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CARTA A ANTONIO VICO. FIESTA DE JESÚS

Juan Pasquau Guerrero

en Correspondencia. Láchar, 20 de enero de 1945

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Querido amigo: Cuando recibas esta carta ya se habrá celebrado la fiesta; la gran fiesta de Jesús, de Nuestro Padre Jesús Nazareno... Esto es magnífico, esto es enorme. Porque bien sabemos tú y yo que la fiesta de Nuestro Padre Jesús Nazareno inicia el cuarto creciente de nuestras ilusiones en la espera del plenilunio «trono-varalesco-tuniquil». Y tú estarás presente. ¡Enhorabuena, amigo!

No podía faltarte hoy mi carta, secretario magnífico, amigo insigne, caldeo supremo... Ahora, cuando esto escribo, son las ocho de la noche del sábado. La hora de ánimas. Pues bien, a esta misma hora estarán repicando, jubilosas, cordiales, las campanas de Santa María de los Reales Alcázares, como anuncio, como pregón de la gran Fiesta. Imagino el resonar de los cohetes en todo el ámbito de la Plaza y de la ciudad. «Mañana es la fiesta de Jesús», dirán todos. ¿Podría ignorarlo algún ubetense?

Me figuro, en estas horas, a los hermanos de la Cofradía, nuestros hermanos, confesando en los Frailes. Allí estará Lorenzo Lechuga; allí estará Bernabeu; allí estará Veirias, allí estará Alfonso Guerrero; allí estará Simón, allí estará... Cuando se oigan los cohetes —¡quién pudiera oírlos!— un temblor emocional, un escalofrío místico sacudirá sus entrañas. Qué magnífico acto de contrición harán esos que, esta tarde han podido oír el «Miserere» al pie del altar de Nuestro Jesús, con una vela encendida entre sus manos, a la hora magistral de la Reserva! Yo no; yo, mientras, tontamente, inexpresivamente, mecánicamente, obedezco a la voz de ¡firme! de alguno que ni sabrá lo que es Úbeda, ni habrá oído hablar jamás de la procesión de Nuestro Padre Jesús. ¿Sabrán acaso lo que es un varal de tres tulipas? ¿Habrán vestido alguna vez una túnica morada, ceñida por un cordón amarillo? ¡Entonces!

Pero, todavía quiero, en esta carta, seguir deleitándome con la evocación... Mañana, mañana... En mi imaginación, quiero representarme el acontecimiento. Los bancos, colocados «ad hoc» para que se sienten los hermanos. Antonio el sacristán trae y lleva misales. Afuera, en la mesa petitoria, está Pastor. Más afuera, en los claustros, los cofrades, unos de gabán, otros de capa, otros de gabardina, aguardan el comienzo de la fiesta, mientras dan las últimas chupadas al cigarro. Hablan del trono, de si lloverá este año; discuten sobre el valor artístico del nuevo San Juan...

Ya todo está a punto. Los músicos afinan sus instrumentos y hay sonidos aislados, incoherentes. Ya están los tres curas en el altar. Por supuesto, actúa de celebrante D. Juan Vico. El «Introito» de Perossi llena de polifónica armonía las naves de nuestra iglesia mayor. (Ruído de reclinatorios, toses, viento que se estrella, impotente, allá en los altos ventanales).

La Epístola, el Evangelio, el Sermón... Los hermanos se sientan, se disponen a escuchar, atentos, el verbo cálido de D. José Amadeo. Y luego... El «Miserere»; el «Miserere», al que todos los adjetivos de ponderación le vienen cortos. El «Miserere», que promueve un reclutamiento de lágrimas...

Así seguiría yo, gran Antonio, disfrutando con la imaginación de nuestra fiesta, ya que no puedo estar presente. Pero es tarde, y quiero que salga a tiempo esta carta, para que tú la recibas precisamente mañana, cuando todavía tu emoción esté ardiendo bajo la influencia de tu religiosidad y de tu ubetensismo; cuando todavía el Señor, reciente la Comunión de su Cuerpo y Sangre, opere amoroso en tu alma emocionada. Acuérdate de mi. Pide por mi.

Tu hermano en Nuestro Padre Jesús Nazareno, te abraza. Juan.