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EL REGALO ES LA VIDA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 25 de abril de 1959

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A la vida se la puede querer, tam­bién, desinteresadamente. Se la puede amar, por lo que ella es, no por lo que ella nos da... ¿Y si no nos da nada? Si no nos da nada —ni dolor siquiera—, también se la puede querer. Es la úl­tima filosofía —o filosofía en última instancia— de este buen hombre que, en la verbena o en la ro­mería, en el jardín público o en la ace­ra, al borde de la calle, ironiza a costa del "romántico Don Nicanor".

¿Ven ustedes al hombre? ¿Lo obser­van en su gesto pen­sativo, sabio, siguién­dose por dentro, atento a su pendulación íntima mientras, delante de su mirada, en apariencia indife­rente, Don Nicanor reitera el grotesco as­paviento de siempre? Sopla el hombre en el canuto al tiempo que, con la diestra, dirige el elemental tinglado de una farsa sucinta e ingenua: prodigiosamente in­genua; desnudamente histriónica.

Ya está el hombre —en la romería o en la verbena, en el par­que o en la acera— si­tuado ante la gente. ¿La gente? ¡Qué es­pectáculo! ¡La gente! ¡Qué estupenda cu­riosidad!... Está Don Nicanor "tocando el tambor". En tanto —miradle— su artífi­ce, humanísimo y pa­ciente, se pone a te­jer, con la lanzadera de su pensamiento, todos los hilos dis­pares —¿cabos sueltos?— de la vida. Le sobra la tarde para pensar, para rumiar, a nuestro filósofo...
Le preguntaríamos, le interpelaríamos de buena gana:

—¿Qué temes? ¿Qué sueñas? ¿Qué deseas? ¿Es más lo que tienes? ¿Es más lo que has perdido?

Pero nuestra inqui­sición sería en vano. El no es hombre de "balance". Ni tiene, de seguro, cuenta co­rriente con la vida. Nada más, él se pone a observarla desde su puesto estratégico. Las parejas de novios pasan a su vera, su­midas en su mundo aislado y aislante. Piensan, a lo mejor, si es que le ven, que su existencia, sin flo­ra ni fauna de deseos, ha devenido en pai­saje lunar. Y los niños que se detienen un instante frente a sus muñecos, ¿no le ad­miran primero, para, en brusca transición, despreciarle después? Pues... ¿y esos bur­gueses ostentosos de vientre y de prudencia, que le miran de soslayo, que le com­padecen?

La compasión. La estéril y vieja —falsa— compasión. Especulamos mucho los hom­bres con la compasión. Cuesta tan poco... Con "mucho gusto", sin ningún inconve­niente, estamos siempre dispuesto a compa­decer. Porque se compadece gratis. Nuestro egoísmo, se encarga de que compadecer no nos produzca padecimiento. Al contrario, compadecer depara la satisfacción de com­probar cómo quienes padecen son los otros...

Vanidad, no obstante, la de creernos más felices que el hombre del "Don Nicanor". Vanidad la de acercarnos a él con la limosna de una palmadita al hombro. ¿Quién dice que él padece? Más bien, in­sistimos, es que tiene su vida vacante, sus horas libres para, ver, desde su puesto es­tratégico, desinteresadamente, a la vida. Y las vidas. Las vidas de quienes ante su ocio —agitados, serenos, enamorados, tristes, eufóricos, desalentados, optimistas, risueños, ilusionados, apesadumbrados— pasan...

—"¡Al Don Nica­nor!" —grita, mientras dentro de su mismidad gira el molino gozoso de les pensamientos.

Porque el mundo es un calidoscopio y se le ofrece en espec­táculo. Ha elegido este o f i cio raro... ¿Cómo lo iba a ele­gir si no fuese un fi­lósofo? Hay mil ma­neras de ganarse la vida. Pero ganarse la vida es poco... Hay —eso sí— poquísimas maneras de "enten­der" la vida. Cuando se le piden cosas al mundo (y todos los que ante él pasan son pedigüeños de la vida y del mundo), hay el expediente de infini­tos trabajos y ocupa­ciones. Pero él...

Él, sin decírnoslo, nos lo enseña:

Yo —nos insinúa con su gesto sin deshacer el hermetismo de su silencio— quie­ro a la vida por la vida misma. Vivir para ver, para saber, para entender. Dios nos ha dado la vida. Es su regalo. La ma­yoría de los hombres viven para que la vi­da les regale. Y no es eso. No es la vida para regalar. El re­galo es la vida.

Claro que sí, buen amigo. La mayoría de los hombres nos cruzamos contigo sin entender tu ironía. ¿La mayoría de los hombres tenemos nuestra vida conver­tida en un Don Ni­canor? ¿Un "Don Ni­canor" grotesco cuyos hilos pulsan manos extrañas, ignotas? Llevas razón de to­das maneras. Nues­tras acciones tambo­rilean como tus mu­ñecos. Tamborilean por la mecánica de las pasiones someti­das al primer ocasio­nal viento... que nos sopla. Nada de extraño que, luego, nuestros movimientos sean tan tristes, tan torpes, tan absur­dos... ¿Por qué seguimos necios? La vida —tú lo muestras— no puede regalarnos nada. Tú lo enseñas: El regalo es la vida.