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PASOS DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 18 de abril de 1962

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Cristo en la Santa Cena.— La Pas­cua de los judíos tenía un sentido ex­clusivamente conmemorativo — tra­dicional—; aséptico, si, pero inoperante. Todo en ella era mera liturgia, tocada de amaneramiento. El pan ácimo, al fin, es cerno el símbolo de la Ley; de la Ley que prohibía, que podaba, que cercenaba, paro en cuyo interior, debajo de la letra, la mo­ral se esfumaba en desvaídas acuosidades inciertas. Moral sin fuerza, sin levadura, que no fermentaría jamás. Incoherente, versátil pulpa ética bajo las cortezas ritua­les. Pero no viene Cristo a destruir la Ley. Se cumplen en la Cena todas las fórmu­las porque el supremo Innovador no va a demoler la Letra, sino a instaurar el es­píritu de la Letra; no va a fomentar rui­nas, sino a alzar un Edificio habitable sobre el solar estéril. Y es entonces, pagada la tradición, cuando Él toma el pan en sus manos y, con sublime naturalidad, casi sin solemnidad, pronuncia las estremecedoras, enormes, tremendas palabras: "To­mad y comed, éste es mi Cuerpo." Su Cuer­po. Porque Él lo afirma, podemos creerlo. Bien dijo Claudel: "Sois Vos mismo quien habéis dicho que puedo comer de vuestra Carne. Así está escrito. Ni siquiera soy yo quien lo ha inventado. ¿Por qué dudaría un momento cuando vuestra Palabra es tan clara?. Sed Vos mismo el único respon­sable de esta atrocidad, pues no es asunto mío." Su Cuerpo. Porque Él lo mandó, la Iglesia renueva cada día la apoteósica Locura del Sacrificio "en memoria suya". ¡Repletos están los trojes, no cabe un ra­cimo más en el preparado Lagar de la Re­dención, y, sin embargo, Cristo quiere que el Hecho, lejos de quedar como un Suceso —el más trascendental de la Historia—, se actualice (vindicación frente al Tiempo y el Espacio) dentro de las márgenes de cada lugar y de cada día. Para que sea Vida dentro de la vida. (Y el pan es Pan. Y fer­menta la Ley, en tumulto de Amor, en las entrañas de las vides secas.)

La Oración en el Huerto.— Getsemaní está cerca de Jerusalén. El dolor está en los arrabales siempre. Nos cerca como un cinturón, allí donde un afecto levanta su torre, donde una vida ordena sus propó­sitos, donde un deseo alinea su poema, donde una ilusión festeja su esperanza. Del Cenáculo a Jerusalén, desde la Parasceve a la Angustia, ¡cuán corto el camino para Jesús! He aquí la flor del Sufrimiento des­plegando, para Cristo, su corola siniestra. ¿Siniestra? La Diestra del Señor ha prepa­rado el Cáliz. Es un Dolor minuciosamente acabado, en el que no falta ningún sabor acedo, sobre el que han exprimido su agraz todos los pomos trágicos. Es un Dolor cuyo Peso equilibra los pecados del mundo. En las más sutiles reposterías teológicas, en los alquitarados laboratorios del Padre, en las retortas infinitas, se ha dosificado el Elixir que la Providencia ha decretado. Es un perfecto Dolor. ¿Por qué ha elegido el Padre, como vindicta de la Culpa, el per­fecto Dolor? Jesús suda sangre ante la perspectiva —avenidas sin fin— de su Pa­sión. Y en su carne frágil de Hombre se abren camino los escalofríos del temor. Y en su frente palidece un mar de pre­sagios... Y hacia su corazón se desborda en torrenteras violentas el ritmo robusto de su Amor. Pero de su corazón atenazado vuelve a ascender, como un vapor, el pa­vor... "Padre, Padre, si es posible pase de Mí este Cáliz." Pero no: porque el Cáliz ha sido preparado, desde la Eternidad, en las retortas infinitas. "Padre, si es posible..." (Y entonces la Oración presta un ala de ángel al grávido dolor. Ya el Dolor puede volar. Sobre el Cáliz, la Oración ha destilado un crisma de Fortaleza.)

