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SEMANA SANTA. Renovación de vida cristiana

Juan Pasquau Guerrero

en Revista «Así». Marzo de 1970. Primero conocer...

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En Semana Santa, nos atenaza la cuestión de la reno­vación religiosa. El cristiano, por definición, es el hombre que desea la reforma. Nada tan opuesto al espíritu reli­gioso como el inmovilismo. Realmente, la Redención de Cristo significa la profunda, la radical reforma del hombre. Y la Cruz es el signo de la renovación. Mal, muy mal, andaban las cosas para la Humanidad para que, PER­SONALMENTE, el Hijo de Dios, tenga que hacerse Hombre y con su Sacrificio reconcilie al hombre. Y el mal no es otro que el pecado. Y el pecado no es otra cosa que inmovilismo. Inmovilismo de los siete vicios, de los siete clavos que sujetan con garfios el vuelo hacia la Verdad: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. ¿Cabe reaccionarismo mayor que el pecado? Cristo es el Liberador. La Libertad que predica El —no tergiversemos, por Dios— es esta: insumisión al "po­der de las tinie­blas", revelación contra el Mundo, el Demonio y la Carne...

Consumado el Sacrificio de la Cruz, el hombre, para salir de su inmovilismo, tiene a su alcance la Gracia. La Gracia es joven; es más, la Gra­cia es la auténtica juventud. Ella desenmohece, limpia, quita las herrumbres del hombre viejo. La Gracia es la Revolución, la única Revolución. Gracias a ella el hom­bre puede salir-de su mazmorra, puede ventear el aura de lo sobrenatural. La Gracia —que Cristo nos facilita como un cheque divino en blanco para que en él nuestras obras valgan— convierte nuestra pobreza en riqueza, nuestra indigencia en poderío. La Historia y la Humanidad constituyen una larga cadena de miserias; hay un desola­dor quietismo egoísta —piedra colgada al cuello de cada hombre— que nos lleva al fondo del abismo. Pero la Gra­cia siempre propicia a salir a nuestro encuentro, demanda, al menos, un paso inicial por nuestra parte. No nos re­juvenece si nosotros optamos por persistir en nuestra vejez, en nuestro inmovilismo, en nuestra arterioesclorosis.

Renovación cristiana. Claro que sí. Es urgente ahora y siempre. Pero conociendo antes, sabiendo antes, que no hay otra renovación que la de aceptar a Cristo tal como Cristo es. Por paradójico que resulte, hay hombres que creen que la renovación cristiana consiste en reformar a Cristo, en barnizar un Cristo nuevo acorde con nuestra actualidad, "a la altura de los tiempos". No es que lo digan claramente así; pero casi, casi lo dan a entender. Cristo es Luz; ellos quieren darle color. La Luz es única; los colores son muchos. Si ha habido fracasos en el cris­tianismo histórico, es decir, en el cristianismo aplicado a cada siglo —no puede haber, claro está, un fraca­so del Cristianis­mo en sí—; si ha habido, digo, fracasos históricos del cristianismo, ha sido porque cada época ha querido hacer a Cristo de su par­tí d o, colorearlo con su banda. Pe­ro, repetimos, Cristo es Luz. Y renovarse no es sino desechar el circunstancial co­lor para hacerse siervo —siervo, si, aunque la palabra suene mal a los humanismos—, siervo de la Luz.

Renovación cristiana. No consiste en peinar de otra manera la doctrina como ha hecho el Catecismo holan­dés. No es una obra de peluquería o de ortopedia o de cirugía estética la renovación cristiana. Tampoco consiste en una obra de "ingeniería teológica". Parece que los "soviet" intentan transformar el clima del casquete árti­co desviando el curso de los ríos Obi, Ienisei y Lena. Pues bien; de la misma forma, existen quienes quisieran des­viar el curso de la Teología para cambiar el clima religioso. Hay que desconfiar —cree uno—, al menos en principio, de estos intentos. Uno cree que la renovación cristiana ha de ser menos compleja, menos costosa y más directa. ¿No consistirá la renovación cristiana en hacerse cris­tianos? Ahondando en el propio surco, zarpando y minando por debajo de la costra de nuestros pecados e intereses, hallaremos nuestro espíritu, asiento de la Gracia. La Se­mana Santa, en la Cruz, nos ofrece el programa de nuestra renovación. No hay otro.