero cuando advierte, y sobre todo cuando ha­bla en una cruz, ya va haciéndose de la familia.

—Familiaridad con la muerte. Buena aspiración. ¿Hay quien la consiga?

—Difícil... Y, sin embargo..., usted cree­rá en Dios, ¿verdad?

—Yo... yo... ¡Hombre, por Dios, qué preguntas tiene!

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Noviembre. Conmemoración de los di­funtos. Tañer de bronces funerales. La muerte, ¡qué fastidio! Todos moriremos, ¡qué misterio!

¿Le dedicamos un bostezo a la muerte? Para cada misterio hay un bostezo, dice el hombre "feliz".

¡Para cada misterio hay una oración! El bostezo es muy antiguo, es viejísimo; está tan usado... En cambio, dentro de nuestra mejor intimidad, tenemos el Pa­dre Nuestro casi sin estrenar. Yace arru­gado en el desorden de nuestra alforja de viaje. Nos lo dieron casi al nacer, al par­tir, y lo olvidamos en el fondo. Relegamos su sentido, aunque cada día repitamos su fórmula. Pero, fijémonos, está nuevo. Arru­gado por nuestra desidia; pero si lo da­mos a planchar...

Si lo damos a abrillantar entenderemos mejor el trascendente recado de esta cruz levantada en la plazuela del pueblo: ¡Aquí murió un hombre!