Juicio de Jesús.— Buen reclutador de multitudes es el odio. Al huerto de Getsemaní, ensoñado de luna, ha llegado la gente congregada por los fariseos y los príncipes de los sacerdotes. Tras el hiato congojoso de la desolación, Jesús está dis­puesto, confortado. Aunque Pedro, Juan y Santiago duerman, aunque Judas le entre­gue con el beso, aunque Maleo hiera su mejilla, aunque el instinto negro de la turba tumefacta trascienda en hedores nauseabundos, aunque germine en el co­razón de los escribas y de los doctores la aciaga semilla pálida de la envidia, Jesús —el Protagonista—, insuflado de divino Vigor, asume el Drama: "Buscáis a Jesús Nazareno. Yo soy." Prenden a la Víctima. Ya Dios es la Víctima... ¿Qué hará la multitud con este Reo recién estrenado? El simulacro del Proceso legal se enfatúa de énfasis declamatorio. El sumo sacerdote ha rasgado sus vestiduras poseído de "san­ta ira". Herodes, buen "psiquiatra", se ha alborozado ante la presencia de una inédita locura. ¿Qué resta para la condenación de Cristo? La elegancia, el "sprit" del Presi­dente romano, destila, no obstante, palabras de compasiva, displicente ironía... Que sea azotado el Hombre, que se hu­mille al Rey con la desnudez, el oprobio y la sangre; que el pueblo se refocile con el infrecuente espectáculo de la flagelación de un profeta; que se gaste la "pólvora" del odio; que se "distraigan" los efectivos del crimen eh el escarceo de la befa, del ludibrio y del látigo. Luego —piensa Pon­cio Pilatos— las gargantas enloquecidas, exhaustas, habrán perdido "entusiasmo" y el clamor siniestro, el "tolle tolle", se de­bilitará, hasta perderse, como el retumbo de una tormenta que se aleja. Cree Pilatos que el drama va a terminar cuando sólo se ha formulado el preámbulo. Des­pués él —el Presidente— se enfrentará con Él —el Cristo— y "no hallará en Jesús delito alguno". Pero como la condenación del Justo ha obtenido ya sanción, veredic­to previo, en la conciencia de los sacerdo­tes y del pueblo, el representante de Roma hará ostensible una vez más su… "tole­rancia". ("Tomadle; vuestro es; crucificadle." La "tolerancia" suele ser así.)

La Humildad.— Todas las virtudes pue­den esplender; la humildad —tan mate siempre— nunca. Por eso, los hombres se "adornan", más o menos, cuando pueden, con las virtudes todas. Menos con la hu­mildad. Es que la humildad "no viste". Tiene, eso sí, muchos sucedáneos, falsifi­caciones. Pero entonces la pretendida hu­mildad empieza a... "realzar con encanta­dora modestia las excelentes dotes perso­nales de..." ¡Fuera! Entonces es que no sirve. No; la humildad no puede realzar; sólo puede la humildad humillar. Por eso es tan dura. Porque carece de "páginas gloriosas". Porque su heroísmo no es para la perpetuación de los bronces, sino para el olvido del polvo. La humildad tiene una raíz teológica. En rigor, todas las desdichas del hombre arrancan de la soberbia, y el pecado de la soberbia ha de resarcirse su­ficientemente. La propiciación de Cristo acepta la humildad hasta sus últimas con­secuencias. Hasta la de la miseria y la fealdad. Circunstancialmente, en los mo­mentos de la Pasión, el rostro divino se oscurece de salivas, sangre y lodo. Hasta el punto de que su Faz repugna material­mente a los judíos. El "Ecce-Homo" que Pilatos muestra al pueblo no está nim­bado de ninguna belleza, ni irradia fulgor alguno. El Varón de Dolores, según la cruda, casi tremendista, expresión del pro­feta, se asemeja a un gusano de la tierra... Y, sin embargo, Cristo, en el instante ál­gido de su humillación, exclama dirigién­dose al Presidente romano: "Tú lo has dicho. Yo soy Rey..." Rey, ¿de qué? Rey, ¿de quién? Rey de un Reino que no es de este mundo. Que no es del Tiempo, sino de la Eternidad... Es en la Eternidad donde se revela el "negativo" de la existencia temporal; donde el "cliché" de la exis­tencia adquiere su precisa claridad de esen­cia; donde el que se humilla será ensal­zado y el que se ensalza será humillado... No cabe duda de que, a través del frívolo prisma de la mediocridad humana, Cristo es un "exagerado" en la hora de su Hu­mildad... (Se lo estamos diciendo a Él tácitamente a todas horas con nuestras humildades recortadas, casi bonitas; con nuestras humildades de laboratorio, casi académicas; con nuestras modestias de ar­tificio, casi vanidosas: pesadas, medidas, contadas... e inauténticas.)

