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STABAT MATER»(VIA CRUCIS DE MARÍA)

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 25 de marzo de 1961

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Actividad del dolor.
Es muy di­fícil —casi imposible— penetrar, hu­manamente, en la índole de los Dolores de la Virgen. Su calidad de Ma­dre de Dios es demasiado alta. Decir, con palabras nuestras, "lo que pasaba" en el corazón de la Virgen durante la Pasión de Cristo, constituiría un empeño más que arduo. Por otra parte, los Evangelistas dicen poco de Nuestra Señora al narrar el Drama. A nosotros, sin asidero de re­ferencias de que servirnos, sólo nos que­daría la conjetura. Pero, en este caso, la conjetura, a poco que queramos ahondar, puede resultar profana. ¿Qué hacía, qué pensaba María en los prolegómenos de la Pasión —por ejemplo—, mientras el Hijo oraba en Getsemaní o al tiempo que con sus discípulos celebraba el ágape pascual? La conjetura propenderá a la solución más fácil —la más lógica quizá—: Míentras Jesús padecía, la Santísima Madre lloraba. Es el recurso, siempre, de la mu­jer frente al dolor. La iconografía asume desde antiguo esta seguridad. He ahí la Dolorosa, perlada de lágrimas. "Stabat Mater Dolorosa". Estaba la Madre lloro­sa, junto a la Cruz de donde el hijo pen­día. Ahora bien; las lágrimas, el llanto, pueden decirnos poco del dolor de Ma­ría. El llanto es algo así como la defen­sa pasiva del dolor. Y no cabe duda de que el de la Virgen era un dolor activo. La Iglesia lo reconoce al proclamar la devoción de María Corredentora. Porque mientras Ella lloraba, hacía algo con su alma; algo más trascendental que deba­tirse en un mar de lágrimas. Estamos por creer que en algún momento su dolor, por ser más dolor, para ser más dolor, no halló el consuelo de las lágrimas. Esta­mos por creer que, en algún instante, las lágrimas no pasaron de ser una espe­ranza en el acervo hondo de su pena. Ante la certidumbre de la Tragedia pró­xima, mientras Cristo sudaba sangre, ¿no se entenebrecería el alma de María de un dolor seco, casi lunar; de un dolor astral, inmenso, demasiado inmenso para encontrar la fácil correspondencia de las lágrimas?

Sabiduría.
María siguió a Jesús cami­no del Gólgota cuando el proceso terminó con el veredicto de culpa. Los discípulos amaban a Cristo con cariño humano. Sa­bían, sí, la divinidad del Nazareno; pero este concepto —tan alto— se enredaba en la ignorancia de los Apóstoles incapaces por el momento de ahilar fino en la ma­raña de aquella hora de ignominia. Por eso la debilidad les hizo claudicar. Sólo María podía hacerse cargo de la dimensión profunda, teológica del Gran Drama. Sólo Ella veía claro dentro del Dolor. Y precisamente la claridad hacia resaltar con nítidos trazos ineluctables el perfil de su pena. No era posible mitigar con la mentira piadosa el sufrimiento de esta Madre que todo lo sabía. Ni anestesiar con consuelos de urgencia un dolor que se ofrecía entero y cooperador, que para valer más había de ser dedicado en su integra calidad de desolación: conscien­te, fuerte, inmenso y activo. Unas muje­res han salido al encuentro de Jesús con lágrimas femeniles. Otra, Verónica, ha enjugado su faz. Otra, la esposa del Pre­sidente, ha sentido en sueños una desazón llena de augurios. Todas han intuido con la ciencia del corazón la verdad de Cris­to. Pero ha sido el de ellas un conocimien­to parcial y miope del Misterio. Reaccio­nan, pues, con una actitud en que late todavía la fatalidad, implorante y pla­ñidera,; del coro de la tragedia clásica. Pero el dolor de María, de la Mujer, se objetiva en un primer plano de grandeza. Y en sus lágrimas alienta un cósmico sentido de holocausto.

El dolor en órbita.
Un cósmico sentido de holocausto. Esta significación, en efec­to, ofrece el dolor de María, denso, tras­cendente, esculpido en marmóreos desig­nios divinos, frente a las lágrimas efímeras —fugaces lágrimas sobre la arena— de las suplicantes de Jerusalén. El dolor de las mujeres se deshace un poco caó­ticamente por entre las torrenteras del lamento. Pero la amargura de Ella se "hace", cada vez más estructurada en in­timas, escondidas, cohesiones. Así, Ma­ría siente en su alma la gravitación de una pena no ocasional sino decretada por la misma Providencia. Por eso la llama­mos cósmica. Porque su trayectoria des­cribe una órbita perfecta —señalada ya en las profecías de Simeón con la misma precisión que se marcan en las cartas geográficas los rumbos de los astros, des­de la Eternidad presente en los planos de la Redención. Pero no era necesaria —se dirá— la oblación del dolor de María jun­to al Holocausto de Cristo, de por sí su­ficiente y sobreabundante. Es ésta una cuestión que, quizá, a los mismos teólo­gos les es difícil resolver. ¿Por qué esta "acumulación" superior a cualquier medi­da? Bastaba una palabra del Hombre-Dios para que la Redención fuese hecha y, sin embargo, Él derramó toda su San­gre. Y por si esto fuera poco, el dolor de la Corredentora acrecienta el sublime caudal. ¿Por qué? ¿Para qué? Probable­mente, en esta acumulación de méritos, encontramos una causa de la Misericor­dia que sobre la misma Justicia prevalece. Por esta redundancia —pleonasmo divino— el valor infinito de la Redención se poten­cia de infinitos.

