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[Una crónica necrológica]

Juan Pasquau Guerrero

en Gavellar. Nº 17. Mayo de 1975. Carta de Úbeda

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Regresaba de un corto viaje y me enteré de que acababa de recibir sepultura en nuestra ciudad doña Pilar Messía Olivares. ¡Cuántos tributos, cuántos homenajes, cuántas profundas gratitudes de Úbeda mereció siempre esta inolvidable señora! En la avanzada de toda acción cristiana —¡ah, la acción cristiana, la generosidad, el amor, la limpieza de corazón no se improvisan porque necesitan carrera!— estuvo siempre la Condesa de Benalúa. Aristócrata de sangre, aristócrata de espíritu, Pilar tenía la sencillez (otra cosa que no suele conservarse porque, naturalmente, todo el mundo se compra un orgullo o un énfasis de ocasión en la vuelta de la esquina), Pilar —repito— tenía una sencillez de espíritu, es decir, una sencillez honda que, luego, se reflejaba en su gesto, en su mirada, en su sonrisa y en sus actos. |Qué difícil! Siempre, al hablar, sabía encontrar el nivel de su interlocutor. Es extraordinario. Generalmente sucede lo opuesto. Al conversar con alguien, casi todo el mundo quiere que el otro se adapte y se comporte con arreglo al módulo que él le prepara. No debe ser así. No desaparecerán las injusticias cuando desaparezcan los Duques; desaparecerán cuando los soberbios, los presuntuosos, los orgullosos sepan apearse de su fingida superioridad. Pilar Messía Olivares, Condesa de Benalúa, ha vuelto a la tierra-tierra. Pero su recuerdo, unido al recuerdo de la estirpe de los Messía, forma parte ya del «aura» con que rodea a la ciudad la «presencia» —digo la presencia— de sus muertos ilustres. Yo soy de los que creo, de verdad, que los muertos no se nos mueren del todo. Gracias a Dios. Gracias a Dios, los muertos componen algo así como el «espíritu objetivo» —que diría Hegel y perdonad la cita— de un pueblo. El recuerdo de los muertos —de su vida y de sus obras— decanta esencias y ejemplariza virtudes. Los muertos tienen que estar siempre —lo proclamaba la bellísima canción— "presentes en nuestro afán".

Es mayo. Hay muchas flores. Lo siento, pero hoy, yo, tengo que seguir hablando de nuestros muertos de Úbeda. También, en primer lugar, de otra señora maravillosa, doña Magdalena Hidalgo Sierra, eslabón de otro linaje de bondades y de finezas, que acaba de fallecer. En otro período he escrito de su vitalísima alegría. Era una mujer fuerte, naturalmente. Y de su fortaleza le venía su optimismo. El optimismo. El optimismo no es esa disposición bobalicona del ánimo que cree que todo va a suceder a la medida del deseo. Optimista es quien sabe sacar fruto —fruto cristiano— del mismo dolor. Y éste era el secreto de doña Magdalena. Siempre, cuando uno hablaba con ella, salía vigorizado. Descanse en paz.

¡Cómo tengo que dedicar en esta carta un recuerdo emocionado a don Sebastián Hurtado¡ La historia contemporánea de la Archicofradía de la Virgen de Guadalupe va unida —muy unida, íntimamente unida— a este hombre. Don Sebastián rebasó hace unos meses la meta de los cien años. Y uno sabe —todos los ubetenses lo saben— que buena parte de esos años los dedicó preferentemente a su amor a la Patrona de Úbeda. ¡Recordadlo, recordadlo, en los días de romería, junto a la urna de la «Chiquitilla», con cara de campeón de fervores! ¡Recordadlo en sus últimos tiempos, apoyado en su cayado, con paso lento, por la calle Mesones! Nos deteníamos al verle, cambiábamos unas palabras con él, nos daba algún encargo que luego se le olvidaba, recordaba un día (un día de su pasado) que le temblaba en el labio y en la mente; nos traía, en su desdibujada memoria, la evocación de hace cincuenta años cuando Alfonso XIII vino a Úbeda y él —don Sebastián— era Primer Teniente de Alcalde y uno —el que esto escribe— era un párvulo de la escuela que agitaba su banderita al paso del coche que llevaba al monarca y a don Miguel Primo de Rivera.

También a Cristóbal Herrador. Ubetense de casta que también ha vuelto a la tierra-tierra. Esta Úbeda —que, por tópico todos hemos dicho alguna vez que es «algo manchega», sin que lo sea nada— encontraba en Cristóbal Herrador una afirmación de andalucismo neto y de la mejor ley. Muchos sucesos de Úbeda —políticos y culturales— se vinculan al nombre de este hombre. Hombre con persona dentro. Una vez más hay que decirlo. No todos los hombres parecen personas. Don Cristóbal Herrador sí; tenía ideas propias, actuación propia, carácter propio, estilo propio. Y era uno de esos amigos que aún en lo mínimo —aún en decir «adiós», un simple «adiós» por la calle— ponía fuerza y gracia.

Hace pocos días también he estado en el entierro de don Rafael Lahoz Claumarchirant. Hablaba, durante su sepelio en el cementerio, con su hermano político, Salvador Pasquau Sabater, ese gran ubetense —también tan «guadalupano», dando constantemente prestancia a mil sucesos de Úbeda que adquieren nuevo brillo cuando él los recuerda—; hablaba, digo, con Salvador Pasquau, de Rafael Lahoz Claumarchirant. Otro hombre que llegó a viejo sin envejecer apenas, porque no le dejaba su bonhomía. Hay «viejos voluntarios», que se abroquelan antes de tiempo, que se encierran herméticos en la enfermedad como en una cápsula aislante. Confortan, en cambio, los hombres como don Rafael Lahoz que jamás abdican de sus «medios de comunicación social». Apenas un mes antes de su muerte puede saludarlo la última vez en plena calle. Le pregunté cómo estaba de salud. Me dijo: «Muy bien, Juan, muy bien.» Y se puso a hablarme de un artículo mío que había leído yo no sé cuándo y yo no sé dónde. Y me dio pelos y señales de algo que yo había dicho en ese trabajo y de que ya no me acordaba. Y me separó de él convencido de que don Rafael estaba bien, muy bien...

Es mayo. Hay flores. A mí me ha salido una crónica necrológica. Es lo que se me ocurre, Antonio Millán. Claro que hay de seguro muchas cosas. Lo de que ya, desde el día uno de mayo, está aquí la Patrona todo el mundo lo sabe porque es el gran suceso, del que, por supuesto, hay que sacar ese «provecho espiritual» que la ocasión demanda. Casi todos los días vamos ya, casi todos a Santa María a rezar a la Virgen. Que sepamos hablar bien con ella, contarle bien las cosas que nos pasan, las cosas que deseamos, las cosas que nos hacen falta —a nosotros uno a uno y a Úbeda en general— para que ella nos oiga.