La Cruz a cuestas.— Ya Cristo aparece nada más que como un reo. Nada más. La estulticia de la gente que entiende sólo de oropeles externos, el ignaro sentido de la masa que juzga las categorías por las anéc­dotas y justiprecia al rey por la riqueza da la corona y al hombre por la orla do­rada de su manto, no necesita otra cosa para arrojar el inmundo salivazo de su desdén sobre Jesús. Está en marcha la primera procesión —la original— del Naza­reno. Está en marcha la Paciencia de Cristo. Todo es opaco, inicuo, pequeño en la procesión ribeteada de las risas de los "circunstantes". ¿Podrá el Reo con la Cruz ante el Calvario? El pueblo de Jerusalén se lo pregunta sin dolor, sin zozobra, frí­volamente. Estas "pruebas" ofrecen, segu­ramente, un aspecto deportivo para el pue­blo de Jerusalén... Pero Jesús no busca consuelo. Si los que van en la "procesión" le obsequian con el insulto, si los que la presencian le saludan con la mofa del es­carnio o con la sonrisa de la ironía, Él se sabe consciente de la Cruz que el Padre le ha deparado. Y cuando las mujeres rompen en sollozos la fragilidad de sus corazones, cuando las lágrimas de aquellas infelices subrayan una vez más —definitiva vez ésta— el acierto intuitivo del senti­miento sabio remontando las geometrías vanas, de la "razón" de, los hombres. Él —el compadecido— compadece; Él, el llo­rado, exclama: "No lloréis por Mí, sino por vosotras y por vuestros hijos." Lo que no aciertan a ver ellos —actores o espec­tadores de la procesión cruenta de Jesús—, tras el “trompe d'oeil" violento de la calle de la Amargura, lo que no aciertan a ad­vertir, es el alcance de la mirada dolorosamente serena de Cristo. Una mirada que calma el tumulto dionisíaco de los siglos y apacienta el tropel ciego de los rebaños sin ley. (Puede que el Reo desfallezca con el leño en la prueba. Pero el condenado por los hombres no cejará hasta dejar consumada su defensa de los hombres. Lo expresa la demanda al Amor de su mirada nazarena. ¡Ay de los hombres si esa mi­rada de Cristo no estuviese apelando siem­pre sobre los fallos de su misma Justicia!)

