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POLÍTICA EN LA ARENA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 24 de agostoo de 1964

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Creo que fue San Agustín quien lla­mó al matrimonio playa del amor. San Agustín es uno de los pocos pensadores de la antigüedad cuya prosa se acomoda perfectamente a nuestra óptica. Sin antiparras de erudición, cabe leerle con naturalidad. No hace falta ningún montaje, ninguna previa instalación men­tal que nos haga accesible el discurso; sus ideas se ven y su sensibilidad se percibe claramente. El africano de Tagaste es, además, desde muchos puntos de vista, bastante más moderno que ciertos filó­sofos actuales cuya palabra apenas se ha­ce inteligible sino después de una inicia­ción a través de complicados laberintos del pensamiento e incluso de la gramáti­ca. (Algo que no va con los tiempos, por­que la filosofía, hoy, o se sirve ya trincha­da o no hay quien la ataque.) Pues bien. San Agustín, proceloso de temperamento, debió de pensar con frecuencia, durante su juventud de embravecido oleaje, que el matrimonio bien podía significar el reme­dio para buena parte de sus males. Y tu­vo esta imagen preciosa: llamó al matri­monio playa. Porque hay un mar —enorme y sin figura— dentro de cada hombre: es el instinto que el buen pudor antiguo designaba de "conscupicente" —usando de la perífrasis como de una veste que cubriera su rigor— y que hoy denominamos, al des­nudo, instinto sexual. Y el matrimonio, se­gún San Agustín, ofrece a ese océano su arena. Es decir, el matrimonio acepta al instinto, pero al par, blanda y tácitamente, sin violencia, le asigna una demarcación y le encaja en su sitio, impidiéndole se erija, como suele decirse, con el cepillo y con el santo. El matrimonio domeña sin oponerse. No es roca ante la que se estrelle, espu­meante, la furia de la pasión que no quie­re conocer límites: al contrario, es arena que no señala en puridad, estrictamente, una barrera. Pero porque es arena, el mar cede al fin sin encresparse. Y tierra y mar se amigan. Fraternizan al instinto y la ley y desaparece cualquier confusionismo equívoco, cualquier desviación, cualquier interferencia más o menos morbosa. Una vez más, así, a la Naturaleza la vence obe­deciéndola. Y se hace una figura —y hasta un sacramento— de lo que originariamen­te aparecía con los únicos síntomas de una fuerza.

Pero vamos nosotros a dar la vuelta a la frase agustiniana; vamos a decir: la playa es un matrimonio.

Realmente, parece indicio de un deseo —oscuro, caótico deseo sin nombre— el cla­mor profundo del mar. En su alta sole­dad oceánica el mar gime en su soltería milenaria poblada, nada más, de peces mu­dos, de seres que jamás acertaron con el gesto expresivo. ¿Por qué ninguna especie de la fauna marina logró salir de su si­lencio? ¿Qué condena es ésa? En la tie­rra están el balido, el trino, el rugido, el grito, la palabra... Pero no hay más so­nido ni más ruido que el del mar en el mar.

Mientras acá, la tierra —alma— es una gracia desplegada. Es el auténtico espec­táculo de luz y sonido para la escenifica­ción de la vida con todas las posibilida­des que la vida entraña. ¿No es lógico, pues, que el oscuro celibato del mar enca­denado e impotente aparezca como módu­lo de lo hosco, de lo triste, de lo trágico? El océano es una naturaleza sobre la que no gravita aún la forma. La tierra es, en cambio, "naturaleza sobrenatural", como diría Carlyle.

Eternamente enfrentados tierra y mar, surge el accidente de la costa. Pero la cos­ta es drama. Y la misma palabra "acan­tilado" tiene nombre trágico. El mar, cuan­do padece de la tierra a la vista, ya no puede resignarse: la desea con todos sus arrestos. Ruge y se enardece. Pero es la suya una tragedia inapelable, dictada por la fatalidad. La Costa Brava está dicien­do a las olas: "Desechad toda esperanza." Nada tan dantesco como ciertos parajes del litoral cuya terminología misma es ya de infierno...

Únicamente la playa, suave y fácil, brin­da un tálamo para las nupcias. Matrimo­nio para que el mar amanse sus iras. Pe­ro, ¿qué iras? (Nunca es tan fiero el león... cabría repetir.) En la cenefa de la playa no están los monstruos arrojados del océa­no. (¿Qué monstruos?) Están las sirenas de tierra adentro. Porque —es lo grande— resulta que no hay sirenas sino en la tie­rra. Y están los niños con sus castillos de arena y sus barcos de juguete. El mila­gro lo ha producido la arena. Ese transi­gir de la costa sin renunciar un ápice de sus derechos. Ese supeditarse sin rendirse. Esa "política", en fin, que es, en resumi­das cuentas, la política de la tierra en la playa y... la de la mujer en el matri­monio.