Angustia.
Cuando llega la angustia al corazón, las ideas descuajadas flotan a la deriva en los vórtices del hontanar trá­gico. Es como si todas las cuerdas sote­rradas —las que presiden la mecánica de la alegría, las que mueven los resortes de la pena— se rompiesen violentas, hoscas y difíciles, súbitamente rebeladas frente a su destino. Viene la angustia y el alma se desfleca sumergida en las aguas sin luz. Y las pulpas generosas, los germina­les entronques de las cosas, son arreba­tados por el alud sombrío. El dolor, que caminaba a duras penas a lomos de un afán, es repentinamente derribado, des­cabalgado, cuando la angustia —la angus­tia sin riberas— aparece. Entonces, per­didas las riendas, encabritados los pro­pósitos, un viento que sopla desde todos los horizontes ciega desarenas remotas el rumor lírico de las fontecicas perseveran­tes... Sopló también la angustia sobre la desplegada violeta del dolor de María. El Hijo era devuelto —al fin— a sus bra­zos, al pie de la Cruz: el Hijo sin pálpito ahora, despojado de su Sangre. Cris­to es suyo —de la Virgen— ya. Lo han de­positado en sus brazos, después de que la última Palabra ha naufragado en el pos­trer Estertor; luego que el ascua de su Corazón ha sido apagada por el frío de la lanza. Y, sin embargo, tampoco puede María sucumbir ante la Angustia. ¿En qué rincón último de su vida existe una última fuerza que esgrimir, que levantar, que erigir, ante la desalada furia? Cristo ha sido descendido de la Cruz. La Cruz es ahora el trinquete, el palo mayor de la nave del Séptimo Dolor de Nuestra Señora. Pero la nave sigue bogando en el encréspa­lo mar...

Noche.
No hay apenas cortejo en el entierro de Cristo. María Magdalena, Juan, José de Arimatea y Nicodemus, desgranan su dolor ante el silencio de la noche cristalizada de vacíos. Entre el gru­po piadoso, presidiéndolo, María se ha in­movilizado en una muerte viva que le recorre las venas y le taladra los afec­tos. Muerte pálida en sus pupilas ansio­sas, en sus manos desoladas, en su fren­te traslúcida de cenizas recientes. Supli­cio del hondo corazón enterrado dentro de su carne viva. Muere su mirada en la oscuridad de las pupilas de Cristo. Pe­rece el tacto caliente de sus manos en la yerta frialdad de los miembros de Jesús... Sabe la Madre que el Hijo resucitará de entre los muertos. Pero el momento se ha espesado de tinieblas y en su mater­nal sentimiento no hay sitio sino para la zozobra. Porque la promesa del día no disminuye la negrura de la noche, ni el presentimiento de la calma amengua los embates de la tempestad. La Blasfemia se ha consumado ante la blanca presen­cia de María. Los siete puñales están clavados en su pecho sin voz. Cuando María Magdalena unge los pies del Re­dentor, cuando el Evangelista levanta con
sus musculosos y curtidos brazos de pes­cador el Cuerpo Divino, cuando la losa del Sepulcro es izada, Ella dirige su mi­rada última al Hombre que se ha in­molado por los hombres y su semblante céreo refleja, en el instante supremo, la aridez de un alma a quien la cruenta avenida devastadora ha arrebatado todas las flores.

Soledad.
Y ya no quedó ningún dolor. Ya está todo el dolor dentro de Nuestra Señora. ¿No cabe siempre "más dolor" dentro del corazón? ¿No abre el dolor presente inéditas perspectivas para el do­lor que ha de venir? ¿No es la pena de hoy una propedéutica para la pena de mañana? Sí, pero ya no queda ningún dolor; ya está todo el dolor dentro de Nuestra Señora... La planta del hombre va abriendo caminos al dolor. El corazón del hombre va inventando pesares; va cosechando pesares el corazón del hombre. De todos los puntos de la rosa de los vientos sopla el dolor. Desde los oscuros misterios biológicos, desde las altas regio­nes iluminadas, desde los orientes límpi­dos de la vida nacarada de albas, desde los ponientes cárdenos de la vida cance­rosa de ocasos, llega el sufrimiento... Sí; pero ya no queda ningún dolor, ya está todo el dolor dentro de Nuestra Señora... Cada situación, cada estado, cada mi­sión, cada oficio, prolifera su dolor. Es ley. Segregan su angustia la púrpura y el oro; el harapo y la pobreza exudan la suya. No hay honor sin pena. El áspid de la injuria acecha entre las hierbas hu­mildes. En la montaña y el valle, en la llanura y el mar, alientan las larvas de la angustia... Sí; pero ya no queda nin­gún dolor. Ya está todo el dolor dentro de Nuestra Señora. Nuestra Señora aca­ba de culminar su oferta en flor de So­ledad...