Las caídas.— La consigna está dada: hay que caminar sobre los guijarros, hay que caer de bruces, ¡caer! No pueden hacerse regates al sufrimiento. Cristo —se dice— es el Capitán, nuestro Capitán. Bien; pero no nos gusta esta palabra aplicada a Cris­to. Nos gusta más la de Padre. Si el Padre camina hiriéndose en los guijarros, nos­otros no tenemos derecho a la senda al­fombrada. La versión cristiana del dolor no puede ser más cruda, pero no puede ser más gloriosa. Los "capitanes" de la fi­losofía habrían luego de contradecirla. Schopenhauer diría: "Vivir es querer y que­rer es sufrir." Es el pesimismo del dolor, del dolor consecuen­cia de la vida... El cristianismo —antes y después de Schopenhauer, naturalmente— nos exhorta al revés, vuelve la fra­se: sufrir es querer y querer es vivir. Es el optimismo de la Vida, de la vida con­secuencia del dolor. La ecuación Volun­tad-Dolor que se planteaba el filósofo queda resuelta al cambiar en mayúscu­la inicial minúscula de la "incógnita", de la vida. ¿Conduce la "vida" al dolor? No; es el dolor quien con­duce a la "Vida": a la eterna... Por otra parte, quizá nuestro mundo, tan veloz, no comprende la lentitud, erizada de difi­cultades, del camino de Cristo hacia el Gólgota. Al mundo le interesa más correr que llegar. A la Ver­dad le importa lle­gar, le importa al­canzar, pero desdeña el correr. Es más: el mundo no corre para alcanzar una meta; más bien se inventa, se forja una meta para avanzar. En la ocasión de su Caída, el Cristo alza su ros­tro al Cielo. En esta elevación — elevación de la frente—, en el abatimiento; en este izarse de la mente so­bre la derrota corpo­ral, en este aliento de la plegaria sobre el sudor; en la perseverancia de la Voluntad —mástil indeclinable— ante las embestidas adversas, está el secreto de la Acción y da la Belleza. (Es la vorágine del Drama, rota a babor y estribor de la nave, abierto en vías de sangre el frágil esquife de su Cuer­po. Pero Jesús caído salva su Frente del naufragio. Y la dirige al Cielo en amorosa actitud oferente.)

La Expiración.— Llegado Jesús al Gólgo­ta le despojan de sus vestiduras y la suerte de los dados decide el reparto. La pobre, única, herencia material del Justo se dis­tribuye entre blasfemias. El va a morir en la indigencia infamante. Ni aun es dueño de su desnudez clavada, expuesta, dada en espectáculo al populacho de Jerusalén. Es la crisis suprema del Dios-Hombre, el ineluctable instante ominoso. ¿Qué oscuras perforaciones, qué pérfidos taladros, qué acerados dardos, qué invisibles angustias tenebrosas se abren paso hasta la ciuda­dela inexpugnable de la fortaleza del Alma de Cristo? Jesús ha perdonado a sus enemigos, ha prometido la bienaventuranza al buen ladrón, ha hablado a la Madre y al Discípulo; ha solicitado para sus fauces resecas la limosna del agua... Se han cum­plido todas las Escrituras; está condona­da la deuda, y el cáliz del Dolor perfecto apurado hasta las heces. Queda, no obs­tante, esta distensión lacerante, pungente, del minuto trascendental: queda el estertor de la Muerte en los confines mismos del Abandono del Padre, en la orfandad plena de su humanidad tremolada en el puente de la Redención, ante la borrasca infiel. "La unión (con el Padre) ni se había roto ni podía serlo —escribe el padre Didón—; de ella tenía Cristo conciencia, mas no la fruición beatificante; de ahí ese punzante gemido: "Padre. Padre, por qué me has abandonado..." Pero es en vano el asalto de la angustia a la ciudadela Inexpugnable del Santo Dios, del Santo Fuerte, del San­to Inmortal. Jesús vuelve a levantar el Rostro y la serenidad final derrama la paz sobre su arena: "Padre, en tus manos en­comiendo mi Espíritu." (Llueve en el de­sierto... La Redención está hecha.) Ha ter­minado el Drama. Y la Naturaleza, con­movida en sus entrañas minerales —liber­tado el viento, rotas las riendas de la tem­pestad—, vibra en un espasmo de vida, en un aleteo de conciencia. Y los sepulcros abortan resurrecciones efímeras en presa­gio de la Resurrección. Y el trueno retum­ba en salvas horrísonas. Y la Historia se pueblo de un Suceso eterno... El Tiempo, ya, para siempre, estará sujeto a la hege­monía de este Momento. (Nada grande, nada decisivo va a pasar después de este Momento. Todo está consumado.)