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EL ROSTRO DE LA NAVIDAD

Juan Pasquau Guerrero

en Revista «Así». Nº 13. 25 de diciembre de 1968. Primero conocer...

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Mil veces se dijo: No debe perder su rostro la Na­vidad su rostro agobiada por ese barroco retablo —dis­fraz más bien— de fiestas y festivales más o menos inocentes con que se la acompaña. Llegará quizás el día en que la raíz de la Navidad se pierda ahogada por su proliferante, cada vez más, abundoso follaje. La Navidad es una fiesta, pero una fiesta religiosa. Que de fiesta religiosa derive en fiesta familiar es tolerable y plausible. Que de fiesta familiar derive en fiesta mundana, constituye ya una profanación...

Porque también hay ya navidades hedonistas. ¿Qué razones las abonan? Desde luego, es bueno que al lle­gar estos días concedamos al ánimo una euforia. Y, ¿por qué no también al paladar? Las cenas de Navidad en las familias, con recuerdos sentidos para los ausen­tes, y con mazapán y champaña más o menos para los presentes, suelen ser conmovedoras. Hasta aquí todo es... ortodoxo. El abuso comienza cuando la Navi­dad, más que un motivo —maravilloso motivo—, es un pretexto. Pretexto para el placer y no motivo para la alegría. ¿No se han puesto ustedes nunca a hacer el distingo entre el placer y la alegría? Es muy útil señalar la diferencia. A veces, la alegría tiene una consecuencia de placer, y tal es el curso natural del placer. Pero son muchas las ocasiones en que se busca primero el placer, el placer por el placer; se quiere, entonces, invirtiendo el orden, que la alegría llegue a lomos del placer. Pero esto es difícil. Generalmente sucede lo inesperado. Lo que trae a lomos el placer cuando se le busca por sí mismo, es el hastío.

Regresar la Navidad a su autenticidad —ahora que la autenticidad está siempre en el candelero— es, ni más ni menos, convertirla a la sencillez. A la dulce, grata, risueña y casta sencillez. Hay que pensar que Cristo verificó el Misterio más sublime de la forma más simple. Y, si se quiere, de la forma más pobre. Cualquier cosa pudo tener la primera Navidad menos barroquismo. Todo sucedió de la manera más grande, pero con el estilo menos complicado que imaginar se puede. Fue, nada más y nada menos, que "el Ángel del Señor anunció y María, y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo". Y que "el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros". ¿Hay algo más asombroso? Y, ¿hay algo menos prolijo? Lo estremecedor, lo gran­dioso, nunca es "adornado". El mismo evangelista, cuen­ta el Nacimiento de Jesús sin ningún "lujo de detalles". Y es que cualquier hojarasca estuvo ausente en la Navi­dad. Todo fue preciso y ceñido al trascendente Mis­terio: Jesús, María, José, el Ángel, los Pastores. Si algo existe en el Nacimiento ajeno al Tema, es el detalle de la mula y el buey. Y ya se ve: un máximo de humil­dad para un mínimo de adorno...

¿Por qué no aprendemos estilo —estilo cristiano— en la Navidad? ¿Por qué no nos dejamos de retóricas y de ringorrangos? ¿Por qué no somos sencillamente ele­gantes, limpiamente entrañables, al conmemorar el maravilloso Suceso? No nos gusta esta Navidad sofis­ticada y equívoca. Hay que volver a las fuentes. Esto sí que sería una renovación santa: Hacer de la Na­vidad una gran fiesta, pero una gran fiesta pobre —yo diría que aristocráticamente pobre—, en obsequio del Gran Pobre Jesús, Maestro de la Alegría. Pero ya se ve que esto no gustaría nada; ya se ve que esto enfa­daría demasiado a los tristes montadores, a los tristes armadores del placer. ¡Pobre placer que no conoce la Alegría!